Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Los pervertidos también deberíamos tener derechos

Porque no es justo que se nos mire mal cada vez que nos quedamos veinte minutos observando a una mujer. Estoy de acuerdo en que hay acosadores y violadores que actúan de una forma similar a nosotros, pero los pervertidos sanos, aquellos que consideramos a las mujeres como obras de arte y que las observamos como tales, ¡deberíamos estar más protegidos!

La de broncas y denuncias a la policía que nos habíamos llevado el viejo Arnold y yo por el simple hecho de estudiar un magnífico espécimen femenino durante más de una hora. ¿Acaso no están bien vistos esos exploradores y científicos que se tiran días espiando una manada de leones con tal de estudiar su comportamiento?

Pues nosotros, los estudiosos de la realidad femenina, ¡también deberíamos poder hacerlo en libertad!

Recuerdo que una vez, tras una buena carrera huyendo de la policía, pregunté al viejo Arnold por qué no pedíamos permiso antes de pasar una tarde observando a una mujer. Con el fin de enseñarme cuán infructuoso era ese método, pedimos permiso a las chicas durante toda una semana. La mayoría nos decían que éramos unos enfermos y se marchaban tan rápido como podían.

Ahora bien, todo hay que decirlo: cada vez que notábamos incomodidad en la chica que observábamos o nos pedía que dejáramos de seguirla, nosotros salíamos por patas y volvíamos a casa. Ni siquiera buscábamos una nueva unidad de análisis, ya que habría sido de muy mal gusto. Tampoco era cuestión de causarles un problema.

Pero la cosa es que, aun así, nadie piensa en nosotros, ¡y eso no es justo! Nosotros lo único que queremos es poder realizar nuestro trabajo con tranquilidad y discreción.

Menos mal que, desde que encontré a Clea, ya no he necesitado investigar a otras mujeres. Tengo el mejor espécimen que podría pedir, y lo puedo estudiar a fondo. Y no, esa última frase no tiene ningún doble sentido, aunque lo parezca.

¡Ay, Clea! Todavía no me había terminado de recuperar del efímero beso que me había dado cuando llamé Gutts.

Él estaba con la Margareth, pero me aseguró que enseguida cogía el coche y pasaba a recogerme. Tardaría unos cinco o diez minutos.

Yo me había movido de lugar, ya no me encontraba en el bar Juan sino un par de calles más abajo, en el mismo paseo. El viejo me esperaría al final, donde el paseo peatonal se cortaba y un semáforo regulaba la circulación de los coches.

Puesto que tardaría un rato, me detuve unos metros antes de llegar a la carretera y me senté en uno de los bancos del límite izquierdo del paseo. Desde de allí me quedé un buen rato observando a la gente, que caminaba con tranquilidad por aquellas baldosas rosadas. No puedo negar que era una parte bastante bonita de la ciudad, con plantas de todos colores y árboles decorando el largo espacio.

Noté que alguien se me acercaba. Se sentó a mi lado, con una cara de asco impresionante. Llevado por la curiosidad, la repasé de arriba abajo con la mirada.

¡Dios mío! ¡Qué monumento acababa de sentarse a tres centímetros de mí! Era una chica de unos veinte años, alta, de pelo largo y muy brillante, de una belleza descomunal. Sus ojos oscuros la llenaban de misterio, y sus facciones eran propias de una diosa griega. Ni siquiera aquellas gafas que llevaba, tan estrambóticas por su enorme tamaño y su forma redondeada, le ensuciaban aquel rostro maravilloso. Y qué puedo decir de su cuerpo: era incapaz de apartar la mirada de ese canalillo tan bien parido. Era hipnótica, gracias a unos pechos muy bien puestos, grandes y turgentes. Sus piernas eran larguísimas, mucho más impresionantes que las de las modelos más guapas que presumían a las revistas. Lástima que estaba sentada y no podía verle bien la cintura y el trasero, porque seguro que también eran impresionantes.

Llevaba una camisa de color púrpura, con varios botones desabrochados para enseñar ese maravilloso escote. Una minifalda negra era la culpable de que aquellas piernas deslumbraran todo el paseo. Y, tapando todo esto, vestía bata blanca de médico que rompía un poco el estilo elegante.

