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¿Qué coño diferencia una autopista de una carretera?

Cuando me levanté y miré la hora que marcaba el despertador solté un grito de sorpresa e indignación. Las diez de la mañana. ¿Mi cerebro se había vuelto imbécil? ¿Cómo era capaz de permitirse perder tanto tiempo con todo lo que había en juego?

Aunque en cierto modo, tampoco podía culparlo. Con todo lo vivido en los últimos días, en algún momento mi cuerpo debía decir basta. O simplemente el autor de esto se había marcado una de sus cutres elipsis.

Tras llegar a casa, al mediodía, Queen y yo esperamos a Gutts sin éxito. Así que, ante el plantón, decidí hacerme algo rápido para comer y echarme una siesta mientras mi compañero estaba pendiente de la vuelta del viejo.

Una siesta... ¿Por qué coño Queen no me despertó?

En cuanto acabé de vestirme sentí el rugido de mi estómago, así que arrasé con todo lo dulce que había en la despensa y me tomé dos cafés seguidos. La cabezada al menos me recargó las pilas sobremanera. Ya me jodería que no fuera así después de tantas horas en los reinos de Morfeo.

Salí de casa con decisión. Si fuera un cursi habría dicho que, además, tenía ganas de comerme el mundo. En realidad, lo que quería era destruirlo. Pero oye, el optimismo estaba ahí.

Y allí me encontré a Queen, apoyado en la barandilla. ¿Habría estado ahí el día entero?

— Ya me había olvidado de que existías —bromeó.

— ¿Por qué no me despertaste?

— Lo pensé, pero decidí no hacerlo. Tienes muchas cosas en las que pensar.

Me acerqué a él y apoyé los brazos en la barra metálica, observando el horizonte. Cuando dijo eso, mi mente recordó algo del día anterior.

— Ayer te interesó algo después de que yo saliera de casa de Clea, ¿verdad?

No pareció esperarse esa pregunta. Pero no tuvo problemas en contestar.

— Me resultó curioso cómo 253 es capaz de enfurecerse y apagarse en cuestión de segundos. Cuando saliste por la puerta eras Kyle Cross, pero enseguida pasaste a 253, y en cuanto te detuve volviste a la normalidad.

La explicación de Queen me hizo reflexionar. Lamentablemente, empezaba a entender cómo funcionaban mis propios sentimientos y personalidad. Y me estremecía.

— Es que 253 no es un ente separado ni una personalidad creada, creo. Es una parte de mí. La parte de mí que gestiona la ira y la furia.

— Y hasta que no saliste del orfanato supongo que era lo único que había.

Volví a hundirme en mis pensamientos. No, Queen se equivocaba. Siempre hubo algo más. Escondido, oculto, agazapado. Y más tarde, ignorado. La imagen del niño que vi en mi última vuelta al pozo invadió mi mente.

— No, había algo más aparte de 253. Pero nunca salió. Creo que puede ser la clave para superarle. Una parte de mí todavía por escribir.

Queen me miró con extrañeza.

— ¿Entonces el plan es sustituir a 253 por esa parte de ti en cuanto a gestionar la ira?

Asentí.

— Creo que sí. O conseguir que yo mismo gestione mi ira. En eso habrá que trabajar.

Queen miró de nuevo al frente, aceptando mi propuesta. En ese momento caí en la cuenta de que llevaba un pañuelo rodeándole la boca, como la primera vez que le conocí.

— ¿Y ese pañuelo? Ya no hay necesidad de que ocultes tus manchas —pregunté, rindiéndome al cotilleo.

El chico me miró como si estuviera hablándole en chino.

— Nunca he ocultado mis marcas. Este pañuelo lo llevo por la contaminación del aire. Hay días en que me escuece todo por culpa de ella.

Una respuesta menos satisfactoria de lo que esperaba.

— Vaya, ¿así que ahora eres más sensible a la contaminación? Bueno, alguna desventaja tenía que tener tu cuerpo, ¿no?

— Sí, y una excusa más para reducir vuestra puta civilización a cenizas.

Intuí en el movimiento de su cara una sonrisa. No me hacía falta verla para imaginarla. No supe si reír o cagarme de miedo.

