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Querida Elizabeth

Salimos de allí cagando leches, ignorando los gritos de "¡Policía, policía!" que soltaba el pobre de Zack Goded.

Estábamos enfadados. Enfurecidos. Molestos. Nos sentíamos estafados. E idiotas. En ese momento estábamos convencidos de que nuestra idiotez merecía un premio. O, como mínimo, desgravar impuestos.

Pero no había tiempo para lamentarse. Teníamos que salir de allí antes de que la cosa se descontrolara más.

Nos fuimos de la facultad por la misma puerta por la que habíamos entrado. Nos detuvimos: en mi caso, necesitaba tomar un poco de aire.

Por suerte, nadie salió del edificio en un buen rato. Seguramente porque sabían que yo tenía una pistola. Ya habrían llamado a la policía y esperaban su llegada.

Y por fin, el coche de Gutts apareció. Aparcó cerca de nosotros y el viejo salió, con cara de pocos amigos.

— ¿Pero os habéis vuelto majaras, panda de burros? Ya me han informado de lo del metro. ¡Que sepáis que os pienso pasar la factura de las reparaciones! —gritó al vernos.

— Eso ha sido culpa de Queen. Le juro que yo he intentado detenerlo —me exculpé.

El viejo lanzó una mirada intimidatoria al chico. Queen miró hacia otro lado, indiferente.

— ¿Y qué hacéis aquí fuera? ¿Me esperabais? —preguntó.

— Mejor subamos al coche y vayamos a casa de Elizabeth. Se lo explicaré por el camino —le señalé.

Gutts, extrañado, aceptó. Subí de copiloto y Queen en el asiento trasero. El coche arrancó.

— ¿Tú vienes a ver a Elizabeth, Queen? —preguntó el viejo.

— No. No me interesa demasiado esa mujer. Pasaré por casa. Ya le avisaré cuando tenga que bajar —respondió el chico.

— Vaya, ¿pero tú tienes casa? —dije, con cierta burla.

— Te recuerdo que he ganado mucho dinero en las peleas ilegales. El alquiler del piso se va pagando con lo que tengo ahorrado.

— ¿Podemos ir al grano, por favor? ¿Qué ha pasado? ¿No se suponía que teníais pillado a ese malnacido? —interrumpió Gutts, ansioso.

— Se suponía, Gutts. Nos la ha vuelto a jugar. Habíamos encontrado una entrevista a un tal Zack Goded donde aparecía su fotografía. Y por eso hemos venido corriendo... Y no era él —contesté.

— ¿Me está diciendo que el cabrón ha manipulado una página web para engañarnos?

— Exacto. Es posible que ni siquiera sea un profesor. Todo lo ha planeado para marearnos. Hemos sido unos idiotas. Usted tampoco ha tenido suerte, ¿verdad?

— No. He podido revisar los expedientes de los profesores de las facultades de sociología y no está en ninguna. Volvemos a estar donde estábamos. Qué puta rabia.

Ambos nos quedamos en silencio. Queen golpeó el asiento de al lado.

— Te juro que no pienso descansar hasta matarlo —dijo, cargado de furia.

Avanzábamos por la avenida principal, aunque tardaríamos un poco en llegar a casa de Elizabeth. Además, también teníamos que dejar a Queen.

Nadie tenía ganas de hablar. El día había empezado mal. Y para Gutts y para mí, seguramente tampoco acabaría bien. No nos hacía ninguna gracia tener que ir a pedir explicaciones a Elizabeth. Pero teníamos que hacerlo.

— Por cierto, Cross. No quiero remover cosas desagradables, pero anteayer nos dijiste que no volviéramos a investigar la marca que tenemos en el pecho. ¿Qué te dijo la Editora?

No me esperaba esa pregunta. Pero era lógico que el viejo la hiciera. Aún no les había contado el episodio con el Ente de la Mesa. No tenía problema en hacerlo, ya que la parte desagradable venía después.

— No es lo que me dijo, Gutts. Es lo que vi. Volvió a aparecer el Ente de la Mesa.

La cara de Gutts llenó de sorpresa. Suponía que la de Queen también, pero no le veía. Continué.

