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Presenciando el horror

Por fin llegué al puerto. Lo que quedaba ahora era buscar la dichosa nave con la puerta roja.

Acababa de cruzarme media ciudad a bastante más de la velocidad permitida en las calles de Meltdown. La tardanza de Clea me había desesperado tanto que ya había recorrido prácticamente todos los parques de la ciudad varias veces. Y para rizar más el rizo, cuando la llamada de la esposa de Cross finalmente se produjo, resultó que yo me encontraba en la punta opuesta al puerto.

Habíamos tardado demasiado. Ya no quedaba en mí esperanza de poder detener a Cross. Sólo podía intentar mitigar el daño que estuviera ya hecho.

Seguí avanzando con el coche, observando cada pequeño edificio que pareciera mínimamente ruinoso. Abrí todas las ventanillas, esperando oír los ruidos de la batalla. Pero lo único que me acompañaba en mi patrulla era el inquietante seseo del mar. Mala señal. Empezaba a ponerme muy nervioso.

De repente, sonido. Un chirrido agudo y largo. Como una puerta oxidada que se abre y cierra a duras penas, gritando de la agonía. La puerta de una nave abandonada. No estaba lejos. Me dirigí allí ipso facto. El sonido se detuvo a medio camino, pero a mi mente se le había quedado grabada a fuego la localización aproximada de ese estruendo. Giré una esquina i la vi: la puerta roja.

Y junto a ella, él. El cabrón de las gafas. El artífice de todo. Sentí un escalofrío. En cuanto me vio me dedicó una sonrisa. Acababa de cerrar la gigantesca puerta y se disponía marchase. Pero nuestro encuentro lo interrumpió.

Aparqué el coche ahí mismo y salí. Caminé hacia él con la pistola preparada. El cerdo llevaba el cabello recogido en una coleta, y sus ojos amarillentos brillaban como los de un gato en mitad de la noche. Pocas veces he visto una mirada que expresase tanta maldad con un orgullo tan insultante.

Detuve mis pasos a unos pocos metros de él. Y no dudé en encañonarlo.

— Es una bonita noche para encontrarnos, inspector Gutts —saludó.

— Tú... Tú no estás loco, ¿verdad?

Se encogió de hombros.

— Creo que la pregunta correcta sería cuándo he dejado de estarlo.

— He conocido a muchos locos en mi vida. Locos que han llegado a cometer verdaderas atrocidades. Pero en todos ellos fue la locura la que provocó esos sucesos, no ellos. Tus actos, en cambio, responden más bien a otro fenómeno con el que también trabajo mucho: el mal.

El hijo de puta se echó a reír.

— Es gracioso porque a yo he sido certificado como loco por unos y malvado por otros. Seguro que eres de los que piensan que existen el bien y el mal, inspector.

Su tono de listillo empezaba a ponerme hecho una furia.

— Y seguro que tú eres de los que piensan que no existe el bien.

— Ni el bien ni el mal existen, Gutts. Sólo intereses que se cruzan. Jamás tildaría de malvadas las acciones de alguien, pues todos actuamos creyendo que hacemos el bien. Y los nuestros siempre creen que el bien nos guía. Son los otros los que dicen que hacemos el mal. Y los otros, claro, tienen a los suyos que los apoyen y sus intereses, que, por supuesto, son el bien. Y la moral cambia con cada época. Algún día quizá comprendamos la muerte y el matar personas deje de ser considerado un acto malvado. Al final, el bien y el mal son conceptos demasiado grandilocuentes como para ser aplicados a seres tan simples como los humanos. ¿Has leído alguna vez a Arendt, inspector?

Si ya sentía asco por semejante escoria, ahora batallaba conmigo mismo para no coserlo a tiros.

— La conozco, por supuesto, pero no la he leído. Y no pienso continuar con este debate propio de un psicópata.

Soltó otra carcajada. ¿Qué le resultaba gracioso de lo que acababa de decir?

— Lástima. Hoy en día es difícil encontrar con quien debatir. Lo más parecido que puedes encontrar son batallas de gallos en las que se decide quién la tiene más grande. La moral, claro.

— Déjate de bromas y dime de una vez qué haces aquí. ¿Ya tienes lo que buscabas?

Suspiró, haciendo patente su decepción. Me importaba un rábano. Si no hablaba, pensaba dejarlo como un colador.

— Sí y no. Mi intención esta noche era conseguir por fin las dos plumas que me faltaban. Pero... Después de ver el espectáculo... Digamos que he recapacitado y sólo me he llevado la de la chica. Además, no quiero quitaros el privilegio de convertiros en mis objetivos, después de lo bien que lo hemos pasado todo este tiempo. Alégrate: ¡ha llegado el momento de que por fin nos enfrentemos cara a cara!

