Si tu padre te supera la edad en 50 años, ¿puede comportarse como tu abuelo?
Es una duda que me surge después de narrar este capítulo... Y es que, en mi caso, el viejo me trató siempre como su hijo. Pero, ¿y si me hubiera tratado como si fuera su nieto? ¿Habría salido yo tan entero, educado, justo, pacífico y buena persona?
En fin, ahí lanzo esta profundísima reflexión para que tú, lector, pierdas el tiempo pensando en gilipolleces.
Ahora, al tajo:
Eran las seis de la tarde cuando Gutts llegó en el tanque que tenía por coche. No se le veía especialmente preocupado, así que no me lancé enseguida a preguntarle por la niña. Mi paciencia permitió que el viejo entrara en casa, se quitara la gabardina, las botas y el sombrero, y se apoyara en la barandilla del balcón con una cerveza. Una vez acabados los preparativos, inicié la conversación:
— ¿Cómo ha ido, Gutts? ¿Cómo está la pequeña?
— Ya está en el hospital. Los médicos la han tratado y dicen que no es demasiado grave y que en un tiempo podrá volver a casa. Eso sí, la pobre no ha despertado en ningún momento. Supongo que el sufrimiento acumulado, junto al susto de hoy, la han hecho explotar.
— Vaya... ¿Y qué ha inventado para explicar la herida?
— Les he dicho a mis hombres que, persiguiendo a un psicópata muy buscado, he comenzado a pegar tiros y que sin querer le he dado a una niña que pasaba por allí. Lo que no he sabido explicar es el moratón del hombro. Les he dicho que quizá se lo ha hecho cuando ha caído al suelo. Pero ellos saben que mi puntería es la mejor de toda la comisaría. Yo he insistido en que soy viejo y que mis reflejos no son tan buenos, pero no sé si habrá funcionado. Desmontar de repente la fama del Toro es complicado. Por suerte, nadie se atreverá a discutirme ni a investigar demasiado: saben a quién se enfrentan si lo hacen.
— Siento haberlo metido en este lío —dije, arrepentido.
— Dígame, Cross: ¿qué le ocurrió?
Unos segundos de silencio me permitieron organizar la información que había conseguido gracias a las reflexiones hechas a lo largo del día. No me preocupaba que Gutts pensase mal de mí: él me conocía de sobra y se olía qué podía haber pasado.
— Pensándolo bien, sólo hay una causa. Mira que soy idiota. Ya me había olvidado que a mí también me podía pasar.
— ¿Qué quiere decir? ¿Cuál es la causa?
— Los efectos secundarios. He usado demasiado la pluma, así que no es extraño que se manifiesten ahora. Sé por la Editora que están relacionados con el poder de la pluma. Así que, reflexionando, he llegado a la conclusión de que la Pluma de los Sentimientos trastoca las emociones de su dueño. Puede provocar que, en un momento dado, el dueño pierda todas las emociones (lo que me ocurrió cuando me lancé contra la niña) o que un conjunto de sentimientos se concentren al mismo tiempo (lo que me ocurrió después). Lo que no sé es si esto puede comportar trastornos permanentes o si, dejando de utilizar la pluma, todo volverá a la normalidad.
— Vaya. ¿Y qué hará, entonces? —preguntó el viejo, preocupado.
— Intentaré usar la pluma lo mínimo posible. No me quiero arriesgar. Sólo le pido, Gutts que, como hoy, cuando me vea hacer alguna locura no dude en detenerme.
— No se preocupe, Cross. Lo haré pase lo que pase, y no pienso controlarme si sus acciones ponen en peligro a alguien —se reafirmó Gutts, llenando sus palabras de intenciones.
Agradecí aquellas palabras con un suspiro de tranquilidad. Durante unos segundos, ambos permanecimos en silencio, observando cómo se acercaba la noche desde la lejanía.
— Por cierto, Cross, querría comentarle algo... - interrumpió de repente el viejo.