— Parece que el cabrón de las gafas hizo algo que no tenía que hacer al encerrarnos en esa especie de prisión. Y el Ente le propuso un ultimátum a la Editora. No entendí nada de lo que dijo, pero algo me quedó claro. Aquello nos supera, Gutts. Si investigamos, aún corremos más peligro. Tenemos que dejarlo. Tras la reunión, me reencontré conmigo mismo. Y aquello me provocó el malestar. Ya se lo explicaré con más detalle cuando me sienta preparado.

El viejo permaneció pensativo unos segundos.

— Bueno, si lo dice usted, entonces será mejor que dejemos el tema. La marca me preocupa, pero no vale la pena superar cierta línea —dijo.

— Bájame aquí, Gutts —pidió Queen.

Por suerte había escogido un buen momento. El viejo pudo detenerse en el punto reservado para los taxis y Queen bajó el coche. Se despidió de nosotros con el brazo y continuamos el camino.

— ¿No quiere parar a comer, Cross? —me preguntó Gutts.

— No. No comería a gusto. Quiero que este día termine rápido —contesté, serio y pensativo.

— Igualmente. Esperamos que la tarde sea más agradable.

No hablamos más hasta llegar a casa de Elizabeth. Yo tenía miedo, tenía que reconocerlo. Me temblaban las piernas. No quería que mi imagen de aquella mujer tan magnífica se ensuciara. No quería escuchar que había cometido alguna mala acción.

"Querida Elizabeth, por favor, no me falles", imploraba en silencio.

Frente a la puerta, Gutts y yo nos miramos con cierto terror. Como si detrás de aquel trozo de madera nos tuviéramos que jugar la vida. Tragamos saliva. Llevábamos, por cierto, los papeles que él me había enseñado aquella mañana.

Toc-toc.

— Pasen, está abierto —dijo Elizabeth desde dentro.

Nos miraron una última vez. Fui el primero en entrar, nervioso.

— ¡Vaya, mi pareja predilecta! Últimamente nos vemos mucho, ¿verdad? Pasen, siéntense donde quieran.

La dulce voz de la mujer me calmó, pero la frustración que llevaba encima no se iba. Ella se encontraba sentada en una silla, delante la mesita de cristal y del sofá. Parecía que ese era el lugar donde nos tocaría sentarnos.

— Ah, y señor Cross. Si no le importa, abra el cajón del mueble de la pared y tráigame la pluma, por favor.

Aquella petición me cogió por sorpresa. Gutts compartió esa sensación. Elizabeth continuaba con su sonrisa cálida. Le hice caso sin decir nada, mientras Gutts se acomodaba.

Dejé la pluma de tinta verde sobre la tableta y me senté a la derecha del viejo. Elizabeth soltó un breve suspiro.

— No crean que soy idiota. Sé a qué han venido. Lo sé desde la última visita, de la que se fueron extrañados de mis respuestas. Díganme. ¿Qué han descubierto de mí?

Adoptó un tono más serio, pero la calidez de su voz se mantenía. Gutts y yo cruzamos miradas una vez más, con el corazón en la garganta. El viejo sacó el expediente académico de Elizabeth y lo dejó sobre la mesa. Pareció que ella que tuvo bastante con un par de vistazos.

— Sentimos haber rebuscado de esta manera sin su permiso. Pero este viejo inspector no es capaz de estar quieto cuando huele algo —se disculpó Gutts, quitándose el sombrero.

— No se preocupe. Ya me esperaba que llegara este momento. No se preocupen, yo no les esconderé nada. No he tenido nunca intención de hacerlo, pero como entenderán, tampoco era cómodo explicarlo a las primeras de cambio. Si quieren escuchar la humilde historia de esta vieja, se la explicaré encantada.

El viejo y yo permanecimos en silencio. No queríamos interrumpir el relato de Elizabeth y estábamos dispuestos a dejarla hablar todo lo que necesitara. Ella cogió la pluma y, con ese pulso tembloroso, la sujetó fuertemente con las manos colocadas sobre las piernas.

— Mi pluma, señor Cross y señor Gutts, es la Pluma del Tiempo. Escribiendo el día, el mes, el año y la hora es posible volver a cualquier momento del pasado con los recuerdos del presente siempre que se escriba un "+" a continuación. Si no se añade nada, será una regresión completa, recuerdos incluidos. Escribiendo "STOP", es posible detener el tiempo. Y si después se escribe el nombre de una persona, el tiempo no se detendrá para ella. Según lo que me dijo la Editora, no es posible adelantar el tiempo ni viajar hacia el futuro.

Elizabeth detuvo la explicación. Ahora entendía ese cambio de edad. Y, aun así, quedaban un montón de dudas por resolver.

Pensándolo bien, habíamos tenido una suerte inmensa con aquella mujer. Si una pluma tan poderosa como esa hubiera caído en manos de monstruos como el de las gafas, las consecuencias habrían sido inimaginables. Tras la pausa, la anfitriona continuó.

— No he probado otras funciones ni conozco las excepciones de la pluma. Sólo la he utilizado una vez, y no pienso hacerlo nunca más. Así que, si después de la explicación de hoy se la quieren llevar, no tengo problema. Ya se lo propuse a usted, señor Cross, cuando nos conocimos, pero me permitió quedármela un tiempo más por lo que significa para mí. Se lo agradezco mucho. Pero ahora ya me siento preparada para separarme de ella.

Las palabras de Elizabeth estaban llenas de sentimiento. Estaba haciendo un esfuerzo titánico diciéndonos aquello. Esa pluma era importante para ella. No me resistí a preguntar.

— Díganos, Elizabeth. ¿Por qué es tan importante para usted esta pluma?

Bajó la mirada y sonrió. Sus manos empezaron a temblar.

— Esta pluma me salvó la vida, señor Cross. Me permitió compartir el tiempo con la persona a quien más he querido nunca. Los documentos tienen razón: yo hoy debería tener veinticuatro años. Pero eso no se ajusta a la realidad. Si no hubiera aparecido la pluma, yo hoy no estaría en este mundo. Me hubiera quitado la vida.

Aquella frase me golpeó duramente. Elizabeth, ¿intentando un suicidio? Era incapaz de imaginar a esa mujer de sonrisa imperturbable, valiente, sabia y fuerte, eligiendo la muerte antes que la vida.

Encogida y melancólica, inició su relato.

— Nací en esta ciudad. Para ustedes, hace veinticuatro años. Para mí, hace sesenta. Les seré sincera. Fui siempre una chica típica de mi generación. Con eso quiero decir que tuve una buena infancia y una buena vida. Mis padres me lo dieron todo, y yo viví siempre sin preocupaciones. Una niña apasionada, que reía y lloraba con la misma y fervorosa intensidad. Soñadora, cargada de imaginación. No muy popular, ya que siempre viví en mi mundo, pero siempre consciente de lo que me rodeaba. Y una chica, no sé si por suerte o por desgracia, con una tendencia casi instintiva a enamorarse. Me di cuenta ya en primaria, cuando un chico que había ido a clase conmigo toda la vida me generó interés. Su nombre era Xavier Eilburn. Un joven de familia sofisticada y educada, delicado con la gente de fuera de su círculo, pero espontáneo y apasionado con los amigos y conocidos. Me acerqué a él, y cada día, al volver de la escuela, me contaba las ganas que tenía de ser arquitecto como su padre. Me narraba las cosas que aprendía de él, cómo se construían los edificios que veíamos de vuelta a casa. Me enseñaba los planos mal hechos de hogares imaginarios que algún día querría crear. Y yo le escuchaba, feliz. Me encantaba que me hiciera partícipe de su vocación, que me lo explicara todo con aquella pasión e ilusión. Que a media explicación me preguntara si me estaba aburriendo, y que sus ojos se iluminaran al verme negar con la cabeza. A finales del último curso de primaria, me di cuenta que me había enamorado perdidamente de él. Quería acompañarlo en su viaje y que, aunque fuera una pequeña porción de esa pasión, me la dedicara a mí...

Se detuvo. Sus ojos estaban llenos de nostalgia. Sonreía, como si no pudiera evitarlo. Gutts y yo escuchábamos, sintiendo cada detalle, cada emoción, en su voz.

— Y entonces llegó la adolescencia. El instituto nos separó. El camino de vuelta a casa ya no era el mismo para ambos. Él empezó a juntarse más con los amigos. Y, en mi caso, empezaron las inseguridades. Él en poco tiempo se convirtió en un chico apuesto, robusto y alto. Yo seguía siendo aquella chica bajita y con cara de niña. Mi cuerpo se desarrolló a una velocidad más lenta que el de las compañeras de clase, lo que me hacía sentir poca mujer. No era atractiva, y el malestar físico se convirtió en mental. Él era un chico culto, elegante, educado. Yo seguía siendo una soñadora, que se lo tomaba todo con demasiada intensidad. No me sentía lo suficientemente inteligente como para seguir hablando con él. Cruzármelo me daba vergüenza, aunque él siempre me saludó amistosamente. Quería estar con él y declararle mi amor, pero sentía miedo. No porque me rechazara, sino por ser incapaz de cumplir con sus expectativas. Todo aquello no eran más que preocupaciones de juventud, pero no dejaba de sentirme un estropajo sucio a su lado. Por suerte, siempre he sido una chica sencilla. Yo me conformaba con poco. El simple hecho de verlo todos los días, de escuchar sus conversaciones con los amigos, que me dirigiera una mirada de vez en cuando, ya era suficiente para hacerme feliz.