— ¿Por qué hacerlo así? ¿Por qué tienes la necesidad de hacer tanto daño? ¿Te divierte?

Mi pregunta pareció sorprenderle y agradarle a la vez.

Homo homini lupus, inspector. Nuestros intereses, en menor o mayor medida, siempre perjudicarán a otros. No tengo nada en vuestra contra. Pero suelo cubrir mis intereses con el mínimo riesgo posible. Y además soy un tío muy impaciente. Esa combinación no es muy compatible con una solución beneficiosa para todos.

Disparé. Ya me tenía hasta los huevos. Como siempre, desapareció sin más. Ya contaba con eso.

Lo importante era examinar el estado de Cross y de la chica. La presencia de ese cerdo me hacía esperar las peores noticias. Así que con las manos temblando, agarré la puerta oxidada y la abrí, cargándome el silencio de aquella noche fatídica. Entré, con el corazón enloquecido.

Un montón de escombros. Agujeros en el techo, suelo y paredes. Varios cristales rotos.

Y en el centro de la habitación, dos personas tiradas en el suelo. Eran ellos.

— No. No puede ser.

No me lo creía. La lejanía y los nervios me estaban jugando una mala pasada. Así que detuve mis prisas. Caminé, lentamente, hacia los dos.

— Cross... No...

Seguí avanzando. Y finalmente paré. Tardé varios segundos en percatarme de que lo que estaba viendo era real. No era una ilusión. Había ocurrido de verdad. Ni media vida como policía te prepara para ser testigo de algo que jamás creerías posible. Pero había ocurrido.

Mis ojos estaban presenciando el horror. El mayor horror que habían presenciado nunca.

Mi cerebro recordaba muchas escenas parecidas a aquella. Habían sido el día a día del Toro de la Central. En la desesperación, intenté repasarlas todas, una detrás de otra. Pero no había manera. No conseguía hallar en mis recuerdos un instante tan terrible como el que ahora se grababa en mi retina. Y el artífice de todo aquello era mi mejor amigo.

Me llevé las manos a la cara. Me derrumbaba. Todo en mi interior se precipitaba al vacío. Las lágrimas estaban a punto de brotar.

Pero me contuve. Como hice en mi juventud para salvar a mi madre. Como hice para encontrar al asesino de Margareth. Como hice para intentar recuperar la pluma de Elizabeth.

Ya estaba muerto, pero tuve que resucitarlo. Aparté a Peter Gutts y me convertí de nuevo en el Toro de la Central. Mis nervios se pausaron y la frialdad del investigador aclaró mis pensamientos.

Me acerqué y me agaché para ver la escena más de cerca. La ropa de ambos estaba destrozada, pero la de Cross aún se sujetaba a su cuerpo. La de la chica, en cambio, había sido arrancada a pedazos. Su cabello, por cierto, había perdido el color blanco tan bonito que la caracterizaba. Desconocía qué podía haber causado aquello. Estaba prácticamente desnuda. Ambos estaban inconscientes, pero tras tomarles el pulso constaté que seguían vivos. La Santllehí, eso sí, respiraba a duras penas.

De hecho, me costaba creer que alguien pudiera seguir vivo tras soportar lo que ella parecía haber padecido. Uno de sus brazos parecía haberse roto por varias partes. Sus piernas no estaban mucho mejor. Y el resto de su cuerpo...

Decidí apartar la mirada. Ya se encargarían los médicos de esclarecer qué tipo de lesiones tenía. Examiné a Cross. Vi una piedra cerca de él, manchada de sangre. No había usado sólo su fuerza. Un hombre de la constitución de Cross lo tendría difícil para romperle un hueso a alguien. La roca habría sido de ayuda, junto con el impulso que seguramente le habría dado la fortaleza que solía escribir en su ropa.

Él también había recibido su parte. Aquello había sido una auténtica batalla. Sus heridas, claro, no eran comparables a las de la chica. Pero los golpes, moratones, arañazos y mordeduras que tenía en brazos y tronco no eran baladí. Unos primeros auxilios serían suficientes, pero ocuparse de todas las lesiones llevaría su tiempo.

Le di la vuelta, pues estaba boca abajo, casi tocando a Anna. Parecía haberse desplomado justo delante de ella. Miré hacia su cintura: quería constatar algo. Y me equivoqué. La bragueta seguía cerrada. No la había penetrado. Y a pesar de ello, se había encargado de hacerle el mayor daño a los genitales de su víctima. Incluso en mitad de la barbarie, poseído por la bestialidad más monstruosa... ¿Era capaz de pensar en serle infiel a su esposa? Quizá estaba sacando demasiadas conclusiones. Seguía sin ser capaz de pensar en Cross como un...