Gutts me dijo estas últimas palabras con un tono de voz muy extraño. Parecía bastante preocupado.
— Diga. ¿Qué passa? —pedí, extrañado.
— ¿Qué cree que ocurrirá con Margareth?
— Pues supongo que se la quedará algún familiar. Y si no, los de servicios sociales se la llevarán y buscarán a alguien que la adopte. ¿Ya ha avisado de la muerte de sus padres?
— Sí. He fingido que iba a notificar el suceso a los padres y que me encontraba todo el percal. Les he hecho creer a todos que es una coincidencia. No sé si habrá funcionado, me importa bien poco, la verdad. Pero ahora no nos desviemos —expresó, queriendo dejar aquel tema que yo acababa de abrir.
— Le noto muy extraño. ¿Qué intenta decirme, Gutts? —pregunté, aún más desconcertado que antes.
— ¿Cree que la niña volverá a ser feliz? Por mucho que deje de usar la pluma, el trauma de haber matado a sus padres seguirá atormentándola —el tono de Gutts se suavizó y adoptó un tinte melancólico.
— ¿Y qué quiere hacerle? El familiar que se ocupe de ella supongo que conseguirá que vuelva a ser una niña normal.
— No tiene más familiares. Sus padres eran ambos hijos únicos, y todos los abuelos están muertos.
Aquella conversación no me gustaba. Un peso empezó a oprimir mi cuerpo. ¿Qué cojones quería decirme el viejo inspector? Un extraño presentimiento me pasó por la cabeza.
— ¿Qué intenta decirme con todo esto, Gutts? No le estoy entendiendo.
— Estoy pensando en adoptar a Margareth.
Pataplof! Todo el peso que se había acumulado en mi cuerpo cayó en picado, como un avión accidentado.
— ¿Qué está diciendo? ¿Cómo coño se le ocurre adoptarla? Nosotros hemos sido los que han destruido sus planes. Yo le he agujereado una mano. Además, usted ya tiene sesenta años. ¿Quiere ejercer de padre ahora? —le reproché, intentando extraer sus argumentos.
— Piénselo un poco. ¿Quién querrá adoptarla? La pobre chica está rodeada de un aire siniestro y funesto, y la experiencia vivida la habrá convertido en una niña introvertida. ¿Qué padres querrían adoptar a una chica así pudiendo encontrar niños más alegres y con menos problemas? Estoy seguro de que si la metemos en un orfanato, se quedará allí hasta que cumpla los dieciocho. Y entonces sí que no tendrá a nadie que le ofrezca ayuda. Ya sé que soy viejo, pero tengo un trabajo fijo y un buen sueldo, hace años que ahorro: puedo mantenerla sin problemas. Y espero vivir unos veinte años más: cuando yo muera ella ya será una mujer que podrá vivir por sí sola con la herencia que yo le haya dejado —soltó Gutts como un tsunami desbocado e imparable.
La emoción y el empuje de sus palabras me atravesaron el cuerpo. Nunca lo había visto tan comprometido y, a la vez, tan ilusionado. Me había pasado completamente desapercibido lo que el viejo sentía por aquella niña y cómo su situación lo había trastocado por dentro. Me quedaba la duda de saber el origen de aquellos sentimientos tan intensos. Tampoco tenía prisa por descubrirlo. En aquel momento, sólo me quedaba decir una cosa.
— ¿Sabe qué, Gutts?
— ¿Qué? ¿Piensa que estoy loco? —preguntó él, intentando anticipar lo que yo pensaba.
— Admiro profundamente su valentía. Le prometo que, si usted muere antes de tiempo, yo me encargaré de la niña.
Gutts me dedicó una sorprendida sonrisa y el silenció invadió el ambiente durante unos segundos, cosa que permitió al viejo contener las emociones que aquel discurso había encendido.
Comencé a pensar en las pocas cosas que sabía del hombre que tenía a mi lado.