En ese momento me puse a reflexionar sobre mi antiguo compañero de orfanato. ¿Cómo gestionaba Queen la ira? Creo que su solución para enfrentarse a la frustración y el dolor de tantos años de tortura fue hacer de la furia su propio ser. Cierto era que reía, bromeaba, sentía compasión y tristeza. Pero aquello que dominaba su vida era el odio hacia una única cosa: el mundo que lo rodeaba. Sus planes de destrucción definían su forma de ser, y por ello había conseguido una existencia estable.

¿Sería esa una buena solución para mí? Seguramente sería la mejor forma de conseguir una estabilidad emocional. Pero lo descarté rápidamente. Con una esposa y una hija a las que amaba más que a mí mismo, usar el mismo método que Queen las destruiría. Tendría que prescindir, como Queen, de la capacidad de amar. Y sin ella yo sería incapaz de vivir. Así que sólo quedaba luchar porque ésta prevaleciera.

Oímos el ruido de una puerta. Gutts se unió en silencio a nosotros, en la barandilla.

— Buenos días —saludó.

— ¿Y Margareth? ¿Ya se la ha comido? –bromeé.

— Todavía duerme. Quiero que descanse. Ya llegará el día en que le toque acatar mis rutinas de hombre decente —respondió.

— Sus rutinas son militares, Gutts —le reproché.

— Los militares tienen algo que usted jamás va a entender: la disciplina.

— Ni falta que hace entenderla. Es otra inutilidad —intervino Queen.

— Por una vez estoy de acuerdo con el colega de mercurio —dije yo, con optimismo.

Gutts bufó, dejando claro su desprecio hacia nuestra forma de ver la vida. Decidí aprovechar ese segundo de silencio para ir al grano.

— Bueno, ¿descubrió usted algo ayer, Gutts? —pregunté.

El viejo se encogió de hombros.

— Nada. Alguna vez han llamado a alguno de mis hombres diciendo que habían visto a una chica con el cabello blanco deambulando por la noche. Pero cuando llegaron allí, no encontraron nada. Y mis contactos que, digamos, están "más en contacto con la calle" tampoco pueden decirme nada.

Me resultó cuanto menos curioso que Ana no hubiera aparecido ante él. Parecía tener la mirada puesta en mí, seguramente por influencia u orden del hijo de puta de las gafas. Ese sí disfrutaba sacándome de quicio.

— Pues nosotros nos la encontramos otra vez —informé.

— ¿En serio?

El tono desconfiado de Gutts me llamó la atención.

— ¿Pasa algo, Gutts? —pregunté.

— ¿Dos ataques en un día? No sé Cross, pero mi intuición me dice que algo está ocurriendo. ¿Por qué se rebela la chica justo ahora como aliada de nuestro objetivo? Y además justo después de matar a la señora Elizabeth. Nos están conduciendo a algún lado.

No podía descartar la hipótesis de Gutts. Seguramente su intuición no se equivocaba. ¿Pero qué más nos quedaba aparte de seguirles el juego con suma precaución? Y además, la chica había cometido un error.

— Es muy posible que tenga razón Gutts, pero en el ataque de ayer conseguimos algo que ellos no esperaban que cayera en nuestras manos.

Gutts me miró con interés. Yo saqué cartera rescatada y recuperé el carné. Se lo di al inspector, que lo examinó con detenimiento durante un rato.

— Vaya, no negaré que es una sorpresa y una gran noticia. Y he visto muchos carnés de identidad falsos. Sé cómo los hacen. Pero este, si es una falsificación, es excepcionalmente buena, porque no encuentro ningún defecto. ¿Cómo lo conseguisteis?

Queen levantó la mano.

— Aquí el menda recibió un garrotazo de la chavala, a lo cual contraatacó rajándole el pantalón —informó.

Gutts asintió y siguió mirando el carné. Su cara, de repente, se desencajó. Se llevó una mano a la cara y suspiró con decepción. Esa reacción me preocupó.

— ¿Pasa algo? —pregunté.

— A ver, recapitulemos. ¿Cómo se llama la ciudad donde vivimos, Cross?

No entendía a qué venía esa pregunta, pero debía seguirle el razonamiento si quería saber qué cruzaba por su mente.