Era momento de parar. Me levanté y me dirigí a la puerta. No quería seguir viendo aquello. Las dos plumas yacían en el suelo, brillando en mitad de la melancolía. Las recogí y me las guardé en bolsillos separados de la gabardina.

Debía llamar a una ambulancia lo antes posible. Ojalá hubiera podido mantener la discreción. Pero las heridas de Anna Santllehí no eran algo que pudiera curar en mi casa.

En cuanto salí del edificio oí lo que parecía ser el motor de un automóvil. Se acercaba.

Cerré al instante la puerta y me preparé para lo que pudiera venir. Apareció: un coche negro, de pequeño tamaño, aparcó junto al mío. Y de él salió Clea, la esposa de Cross.

Mierda.

Corrió hacia mí. Iba hecha unos zorros, parecía haberse vestido con lo primero que había encontrado.

— ¡Gutts! ¡Gracias a Dios que estás aquí!

— Clea...

— ¿Qué ha pasado? ¿Cómo están? —preguntó, desesperada por la preocupación.

Era incapaz de pronunciar palabra. ¿Por qué había tenido que venir? Su presencia lo empeoraba todo.

— Gutts, contesta, por favor. ¿Están bien?

— Yo...

Ante la falta de respuestas, Clea intentó acercarse a la puerta. Pero me interpuse, aprovechándome del tamaño de mi cuerpo.

— Déjame entrar, Gutts. Necesito verlos. Necesito saber qué ha pasado.

— No, no voy a dejarte pasar, Clea. No puedes...

— ¿Por qué? Sea lo que sea, quiero verlo con mis propios ojos.

— No voy a permitir que tú también seas testigo de lo que ha ocurrido aquí. Márchate, yo me encargo. Mañana podrás verlos, ahora hay que llamar a una ambulancia.

No debí decir lo de la ambulancia. Sus nervios se dispararon.

— ¿Ambulancia? ¿Por qué una ambulancia? ¿Qué ha pasado, Gutts? ¡Déjame entrar!

Gritó, y tras hacerlo intentó entrar de nuevo. Se lo impedí, pero siguió resistiéndose. Así que forcejeamos y tuve que empujarla.

— ¡Gutts! ¡Necesito saberlo! ¿Por qué hay que llamar a una ambulancia? ¿Qué ha pasado ahí dentro? ¡Si no vas a dejarme entrar, al menos dímelo!

Y volvió a cargar contra mí. La situación me sobrepasaba. Suficiente tenía con controlar mis propios sentimientos, que encima tenía que hacer lo propio con los de Clea. Empecé a resquebrajarme.

— No puedo. ¡No puedo decírtelo! ¡No quiero que veas a Cross en ese estado! —exclamé, desbordado.

— ¿Kyle? ¿Qué ha pasado con él? ¿Qué ha hecho?

— Él ha... Ha...

— ¿Qué ha hecho, Gutts? —insistió ella.

No quería decirlo. Mi cerebro se cortocircuitaba con sólo unir los conceptos. Pero ya no aguantaba más. Había llegado a mi límite. Contuve las lágrimas, una vez más.

— La ha violado, Clea. Está destrozada. Y ambos están heridos e inconscientes.

Su mirada se ensombreció al instante. Se apartó, en absoluto silencio. Y, derrotada, cayó de rodillas, con la mirada perdida.

— No... No puede ser... —balbuceó mientras sus ojos se encharcaban.

Saqué el teléfono, intentando recobrar la compostura.

— Tengo que llamar a una ambulancia. Vete a casa, Clea. Por favor. Sólo yo debo guardar este recuerdo. Mañana te llamaré.

Asintió, aún con la mirada perdida. Era un alivio que cooperara, pero el precio había sido excesivo. Verla en ese estado me rompía el alma.

Tecleé el número de emergencias en el móvil. Me contestaron rápido. Di todos los datos del lugar, y aquellos que pude respecto a las lesiones de ambos. En quince minutos llegaría la ambulancia. Di las gracias y colgué, a pesar de que la chica del teléfono me insistía en seguir al teléfono.

— Entonces... Para esto servía...

Clea parecía susurrar algo en voz alta.

— ¿Qué? —pregunté, confuso.

— Esta era la función de Anna... Para esto servía... Solamente para ser...

Y explotó en llanto. Viendo su estado, decidí que lo mejor era llevarla de vuelta a casa.

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