Su voz comenzó a apagarse. Parecía que se acercaba la parte más dolorosa.

— Pero todo cambió a finales de la secundaria. Aquella chica insegura, preocupada por las expectativas, empezó a desaparecer. Mi cuerpo ya había cambiado, y mi cabeza también. Era hora de dejarse de tonterías. Tenía que declararme. El último curso se acababa, y nuestros caminos se separarían. Era hora de tomar la decisión. Y así lo hice: el día de la graduación le seguiría y, en el mejor lugar que encontrara, le sorprendería y le diría lo que sentía.

Y el tono de voz dio un giro. Ya no hablaba con nostalgia. Ahora hablaba con dolor. Sus manos empezaron a temblar. Gutts y yo nos miramos. Quizá era mejor evitar el sufrimiento. Pero la mirada de Elizabeth, tan viva, tan juvenil como siempre, nos suplicaba que continuáramos.

— Nunca olvidaré ese día. Recogimos las notas e hicimos una pequeña fiesta para celebrar el fin de aquella etapa. Al marcharse, lo seguí. Me sorprendió que no volviera a casa. Cogió el teléfono a medio camino, y al colgar se dirigió hacia el centro. Los nervios me pedían volver a casa, me insistían en que haría el ridículo. Pero era la última oportunidad. Se detuvo en la boca del metro. Extrañada, esperé...

Suspiró, tomando aire.

— Y apareció una chica. De cabello castaño, alta, guapísima. Se besaron. No era del instituto. Era una joven de otro centro. No me explicaba cómo se habían conocido. No entendía cómo me lo podía haber perdido. Mi alma se hundió, no caí de rodillas de milagro. Se les veía felices. Enamorados. Querían celebrar la graduación de él pasando la tarde juntos. Yo me sentía idiota. No lo había sabido ver. Vivía encerrada en mi amor platónico, en un sueño irreal. Y ahora me acababan de despertar. Todos mis proyectos de futuro, mi vida tal y como la imaginaba, desaparecieron. Contuve las lágrimas para no llamar la atención. Bajaron al metro, y yo los seguí. Quería saber. Cómo había surgido ese amor, cuán fuerte era su vínculo. Se detuvieron en el andén, concentrados el uno en el otro. Eso me permitió colocarme junto a él sin que se diera cuenta. Y escucharlos. Salían desde hacía dos años, ella se lo hizo notar porque su aniversario se acercaba. Se hablaban con complicidad. Estaban hechos el uno para el otro. Ella era guapa, alta, y delicada. Le hacía reír, hablaban con una fluidez inefable. Estaban hechos el uno para el otro...

Volvió a detenerse. Necesitaba respirar. Ahora venía lo peor.

— Subieron al vagón. Y yo, destruida, convencida de mi derrota, sin futuro, los seguí. Todo el día. A cada segundo, mi alma se rompía un poco más. Con cada beso, con cada abrazo, con cada sonrisa, sentía algo dentro de mí reventando. El futuro ya no existía. La oscuridad se apoderó de mí. Absurdo, ¿verdad? Hoy día lo recuerdo, y me parece un sufrimiento tan absurdo, tan estúpido, que me tendría que causar gracia. Era una niña idiota teniendo reacciones propias de la edad. Pero no me hace gracia. Porque esa tarde marcó el inicio de mi depresión. Un terrible agujero del que nunca habría salido si no hubiera sido por esta pluma.

Suspiró de nuevo. Todo su cuerpo temblaba. Pero, aun así, se esforzó por continuar.