— Meltdown —contesté.

— Exacto. Y es una ciudad de aspecto estadounidense, ¿no?

— Bueno, es más bien una mezcla cutre y mal planteada entre Barcelona y una ciudad aleatoria de Estados Unidos.

— Ya, pero no me negará que vivimos en un estado norteamericano. Mi cuerpo de policía se parece más a los cuerpos de las series americanas que europeas. Usted se llama Kyle Cross, yo Peter Gutts y éste de aquí Daniel Queen. Todo Dios tiene nombre anglosajón.

— ¿Qué intenta decirnos, Gutts?

— ¿Me puede alguien explicar qué cojones pinta aquí una tal Anna Santllehí Blancafort? ¿A qué coño viene un nombre y apellidos tan absurdamente catalanes en una puta historia de detectives al estilo norteamericano?

¿En serio tantas vueltas para llegar a esa gilipollez?

— ¿Desde cuándo ha sido la coherencia y la integridad de su worldbuilding señas de identidad de esta historia? —respondí.

— Ya, lo sé perfectamente. Pero en mi interior guardaba algo de fe en que no viviésemos en un caos absurdo. La madre que me parió.

Me encogí de hombros. Hacía ya tiempo que yo había decidido ni siquiera plantearme el sinsentido de lo que me rodeaba.

— Además de una sociedad de mierda, vivimos en un mundo de mierda en una novela de mierda. ¿Ves por qué hay que volarlo todo por los aires?

Y se añadió Queen con su aportación habitual.

Gutts volvió a suspirar, quitándose la pesadumbre de encima.

— Bueno, la cuestión es que ni siquiera hace falta buscar. Sé quiénes son los Santllehí. Gente de poder y riqueza. Dejadme hacer una llamada para recordar su dirección.

El viejo se apartó y sacó el teléfono móvil. Yo me volví hacia Queen.

— Si vamos a interrogar a esa gente será mejor que te controles, Queen. Y que te vistas con ropa que no tenga los brazos destrozados —dije.

— Te puedes meter tu protocolo por el culo.

Y bueno, pues nada. Esa era su respuesta. No podía decir que no la esperara.

Gutts colgó el teléfono y regresó.

— Muy bien, ya lo tengo. ¿Nos vamos?

Queen y yo asentimos.

— Iré a avisar a Margareth de que estaremos fuera hasta el mediodía.

El viejo entró en casa y volvió a salir al poco. Caminamos hasta su coche y nos montamos en él. Queen iba detrás. Nos adentramos con el tanque negruzco por las callejuelas de pequeñas casas y pisos bajos que, siguiendo el arbitrario orden que a sus dueños originales se les antojó, poblaban las afueras de Meltdown.

No sabía a dónde íbamos, pero si nuestro destino era el centro tardaríamos media hora en llegar. O quizá más, dependiendo de cómo se portara el insoportable tráfico de la mañana y los incomprensibles semáforos que tocaban los cojones todo el día.

No costó mucho entrar en la jungla de edificios, pero avanzábamos más despacio de lo que deseábamos.

— ¿Y qué tal fue con su esposa, Cross? —preguntó Gutts, rompiendo el silencio que perfumaba el interior del vehículo.

Sentí el dolor de nuevo.

— Mal. Discutimos. Está convencida de que la que nos atacó no puede ser la chica. Ni siquiera me compró que pudiera estar siendo engañada. Así que la visita sirvió de poco.

— En cierto modo la entiendo. Todo esto huele a chamusquina. ¿Por qué revelarse ahora como enemiga? Ese cabrón siempre ha actuado en solitario, esperando al momento justo para atacar. Y ahora nos lanza al esbirro dos veces en un día. ¡Y llevando documentación encima! Hay que tener una razón para hacerlo o bien ser un loco o un imbécil.

— Y podemos descartar esas últimas dos posibilidades —comentó Queen con acierto.

— Podemos conjeturar mucho, pero lo único que sabemos es el nombre de la chica, así que hay que tirar del hilo y ver dónde nos lleva —dije yo.

— No le negaré que me pone muy cachondo ir a por unos burgueses de mierda como los Santllehí —confesó Gutts, con su orgullo marxista sacando pecho.