Según me explicó él mismo, hubo un tiempo en el que estuvo casado. Era un matrimonio de aquellos sólidos, sin fisuras, destinados a perdurar toda la vida. Ella era una mujer de fuerte temperamento, más alta que Gutts, rubia y de ojos azules. Se casaron enamorados, y así siguieron toda su vida. Nunca tuvieron hijos, ya que no los necesitaban: el amor entre ellos dos eran tan grande que no hacía falta que su matrimonio diera frutos. Pero, si no recuerdo mal, hace diez años la perdió.
Y, según el mismo Gutts, fue culpa suya. Por eso, desde entonces no ha aceptado ningún ascenso que le han propuesto (y, según él, le han ofrecido muchos).
A pesar de ser bastante viejo como para dedicarse a cazar delincuentes, no ha dejado de trabajar ni piensa jubilarse. Trabajará hasta que el cuerpo le aguante. Él mismo me reconoció que es el castigo que ha de pagar por haber dejado morir a su mujer.
— ¿Con su mujer nunca se plantearon tener hijos? —pregunté, lleno de curiosidad después de rememorar lo que sabía del viejo.
— Sí, en alguna ocasión. Yo, de hecho, de vez en cuando me imaginaba haciendo de padre. Pero no queríamos que un tercer elemento nos estorbase. Ambos ya éramos muy felices solos.
— ¿Y se siente preparado para criar a Margareth?
— Todavía no hay nada decidido. Será ella quien lo haga. Mañana iré a verla.
— ¿Sabe qué, Gutts? He pensado que un día tenemos que sincerarnos los dos y sacar todo lo que tenemos dentro. Ya basta de ocultar el pasado con gruesas compresas. Debemos dejar que la sangre fluya, como un torrente de agua.
— Qué metáfora más asquerosa, pero le doy toda la razón y le agradezco la intención. Que, por cierto, pocas veces nombra usted las compresas.
— Porque, como ya le he dicho más de una vez, las compresas son de cobardes. Una mujer de verdad no tiene miedo a introducirse un tampón. La colocación del primer tampón es como la ceremonia de iniciación al mundo de la verdadera mujer. De hecho, una chica que, ya desde su primera menstruación, usa tampones, no ha de tener miedo a nada. Ella lleva siendo una mujer desde el día en que nació. Mi esposa usa tampones, y mi hija también lo hará cuando le llegue el momento.
— Usted está muy enfermo. Entonces, ¿las mujeres que usan compresas son inferiores a las que usan tampones?
— No. Todas las mujeres son maravillosas. Pero en este caso pasa como con los hombres: hay hombres normales y después hay HOMBRES (en mayúscula), que son elegantes y masculinos. Pues con las mujeres ocurre lo mismo. Las MUJERES (en mayúscula) son elegantes y femeninas. Y usan tampones. Por cierto, hablando de tampones, he llamado a Clea.
— ¿Cómo que hablando de tampones? ¿Es que la sola imagen del tampón ya la relaciona con su mujer? Usted está enfermo.
— No me cambie de tema ahora.
Gutts suspiró.
— ¿Y qué le ha dicho? ¿Sigue enfadada? —preguntó.
— No. Me ha dicho que me está esperando. Quiere que le enseñe la pluma. Me parece que tiene intención de ayudarnos.
— ¿Y usted ya quiere eso? La pondrá en peligro.
— No me sea machista, Gutts. ¿Y qué, si se pone en peligro? Ella lo ha decidido. Yo la protegeré y ella me protegerá a mí. No quiero que mi mujer se convierta en la típica esposa florero de protagonista que se pasa toda la historia preocupada por su marido.
— Visto así, quizá tiene razón. Y ahora, si me lo permite, me retiro. Estoy reventado y tengo ganas de echarme una siesta.
— Pues yo todavía tengo energía. Ya pensaré qué hacer.
— Pues hala, ya nos veremos.
Gutts entró en su casa. Yo, después de unos tomando el aire, abrí la puerta y me introduje en mi caverna. No podía quitarme a Clea de la cabeza.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro