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Si el novio de Eve no acepta follársela los días de regla, le lapidaré la polla

Creo que este título es el más estrambótico y vulgar que he puesto hasta ahora en un capítulo, ¿no? Y, aun así, es un título con poca previsión de futuro. Si todo va bien y mi educación funciona, mi hija lo que tendrá será novia. No quiero que una bestia tan asquerosa como un hombre ensucie mi joya. Y todavía menos que la toque una hormona con patas de quince años que sólo busca rellenar agujeros. Ya me he mentalizado de que cuando mi hija pase de los doce sufriré bastante.

Hay una escena que, cada vez que la veo, me escandaliza: cuando una pareja de jovencitos va por la calle y, de repente, el chico le pega un manotazo en el culo a la chica. ¿De qué vas, maldito cerdo? Para tocar a tu novia TIENES QUE PEDIR PERMISO. No puedes manosear cuando quieras el culo de una mujer sólo porque haya una relación sentimental de por medio. ¿Te gustaría que ella viniera y te metiera la mano en el paquete cuando ella quisiera? Sí que te gustaría, ¿verdad? Porque eres un hombre y, como todos, vas más caliente que una estufa. Pero las mujeres son distintas. Ellas saben cuándo quieres que las toques, así que no sufras, que te lo dejará claro. Si tienes ganas de meterle mano, pide permiso y, si te lo da, ¡adelante! Clea y yo, por ejemplo, funcionamos a miradas, así que no hace falta pedir permiso verbalmente y quedar en ridículo. Las mujeres son especialistas en enviar señales imperceptibles que sólo comprenden ellas. Si eres lo suficientemente espabilado, sabrás comprenderlas tú también.

Me preocupa la juventud actual. Las chiquillas se están volviendo a adaptar al ritmo de los chicos, cosa que debería ser al revés. Y eso no sería malo si los chicos fueran hombres de verdad. El problema es que no lo son.

La prueba de fuego que tengo preparada para mi yerno (si fracaso en mi educación) es preguntar si lo haría con Eve cuando ella estuviera menstruando. Si pone cara de asco, lo echaré de casa ipso facto. El hombre de verdad es ese que ha superado todos los tabúes referentes a la mujer. El hombre de verdad entiende lo divertido que es adaptarse a la naturaleza cíclica femenina.

En eso pensaba mientras corría como un desgraciado hacia casa de Clea. ¿Has visto qué agilidad mental tengo? Yo hago mis estrafalarias reflexiones incluso mientras me estoy haciendo una paja.

No sé cómo lo hice, pero conseguí llegar a casa de mi mujer en unos diez minutos. Después de unos segundos de descanso, llamé al timbre.

Clea abrió la puerta lo necesario para dejarla entreabierta y que yo pudiera entrar. Así lo hice, y, al verme, volvió al comedor. Estaba hablando por teléfono.

Avancé hasta llegar al umbral de la puerta de la sala de estar, a la izquierda del pasillo que había después de la entrada. Clea charlaba apoyando la cintura sobre el sofá.

Llevaba el cabello suelto e iba un poco maquillada (a Clea no le gustaba arreglarse demasiado, rímel y poca cosa más). Se había vestido con la ropa del trabajo, de la que ya ni me acordaba: una camisa blanca cubierta por una americana negra con un botón abrochado y unos pantalones negros que, a pesar de no ser estrechos, le marcaban bastante la cintura. Una corbata negra decoraba su pecho. Por lo que me explicó, desde pequeña su padre la había hecho ir a acontecimientos importantes con corbata y ropa más bien masculina, pues decía que si llevaba un vestuario femenino todas las brujas resentidas la criticarían. Así, ya tenía la costumbre de vestirse de esta forma para ir a trabajar o a lugares que pedían más formalidad.