— ¿Quiénes son, por cierto?

— La gabardina que lleva usted, Cross, es de una de sus marcas.

Me miré un segundo la ropa. Nunca había reparado en dónde me compraba la ropa. Siempre lo hacía en la misma tienda. Gutts continuó su explicación.

— Tienen una empresa familiar, un grupo gigantesco de empresas dedicadas a ropa. Son la cuarta fortuna de este país y una de las principales del mundo. El actual consejero delegado es Joan Santllehí, y tiene cuatro hermanos más. La chica que buscamos es su hija, sin duda, puesto que Joan está casado con una Blancafort.

— Y como todo en esta novela, supongo que al autor de esto todavía no se le ha ocurrido un nombre para ese grupo de empresas, ¿no?

— ¿Acaso dudaba de su inoperancia?

Tuve que reírme. Qué remedio había.

— Es curioso que la Editora haya elegido a una chica como ella. Su criterio de selección de Escritores cada vez me parece más inconsistente —dije.

— Bueno, no se puede decir que sea una persona muy equilibrada —respondió Queen.

En eso tenía razón. Miré a Gutts y caí en algo.

— Oiga, Gutts, ¿y usted se sabía de memoria la dirección de esta gente?

Mi pregunta le extrañó.

— La había olvidado, por eso he hecho la llamada, pero sí. Esta es mi ciudad y a los explotadores y neoliberales como ellos los tengo controlados. A la mínima los largo de aquí, por muy influyentes que sean.

— Tiene usted sesenta tacos y habla como un chaval de quince.

— La diferencia entre un chaval de quince y yo es que yo sí he leído a Marx. Y, además, he entendido lo que leía.

Su respuesta me sacó otra risa.

Touché —proclamé.

El silencio volvió a instalarse en el interior del coche. Y no se retiró hasta llegar a un opulento barrio del Distrito Sur. El paisaje cambió drásticamente: enormes casas con patios amurallados se disputaban el espacio junto con pantagruélicos rascacielos, unas veces dedicados a carísimas viviendas y otras a lujosas oficinas.

Tardamos un rato en encontrar aparcamiento. El orgullo de Gutts tampoco ayudó: pasamos de largo dos buenos lugares porque, seguramente, al viejo le daba vergüenza colocar su modesto tanque entre lustrosos coches eléctricos de blanco impoluto y precio desorbitado.

Salimos del automóvil y empezamos a caminar, guiados por el inspector, entre esas calles desiertas, deshumanizadas. En aquellos barrios uno no podía dejar de sentirse extranjero en su propia ciudad. El propio aire parecía más hostil incluso que en el peor barrio imaginable. Quizá porque la gente más desafortunada era un reflejo de aquello en lo que todos podíamos acabar si nuestra vida descarrilaba. La gente afortunada, en cambio, era el espejismo que todos descartamos como probable en cuanto empezamos a entender cómo funciona el mundo.

Tampoco podía negar mi apego a las sucias calles de los barrios modestos: yo también viví en ellas durante dos años. Aún las sentía mías.

Por fin nos detuvimos, en un lugar medianamente apartado en el que no había ningún vehículo caro que pudiera compararse con el sucio todoterreno del viejo. Bajamos y nos dejamos guiar por Gutts.

No tardamos mucho en llegar. Un edificio colosal se levantaba ante nosotros.

— Aquí estamos —informó el inspector.

— ¿Seguro que habrá alguien a estas horas? —pregunté

— No lo sé. Si no hay nadie vamos a la sede de la empresa. He escogido venir aquí primero porqué he supuesto que sería más sencillo acojonar a los porteros —rebatió.

— Bueno, con las pintas que llevamos lo de acojonar lo hacemos bastante bien.

— Y si no se acojonan con nuestras pintas saco las pinzas —dijo Queen.

Gutts i yo lo miramos con enfado.

— Ni se te ocurra —dijimos a la vez.

El chico se encogió de hombros.

— A ver, para que os quede claro: entramos, nos vamos al portero o vigilante y le enseño la placa. Si acceden, subimos y todos contentos. Si no, yo me encargo —ordenó Gutts para asegurarse de que ninguno la cagaba.

— ¿Entonces no hacemos nada? —se quejó Queen

— No, y tú menos —respondí yo.

El chico suspiró con fastidio.

Los tres dimos los primeros pasos para adentrarnos en lo que seguramente iba a ser el vestíbulo más espectacular que habíamos visto jamás. Queen y Gutts se colocaron delante de la puerta, dispuestos a irrumpir.

Yo me quedé atrás. Y quizá por curiosidad, por querer echar un último vistazo a ese barrio irreal, miré detrás de mí.

Un súbito brillo me deslumbró. Entrecerré los ojos para poder ver mejor un destello que asomaba por uno de los callejones.

Vi unos largos y preciosos cabellos blancos sobre los que rebotaba la luz del Sol, convirtiéndolo en un estallido cegador. Vi a una chica, asomándose en un callejón lejano. Observándome con aparente timidez, tratando de no ser vista.

— ¡Gutts, Queen! ¡Está allí!

Ellos se giraron al instante, pero yo ya había comenzado a correr. Saqué la pistola y la mantuve en la mano mientras aceleraba. Ella reaccionó rápido: salió del callejón y giró la calle, desapareciendo de mi vista. Pero yo no me detuve.

Llegué hasta el giro y mis ojos volvieron a localizarla. Esta vez corría en línea recta. No perdí el tiempo. La carrera se prolongó varios minutos sin avance de ninguno de los dos. Cuando yo parecía roer unos metros y acercarme a ella, la chica aceleraba y me daba esquinazo.

Giró hacia una de las calles más anchas. Estiré el brazo en pleno movimiento, apuntando con la pistola a sus piernas.

Pero ella respondió sacando la pluma. Dibujó un trazo en el aire, y al instante su cuerpo empezó a brillar. Su melena ondeó al viento como una masa de energía. Alzó los pies del suelo. Y salió disparada a una velocidad endiablada.

Chasqueé la lengua. No podía perseguirla en ese estado. Iba a escaparse otra vez.

Un claxon a mis espaldas detuvo mis pasos. Por mi izquierda apareció un tanque grisáceo.

— ¡Suba! —ordenó Gutts, con prisas.

Justo a tiempo. Le hice caso y tras cerrar la puerta nos lanzamos de nuevo contra ella, acortando las distancias e igualando su velocidad.

Avanzamos unas cuantas calles con el mismo tira y afloja de la carrera a pie. Cuando Gutts pisaba al máximo el acelerador, la chica aceleraba. El secreto de la persecución estaba, pues, en aprovechar bien los giros y en mantener el ritmo hasta que nuestra presa cometiera un error.

— Creo que intenta llevarnos a algún sitio —comentó Queen en medio de la persecución.

— ¿Por qué lo dices? —pregunté

— No ha desaparecido de repente como la otra vez. Si lo que hace es huir, ya podría haberlo hecho.

El chico de metal tenía razón. En los dos encuentros que tuvimos, ella se esfumó con la misma celeridad que el cabrón de las gafas. Y la primera vez que la vimos, usó un estallido de luz.

Miré al frente otra vez. Eso parecía. Nos estaba guiando a algún sitio. Gutts parecía perdido en otra dimensión: su cara estaba concentrada en la carretera, endurecida por la tensión.

Salimos del barrio rico y nos internamos en las carreteras del Distrito Sur. Era un problema, pues en ellas sí había tráfico. La chica volaba entre y por encima de ellos con una gracilidad exquisita. Verla era un espectáculo. Lástima que nuestro trabajo no era contemplarla sino atosigarla.

Gutts bufó. La tensión emparedó sus brazos y manos, con los que agarraba el volante como si deseara arrancarlo. Y sacó a relucir sus décadas de experiencia persiguiendo al mal. Sin sacrificar un ápice de velocidad, esquivaba todos los coches que se cruzaban en su camino con precisión de cirujano.

Queen abrió la ventanilla izquierda de atrás.

— ¿Qué haces? —pregunté con nervios.

— ¡Pasar a modo manual! —exclamó mientras salía por la ventana y escalaba hasta el techo del vehículo.

Oímos unos ruidos desde dentro que ya sonaban familiares.