— Volví a casa. Me encerré en mi habitación. Y ya no volví a salir. En los siguientes cinco años, mi estado no dejó de empeorar. No dormía, devorada por la culpa. Me castigaba a mí misma y me culpaba de mi propia desgracia. Por cobarde, por estúpida, me había quedado sin la luz que tenía que iluminar mi vida. No comía, tenía el estómago lleno de asco hacia mí misma. No salía, no merecía volver a ver la luz del sol. Mis padres me tenían que forzar a comer y a hacer mis necesidades en el lugar donde tocaba, lo que todavía me dolía más. No me podía perdonar, no podía seguir con mi vida. A los veintitrés, me di cuenta de que mi cuerpo no aguantaría mucho más. Así que intenté la vida en cinco ocasiones. Pero estaba tan débil que nada funcionaba. A los veinticuatro, mis padres ya habían firmado los papeles para internarme en un hospital donde pudiera tratarme física y psicológicamente. Y todo por un mal de amores. Absurdo, ¿verdad? Aquel lugar me aterraba. No quería que me ayudaran. Sólo quería morir. Y un día, mientras me torturaba por enésima vez en mi habitación, apareció una pluma. Brillando con fuerza, me generó curiosidad. Al cogerla, me reuní con la Editora. Y al volver, ya sabía lo que tenía que hacer. Por fin sentía esperanza. Podía corregir todos mis errores. Ni siquiera me planteé que aquello fuera una alucinación. Lo hice, sin más. Y el resto... Bueno, ya lo conocen.

Se detuvo una vez más para calmarse. Su tono volvió a la normalidad. Parecía haber pasado lo peor.

Yo me sentía desbordado. No me esperaba una historia como aquella en Elizabeth. Y por un momento, di las gracias a la Editora por haber entrado en la vida de aquella chica perdida. Me alegraba saber que ahora vendría un relato mucho más amable.

Miré a Gutts.

Y su estado me generó mucha extrañeza. Tenía los ojos completamente abiertos, atónitos. Su cabeza pensaba en algo, pero era incapaz de descifrarlo. No parecía impresionado por la historia de Elizabeth. Más bien parecía fascinado, impactado. No lo entendía. Tampoco tuve tiempo de hacerlo: Elizabeth quería continuar, con la energía cargada.

— Volví al último curso de la primaria. Ahora era una niña con la cabeza de una adulta deprimida. Costó, pero conseguí adaptarme. Y recordé lo feliz que era escuchando lo que me contaba Xavier. Y, llegado el instituto, envié a freír espárragos las inseguridades. Me acerqué a él el primer día, e incluso me acoplé a su grupo de amigos. Volvimos a ser uña y carne. Quedábamos todo el grupo, o a veces solos, y charlábamos. Yo ya le conocía, sabía sus planes de futuro, sus gustos, sabía cómo le irían los estudios, recordaba de memoria todas las conversaciones que había tenido en otro tiempo. Y finalmente, a los diecisiete años, me declaré. Era el hombre con quien quería compartir mi vida. Y él me aceptó. Los siguientes años, y hasta su muerte, fueron los de una vida de ensueño. Él se convirtió en un arquitecto de prestigio, mientras yo me dediqué a una pasión descubierta de forma tardía: la enfermería. Mi cuerpo nunca me permitió tener hijos, pero esto nos sirvió para concentrar el amor en nosotros mismos. La llama no se apagó nunca. Y cuando, a los cincuenta y cinco, los médicos me detectaron una enfermedad degenerativa que afectaba mis huesos, Xavier decidió construir esta casa para mí. De un solo piso, donde todo fuera fácil para alguien como yo. Para cuando quedara relegada a la silla de ruedas, como ahora. Y aquí vivimos nuestros últimos años, hasta que un día se desmayó en el dormitorio. Su muerte fue repentina, inesperada, pero feliz. Sujetando su cabeza con mis manos, me dedicó una última sonrisa. Su muerte me hundió, pero ese dolor fue diferente. Era un dolor satisfecho. Ya no lo tendría nunca más, pero sabía que lo había recuperado. Le había hecho feliz. Este sentimiento fue el que me permitió afrontar su muerte. Hasta que, al volver...

Volvió a temblar. Ahora no lo entendía. ¿Por qué no encadenaba el relato con la actualidad? ¿Por qué se detenía?

Gutts dejó de mirarla. Cruzó los brazos y bajó la mirada, distraído y pensativo.

Los ojos de Elizabeth volvieron a oscurecerse. Y no parecía querer continuar.

— ¿A qué se refiere con "volver", Elizabeth? —pregunté, ansioso.