La miré un rato mientras esperaba a que colgara. Estaba hablando con una colega del trabajo y, aunque podría haber escuchado la conversación, estaba demasiado ocupado contemplándola. Sus ojos bailaban en todas direcciones de forma pausada, y de tanto en tanto los dirigía hacia mí. Movía sus labios con delicadeza, ni muy deprisa ni muy despacio, vocalizando a la perfección. Cada poco tiempo cambiaba de postura, cruzando el brazo que tenía libre o las piernas grácilmente. Cuando se apartaba los cabellos de alrededor de la oreja mi corazón se aceleraba. Ya lo debes suponer: sí, en ese momento se me levantó.

Clea no es una chica de cuerpo espectacular. No tiene unos grandes pechos ni unas piernas vertiginosas. Pero lo que tiene lo tiene muy bien puesto. Su cabello, a pesar de no ser una melena deslumbrante, es de un negro intenso realmente bonito (el problema, como ya debo de haber dicho antes, es que no lo muestra en toda su majestuosidad porque siempre se lo recoge en una coleta). Sus facciones son refinadas y juguetonas. Tiene unos grandes ojos azules que, al menos para mí, resultan hipnóticos. Su torso es estrecho, unos brazos finos, unos pechos "normales" (entendiendo que no tiene globos del tamaño de una cabeza ni es una tabla de planchar) y un vientre liso y precioso. Sus puntos fuertes son una cinturita de avispa realmente sensual y un pompis que ya querrían muchas adolescentes. Sus piernas son bonitas (como las de todas las mujeres), pero no destacan especialmente. Tiene la misma altura que yo, por cierto, y si le gustara llevar tacones me superaría. Para algunos imbéciles eso sería vergonzoso, pero a mí me encanta sentirla más majestuosa que yo. Los detalles sobre su "secreto" prefiero guardármelos.

Finalmente, colgó. Me miró, extrañada.

— ¿Por qué me miras tanto? Me estás empezando a incomodar —dijo.

— Es que no recordaba lo buena que estabas con la ropa del trabajo.

Clea rio y, un segundo después, suspiró.

— Mira que eres primitivo cuando quieres, ¿eh?

— Soy un hombre. Qué quieres que le haga.

— ¿Qué demonios tengo que hacer para que no se te levante cada vez que me ves?

— No deberías haber nacido. Pero como ya lo has hecho, es demasiado tarde.

— Por lo que veo me tendré que vestir de monja.

— Aun así me seguirías poniendo cachondo. Y, hablando de la vestimenta, ¿por qué te arreglas de esa manera para ir al trabajo y en cambio conmigo vas de cualquier manera? ¿Tienes al amante allí, o qué? —pregunté, bromeando.

— Hace años que me visto así, hijo mío. Lo que ocurre es que hacía bastante tiempo que no coincidíamos sobre estas horas.

— ¿Y por qué para ir a trabajar te sueltas el cabello y en casa no? Eso no es justo. Siempre te he dicho que estás más guapa con el pelo suelto.

— Si me paso el día arreglada como quieres te acostumbrarás demasiado rápido. Así aprendes a valorar el pedazo de mujer que tienes. Además, tú tampoco te arreglas para mí. Por tanto, no hables.

— ¿Y cómo se supone que me tengo que arreglar? No me lo has dicho nunca.

— Me gustas mucho con camisa y una chaqueta más corta. No soporto estas camisetas oscuras que llevas ni la gabardina tan larga. Tienes un culito muy cuco y siempre lo estás tapando con ese abrigo. Ah, y un poco más afeitado no estarías mal.

— Tomo nota, entonces.

Sonrió. Se acercó al sofá y cogió una bolsa de esas para congelar. Me la tiró con desprecio y la agarré en el aire. Contenía una especie de masa rosada, medio sólida y medio líquida.

— Aquí tienes tus tampones. Que conste que te los doy porque te he perdonado —se burló, cruel.

Una enorme frustración me embargó el corazón.

— Tenía la esperanza de que, en realidad, todo fuera un engaño para asustarme. Pero por lo que veo llevas la maldad dentro.

— La próxima vez piénsatelo dos veces antes de tocarme los ovarios de la manera en la que lo has hecho.