Lo siguiente que vi fue la aparición de un monstruo ante nosotros. Queen había sacado seis enormes extremidades nuevas de su cuerpo. Las cuatro delanteras eran iguales, hechas para agarrarse. Pero las dos últimas parecían... Un puto grillo. El chico acababa de imitar la estructura de un insecto saltador para perseguir él mismo a su presa.

Aterrizó sobre un coche que jamás hubiera esperado tener encima de él a semejante aberración. Y pegó un salto quilométrico. Absurdo. Se pasó de frenada, así que clavó sus otros cuatro brazos en el suelo y derrapó, reduciendo su velocidad y destrozando el asfalto hasta la chica. Cuando la tuvo justo delante, se impulsó hacia ella con la intención de atraparla mediante sus manos humanas.

Pero ella lo esquivó grácilmente en el aire. Queen se saltó de nuevo, esta vez con dos de los brazos con los que se sujetaba, mientras con los restantes mantenía la velocidad.

Pero ella volvió a evitarlo con un sutil movimiento hacia un lado. El empeño de Queen no decayó, y siguió atosigando sin éxito a Anna. Ella, casi como movida por el viento, convirtió un cruento combate a toda velocidad en un baile delicado. Los coches no tenían tiempo de reaccionar ante lo que pasaba: muchos acababan sirviendo de soporte a Queen y, ante el susto, se detenían en seco. Gutts era lo bastante hábil para detectarlos y acelerar para adelantarlos lo máximo posible. El caos detrás de nosotros empezaba a oírse.

De repente, Queen dio un nuevo salto con sus patas de grillo, lo que lo situó varios metros por delante de la chica. Ella preparó algo: sacó la pluma y ésta empezó a brillar aún más. Vi sus manos asomar sobre los hombros, con el plumín mirando hacia nosotros, como si sujetara algo más pesado.

Tuve un mal presentimiento. Ambos preparaban su ataque, su última carta. Podía salir muy bien o ser un desastre catastrófico.

Empezó. Queen se ubicó justo delante de su presa y saltó de nuevo con sus patas de insecto. Ni siquiera pude verlo en movimiento. En cuanto pestañeé, ya estaba ante Anna. La pluma de la chica soltó un nuevo destelló y surgió de ella un enorme haz de luz. Descargó el golpe a la vez que su depredador se lanzaba contra ella.

Lo último que vi fue a Queen partiéndose por la mitad. O casi. La espada lumínica de la chica había cercenado su mitad izquierda. Sus piernas y brazos volaron, e incluso vi un pedazo de su rostro dirigirse hacia nosotros.

Gutts dio un volantazo para esquivar el inerte cuerpo que se nos venía encima, junto con un chorro de sangre oscura que tiñó los vehículos cercanos.

El inspector, tan pasmado como yo, se giró.

— ¡Queen! —gritó.

Tuve que hacer acopio de sangre fría. Ese ataque no lo había matado, estaba seguro de ello. Era un ser insoportablemente duro de roer. Y aunque fuéramos a socorrerlo, nos sería imposible hacer nada. La medicina humana no servía. Y vete a saber qué ocurriría si usara "felicidad" en su cuerpo. Quizá incluso volviera a ser humano, castigo peor que la muerte para Queen.

— ¡Déjelo, Gutts! Ya se las apañará para alcanzarnos. No pierda de vista a la chica,

Mis palabras surtieron efecto. El viejo volvió a clavar su mirada en la carretera y la persecución continuó a pesar de la baja.

Ana pareció acelerar, pero Gutts consiguió mantener la distancia. Semáforo tras semáforo, con la tontería, nos estábamos acercando a la salida del Distrito Sur. Nos saltamos la última señal y enfilamos la autopista. O la carretera. Nunca he sabido diferenciar unas de otras.

Desaparecieron los edificios a nuestros lados y los árboles y naves industriales de las afueras los sustituyeron. El asfalto ahora estaba menos transitado, con lo que Gutts tenía más margen.

Saqué la cabeza por la ventana y examiné mis recursos. Si disparaba a esa velocidad no le daría de ninguna forma. Tampoco se me ocurría cómo usar la pluma.

Y entonces, en un súbito salto, la chica cambió de carril.

— ¡Mierda! —se quejó Gutts.