Ella mantuvo el silencio.

En ese momento, me di cuenta de que aún quedaban muchos agujeros. Elizabeth nos acababa de explicar el origen de la casa, su vida después de utilizar la pluma. Pero...

¿Por qué no constaban más documentos de ellos dos? ¿Por qué la casa no existía en el catastro? ¿Por qué sus padres y suegros estaban desaparecidos? ¿Por qué no figuraba en ningún lugar la muerte de su marido? ¿En qué hospital había trabajado ella y por qué no había rastro de su vida laboral? ¿Dónde estaban todos los efectos causados por los cambios del pasado?

Y había más... En teoría, Elizabeth había reiniciado su vida. Había vuelto a un punto anterior, pero no había modificado el tiempo en sí. Por lo tanto, ¿cómo era posible que ahora tuviera sesenta años? Debería tener veinticuatro de todos modos. ¿Era el envejecimiento un efecto secundario? Pero no era posible: ella vivió aquellos treinta y seis años con su marido, su envejecimiento no fue repentino.

Estaba lleno de dudas, y necesitaba resolverlas. Pero Elizabeth continuaba en silencio, temblando. Y por fin, se animó a hablar.

— Seguro que tienen muchas dudas. Soy consciente de ello, y la historia no termina aquí. Falta por explicarles mi penitencia. Pero no me siento capaz de hacerlo. No podría terminar el relato después de lo que he explicado ahora. No he querido pensar en ella demasiado por miedo a volver a sentir la culpa. Pero ustedes me lo piden, y tengo que hacerlo. Así que quisiera rogarles un favor. Continuemos mañana. Quisiera dedicar lo que queda de día a reflexionar y preparar un discurso que mis emociones no interrumpan. ¿Les importa dejarme descansar hasta mañana?

Su súplica era sincera y tierna. Enseguida se veía: estaba agotada, y aquella penitencia de la que hablaba no parecía un descanso. Mientras nos lo explicara, yo no tenía ningún problema con...

— De acuerdo. Nos vemos mañana. ¿Lo llevo a casa, Cross?

Gutts se levantó de repente. Aún con esa mirada extraña y pensativa, se dirigió hacia la puerta. Parecía tener prisa.

¿Qué coño le pasaba?

— No, yo me quedaré un rato...

— De acuerdo. Hasta mañana, pues —me interrumpió secamente antes de salir.

Arrancó el coche. Elizabeth y yo nos miramos, sorprendidos.

— He notado el cambio a medida que hablaba. No me gusta esa mirada que ha puesto. Intente hablar con él cuando vuelvan, señor Cross —señaló Elizabeth.

Asentí con la cabeza. Pero en ese momento, Gutts me importaba bien poco.

Ella se levantó. Con dificultad, y agarrándose donde podía, se acercó al sofá y se sentó a mi lado. Seguía temblando, se la veía frágil.

— Siento no poder continuar, de verdad. Y siento haberlos ocultado esto tanto tiempo —se disculpó.

Su ternura ablandó mi corazón. Mis miedos habían desaparecido. Sabía que ella no podía fallarme. Su historia era la de una pobre chica enamorada. Y a pesar de los agujeros y dudas, era incapaz de culparla por nada. Yo habría hecho lo mismo.

— Al contrario, querida Elizabeth. Perdón por obligarla a contar todo esto. Y gracias por compartir con nosotros su dolor y sus alegrías. No puedo más que admirarla aún más por lo que ha tenido que pasar.

Me sonrió. Con delicadeza, apoyó la cabeza sobre mi hombro. No opuse resistencia.

— Conocerlo me ha devuelto la vida, señor Cross. Es usted un encanto —dijo finalmente.

Nos quedamos en esa posición, en silencio, un buen rato. Ella pronto dejó de temblar y cerró los ojos. Un sueño discreto y dulcísimo se la llevó.

Cuando ya empezaba a oscurecer, me retiré, con cuidado para no despertarla. Dejé que se inclinara despacio hasta tumbarse en el sofá. Cogí una almohada de por allí y la coloqué bajo su cabeza para que durmiera con comodidad. Con tal de que lo tuviera fácil cuando se despertara, acerqué la silla de ruedas, que descansaba en un rincón.

Volví a casa a pie, reflexionando en la historia de Elizabeth. Llegué casi al atardecer, así que cené y me fui a dormir pronto. No me acordé de hablar con Gutts.

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