Sonreí y me metí la bolsa dentro del bolsillo de la gabardina. Miré el reloj que había en la pared del comedor. Eran casi las diez.

— ¿No tienes que ir a trabajar? —pregunté.

— ¿Perdona? Acabo de llamar para decir que entraría más tarde. Lo he hecho para que tú, señorito, pudieras venir a satisfacer tu necesidad de amor. ¿Y ahora me metes prisa para que me vaya? —contestó, con un tono ofendido aunque, en el fondo, bromeando.

— Yo sólo preguntaba, mujer. Ya me gusta que sacrifiques parte de tu tiempo para pasarlo conmigo.

— Qué remedio, es lo que tiene el matrimonio.

Ese comentario me arrancó una sonrisa.

— ¿Y Eve? ¿Ya está en la escuela?

— Sí, la he llevado hace un rato. Por cierto, ahora que sacas el tema, tenemos que hablar de Eve.

Me apoyé sobre el mueble que había cerca de la entrada al comedor. La última frase de Clea me intrigó. Ella continuó.

— Sé que ahora mismo no tienes el tiempo ni las ganas, pero creo que lo tienes que saber, al fin y al cabo es tu hija. Y no me gustaría tener que gestionar yo sola este problema.

— Aunque vivamos separados y ahora esté ocupado, tengo responsabilidades. Ya haces suficiente ocupándote de Eve durante la semana. Si tienes un problema, me lo dices e intento solucionarlo.

— La tutora se me ha quejado diciendo que Eve es un nervio y que no se está comportando correctamente. Dice que en clase no sabe estar quiera y que hace poco hirió a un niño en la cabeza lanzándole una piedra.

— Esta gente está acostumbrada a enseñar a niños atontados a los que han educado para hacerlos obedientes y calladitos. Es normal que se quejen.

— Me han recomendado que la vea un psicopedagogo, puesto que creen que podría ser hiperactiva.

El intestino empezó a arderme. Mi cabeza también se calentó. Los cojones se me hincharon como dos peces globo.

— ¿Qué pretenden, que medique a nuestra hija? ¡Anda ya! ¿Ahora un niño movido e inquieto es un niño hiperactivo? ¿No entienden que los chavales, en vez de estar sentados en una silla haciendo el burro, lo que tienen que hacer es salir a jugar? Esto es como el engaño del TDAH: lo que quieren es que llenemos las arcas de las farmacéuticas y nos carguemos la creatividad de Eve para que sea obediente y haga su trabajo sin dar problemas.

— A mí tampoco me hace gracia que digan esto, pero tienes que reconocer que Eve es demasiado inquieta. A mí también me agota. Aun así, creo como tú que han exagerado. Si tenemos que tranquilizarla, no será con medicamentos.

— Eso lo ha heredado de mí, no es ningún trastorno. Tú no sufras, iré a hablar yo mismo con la tutora y pienso dejarle las cosas claras. Y de Eve también me encargo yo, no te preocupes.

— Me parece bien, pero no te pases. No tienes muy buena fama en la escuela.

— Con el cabreo se me ha bajado la erección. Manda huevos la cosa.

Ese último comentario mío cogió a Clea por sorpresa. Hizo una extraña sonrisa que no supe descifrar.

— Tú tranquilo, yo te la vuelvo a levantar.

Con un movimiento rápido y fluido, se me acercó y se enganchó a mí de espaldas. Empezó a mover de derecha a izquierda la cintura, poco a poco, haciendo rozar sus nalgas con mi pelvis.

Era la primera vez en dos años que la tocaba y, además de la erección, me subió un intenso sofoco que provocó que mi cabeza empezara a hervir.

— Hala, ya vuelves a estar contento —dijo, girándose y acercando sus labios a los míos, con una voz que llevaba dos años sin oír.

Se apartó de la misma forma con la que se había acercado. Nos miramos un buen rato, yo sin saber qué decir y ella regocijándose con mi reacción. Pasados unos minutos, conseguí recuperar y formular una duda que había estado cocinando desde hacía tiempo y que ahora acababa de estar lista.