Un enorme quitamiedos de hormigón separaba los carriles de ambas direcciones. Si no hacíamos algo al respecto, en cuanto hubiera una bifurcación habríamos perdido a nuestra presa.

Tuve una idea. Debíamos atravesar ese muro de hormigón como fuera. Agarré la pluma y posé su plumín en el techo del vehículo. "Valentía".

— Gutts, he escrito "valentía" en el coche. Atraviese el quitamiedos y persigámosla desde el otro carril —sugerí.

El viejo me miró como si me hubiera vuelto loco.

— ¿Está usted bien de la cabeza? No voy a ponerme a conducir en contradirección. Es peligroso tanto para nosotros como para los demás conductores.

— Si no lo hace la perderemos. ¿Cómo va a seguirle el ritmo desde aquí? ¿Y si se mete en una carretera secundaria?

Pero Gutts no contestó. Mis nervios aumentaban por momentos. El tiempo seguía corriendo y como no hiciéramos algo nuestros esfuerzos habrían sido en vano.

Momentáneamente, el tráfico respiró en el carril contrario. Gutts bufó.

— ¡A la mierda, joder!

Y tras el grito, el viejo dio un nuevo volantazo. El coche reventó el quitamiedos, desperdigando pedazos de hormigón con los que deberían lidiar los que se dirigieran a la ciudad.

Con la misma habilidad, entre bocinas de conductores enloquecidos ante la imprudencia, Gutts condujo esquivando todo lo que se dirigía hacia él. Su cara todavía se tensó más.

Yo me harté. Me alcé y saqué la cabeza por la ventanilla. Luego el tronco. Y me senté, con los pies sujetos al asiento y el trasero posado en la parte inferior de la primera. Con un esfuerzo inhumano, y casi perdiendo el equilibrio en un par de ocasiones, saqué el lanzacohetes.

— ¿Qué cojones hace, Cross? —exclamó Gutts.

— Disparar confeti. ¿No lo ve? —respondí.

— No pretenderá ponerse a lanzar bazokazos en medio de la puta carretera, ¿no?

— Esto es ficción, Gutts. Déjeme que haga lo que quiera.

Apunté y disparé. Pero el viento, la velocidad y el tamaño de esa cosa no ayudaron. El proyectil siguió el rumbo que le dio la gana y se estrelló contra el quitamiedos, a unos metros de la chica. Por suerte, no había ningún coche cerca.

Me preparé para disparar otra vez.

— ¡Cross, por el amor de Dios, deje de hacer el imbécil! ¡Va a provocar una desgracia!

Gutts empezaba a sacarme de quicio.

— ¿Y qué coño quiere que hagamos, entonces? —le grité.

— No lo sé, pero me niego a causar una masacre. ¡Como vuelva a disparar detengo el coche ahora mismo!

Mierda. Él conducía, así que me tenía cogido por los huevos. Mi furia aumentó, enrojeciéndose mi mirada.

Oí un golpe detrás de mí. Me giré y vi a alguien encima del techo del coche.

— ¡Queen! ¡Estás vivo!

El chico me miró con fastidio. Una mitad de su cara estaba totalmente negra y tenía el ojo izquierdo cerrado. Seguramente se estaba curando de las heridas. La mitad de su ropa también estaba destrozada.

— Hacen falta un par de decapitaciones para acabar conmigo —comentó.

— ¿Cómo nos has alcanzado?

— No me jodas. Esto es una puta línea recta. No tiene pérdida.

Hasta que no respondió no me di cuenta de la estupidez de la pregunta.

— Intentaré ir a por ella otra vez —propuso.

— ¿No puedes hacerte unas alas o algo así y perseguirla en el aire?

— A ver, imbécil. Mi cerebro sigue siendo humano. ¿Te imaginas acaso lo que cuesta coordinar más de cuatro extremidades? Y encima dos de ellas con una estructura completamente distinta. He intentado muchas veces hacerme unas alas funcionales, pero no hay manera de hacer que se muevan de forma decente.

— Nos pasamos las normas por el forro en unas cosas y en otras parecemos soldados siguiendo órdenes. Esta novela es un puto desastre —me quejé.

— Mierda —soltó Queen, de repente.

— ¿Qué pasa? —pregunté

— Nos acercamos a un túnel. Será difícil perseguirla ahí dentro.

Miré al frente y corroboré que el chico tenía razón. Estábamos a punto de adentrarnos en uno de los túneles que cruzaban las montañas colindantes a la ciudad. Queen no podría realizar sus piruetas en el aire.

Guardé el lanzacohetes y me metí en el coche otra vez, mientras mi compañero seguía agarrado al techo del vehículo.

La seguíamos a buen ritmo a pesar de los coches que venían de frente. La habilidad de Gutts era impresionante, aunque empezaba a notar en él el desasosiego. No aguantaría mucho.

Entramos en el túnel. Y desde dentro sentí cómo Queen se preparaba para saltar. Ya me había acostumbrado a los odiosos ruidos que salían de su cuerpo cuando creaba alguna extremidad nueva.

Y al mismo tiempo, vi a la chica dibujar algo con la pluma. Me puse en alerta.

Hasta que un blanco impoluto nos dejó completamente ciegos. El túnel se iluminó con un resplandor tan fuerte que tuvimos que cerrar los ojos al instante.

Los reflejos de Gutts actuaron bien, como siempre. Frenó en seco a la vez que daba un volantazo a la izquierda. Lo siguiente que sentí fue la sacudida al golpear con el vehículo la pared. Y mientras recuperábamos la vista, sólo nos quedaba rezar para que ningún coche se estrellara contra nosotros.

Por suerte, no ocurrió. La chica, no sé si por suerte o por desgracia para ella, parecía haber elegido un momento de poco tránsito para lanzar el destello. Como nosotros, los coches delante y atrás de nosotros se habían detenido. Y al fondo parecía haber habido un choque.

Tras comprobar la situación saqué la cabeza de la ventanilla enseguida. Vi el brillo de Ana alejarse por la salida del túnel. Había cambiado de dirección aprovechando el resplandor.

— ¡Deprisa, Gutts! ¡Se nos escapa!

Pero el viejo no parecía dispuesto a escuchar. Se había recostado en el asiento con los ojos cerrados, soltando la tensión a través de un largo suspiro. Entonces me miró, con cierto enfado.

— No. Ya la hemos perdido, Cross. Nos vamos a casa —dijo.

Sus palabras me indignaron al instante.

— ¿Cómo que nos vamos a casa? ¡Si no arrancamos ahora perderemos una oportunidad de oro! —exclamé.

— Le he dicho que nos vamos a casa. Ya se ha marchado. No hay nada que hacer.

La confusión se unió a mi cabreo. Golpeé la puerta del coche, frustrado.

— ¡Pero si se suponía que nos estaba llevando a algún lugar! ¿En serio nos vamos a rendir ahora?

— Te equivocas, Cross.

Miré hacia la ventanilla. Queen me miraba desde fuera del coche. Era sorprendente que hubiera aguantado encima del automóvil tras tanta sacudida.

— ¿Qué quieres decir? —le pregunté, desconcertado.

— Esa chica estaba huyendo de nosotros.

El desconcierto fue a mayores.

— ¿Cómo lo sabes?

— Me enfrenté a ella directamente. Vi su cara. Estaba aterrorizada. Su rostro era más el de una presa acorralada que el de alguien con un plan.

— Pues las dos veces anteriores no parecía tener miedo de ninguno de nosotros —rebatí.

— Lo sé. Yo tampoco entiendo nada.

La impotencia se me vino encima como una losa gigantesca. Suspiré, apoyando la cabeza en el asiento.

— En fin. Llamaré a mis chicos para que vengan a echar un vistazo a este desastre. En cuanto podamos nos vamos —anunció Gutts.

— Pues si viene la pasma yo me largo. Nos vemos mañana, que tengo que guardar reposo para que esto se cure como Dios manda —dijo Queen.

Nuestro compañero se marchó caminando y desapareció de mi vista. Seguramente volvería a la ciudad dando saltos.

Me llevé el puño a los labios. Y casi sin ser consciente de ello, empecé a morderme el dedo índice hasta hacerme daño. Pero poco me importó. La impotencia, la frustración y la furia me decían que mordiera con aún más fuerza.

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