— Clea... ¿A qué ha venido esto?

— ¿Qué pasa, no te ha gustado? Pues nada, hijo mío, ni que me hubiera casado con un cura. Con la marcha que llevabas antes...

— No me refería a eso. Es decir: hasta hace poco no nos podíamos mirar a la cara. Y ahora, de repente, te me acercas de esta forma. ¿Seguro que es bueno?

Clea cambió la sonrisa. A pesar de mantenerla, ahora se la veía un poco melancólica.

— Es un premio, nada más. Desde el día en el que me hablaste de las plumas, he notado en ti una actitud diferente hacia mí. Y, qué quieres que te diga, eso me ha subido la moral —confesó.

Me quedé unos segundos en silencio. Una ligera alegría me hizo sonreír.

— ¿Recuerdas que empezamos la novela peleándonos como locos?

— ¿Y qué íbamos a hacer? Ambos estábamos fatal y que me vinieras con ese cuento de las plumas hizo que pensara que querías hacerme daño de verdad.

Bajé la cabeza. A pesar de que la conversación iba a tocar temas delicados, esta vez me sentía diferente. Con más entereza para soportar lo que viniera.

— ¿Puedo saber por qué pensabas así?

Clea cambió la cara, sorprendida. Me miró, como si pidiera permiso. Con la mirada, se lo di.

— Después de lo que hiciste, empecé a pensar mucho. Pensé en las historias que aparecían cada día en los medios. Una parte de mí estaba convencida de que no te había conocido lo suficiente y de que por fin habías mostrado tu verdadera cara. La otra, en cambio, creía que en el fondo sólo había sido un error. Esta última pesaba más que la primera, por eso me atrevía a acercarme a ti. Pero la parte más oscura siempre estaba allí. Cuando me empezaste a explicar eso, pensé que burlándote de mí querías vengarte por haberte echado de casa, y la parte oscura empezó a pesar más.

Yo la escuchaba atentamente. Sus palabras me hacían un daño terrible, pero tenía que escucharlas. Yo me las merecía y ella necesitaba decírmelas.

— ¿Y qué te hizo cambiar de opinión? —pregunté.

— El día en el que viniste a hablarme de las plumas. Por primera vez, apareciste con la cabeza en alto. No venías arrepentido como las otras veces ni enfadado por lo que nos habíamos dicho, sino que se te veía con ganas de solucionar las cosas. Aquello me animó mucho. Y el hecho de que todo fuera verdad y que contaras conmigo hizo que mi visión de ti cambiara.

Aquellas palabras me animaron. Una vez más me di cuenta de las grandes gracias que debía darle a la señorita Elizabeth y a su consejo. Mantuve un rato el silencio para alargar la buena sensación que me había quedado.

— Mira, Kyle, yo no te puedo perdonar. De momento, soy incapaz, y no creo que lo sea nunca. Y, aunque las cosas mejoren entre nosotros, no me siento preparada para dejarte volver. Pero quiero que sigamos en esta línea. No quiero perder el momento que estamos viviendo. En ratos como los de ahora, siento que ha vuelto el Kyle de siempre.

Sonreí, pero poco duró ese agradable sentimiento. Aunque las palabras de Clea me reconfortaban, los últimos eventos me alertaban de que algo todavía iba mal.

— Clea, te agradezco mucho que confíes en mí. No te imaginas las ganas que tengo de volver. Pero, y siento mucho decírtelo, el Kyle de siempre todavía está lejos. Es más, no creo que quieras al Kyle de siempre. Espero, cuando llegue el momento, poder traerte un nuevo Kyle con el que no necesites estar alerta.

Clea me miró y sonrió, repleta de cariño.

— Haz lo que tengas que hacer. Tanto Eve como yo te estaremos esperando.

Me coloqué correctamente las solapas de la gabardina, en señal de despedida. Empezaba a ser tarde y no quería causarle problemas en el trabajo. Ella entendió el gesto y me acompañó hasta la entrada. Nos despedimos con una dulce mirada y un silencio cargado de significado.

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