A pesar de la cara de asco que hacía, seguía estando preciosa. Me acababa de encontrar una joya. Lástima no haber traído la libreta para tomar notas.

Mientras yo, en silencio, la observaba, ella mascullaba cosas ininteligibles. Parecía muy enfadada. En un momento dado, se dio cuenta de que yo la espiaba. Me lanzó una mirada llena de ira.

— Me estás mirando mucho —señaló, con una voz tan impactante y sensual como todo su cuerpo.

— Es que te veo enfadada, chica. ¿Pasa algo? —me atreví a preguntar.

Sorprendentemente, ella, en lugar de soltarme el típico "ya ti qué te importa", me regaló una mirada de complicidad.

— Te puedes creer que, a cambio de una semana libre, ¿mi jefe me haya obligado a lamerle el ojete del culo? ¡Pero cómo puede estar tan enfermo!

Me quedé sin palabras. Mi cabeza empezó calentarse y todo mi cuerpo pedía irse de allí cuanto antes.

— ¿Y tú lo has hecho? —pregunté, en contra de lo que mi organismo reclamaba.

— ¡Por supuesto que lo he hecho! Pero no me ha gustado nada, y ahora me siento ofendida. Estoy de acuerdo en que Aurora es la puta más barata de todo el país, dispuesta a hacer cualquier cosa, pero estas cochinadas son de mal gusto. ¡Ni siquiera se lo había lavado bien!

— Mujer, eso te pasa por venderte tan barata.

— Oye. ¿Tienes tiempo para que te la chupe un rato? Es por quitarme el mal sabor de la boca —me pidió, ignorando lo que le acababa de decir.

Aquella propuesta me dejó loco.

— No, gracias, estoy casado —contesté, paralizado.

— Eso no ha sido nunca un problema. ¡La de hombres a los que me he tirado que estaban casados!

No sabía cómo lo hacía, pero cada frase que me regalaba aquella chica me confundía más y más.

— Pero yo estoy muy enamorado de mi mujer.

— ¡A ver si dices lo mismo dentro de veinte años, listo!

— Lo que te digo ahora es que deberías valorarte más, tú no eres la muñeca hinchable de nadie —volví al tema, intentando salir de la fosa en la que nos habíamos metido.

— ¡Ahora no te me pongas clasista, guapo! Eso de la dignidad de la mujer es muy relativo. ¿Sólo por el hecho de aceptar tener sexo con mi jefe a cambio de días libres ya me he quedado sin dignidad? ¡A la mierda! Yo hago lo que me da la gana. ¿Acaso no es igual de lícito usar un abrelatas para abrir un envase que usar mi cuerpo para conseguir un favor inofensivo? Es un intercambio como otro cualquiera. Más grave sería amenazarle con una pistola y no me criticarían tanto.

— Pero ahora estamos hablando de algo que no te ha gustado hacer. Y que has hecho igualmente.

— Tienes razón —Su convicción flaqueó un instante.

— Y, por lo tanto, debes dejarle claro a tu jefe que te puede hacer lo que quiera siempre que tú aceptes. Si no te gusta, tienes derecho a buscar una alternativa. Yo te recomiendo fijar cuotas: por una felación te tiene de dar dos días, por uno completo, una semana. Si quiere anal, dos semanas. Y el resto ya lo fijas tú.

Ella se quedó pensando. Yo no me podía creer que estuviéramos teniendo aquella conversación. Pero tenía ganas de ayudarla, ya que la veía muy angustiada.

De repente, se levantó. Sus ojos se iluminaron. Se quitó la bata, en señal de rebeldía.

— ¿Sabes qué? ¡Tienes razón! Aurora no es la muñeca hinchable de nadie. Si acepto tener sexo con él es porque quiero días libres, ¡nada más! Por tanto, ¡no me puede exigir que cumpla sus fantasías asquerosas! ¡Ahora mismo voy para allá y le dejo claras las cosas! ¡Y la próxima vez que me pida que le lama el culo, me pondré en modo "obsesa sexual" y le rellenaré el agujero con el vibrador más incómodo que tenga! ¡Ya verás cómo entonces se le pasan las ganas de volver a pedírmelo, ja ja ja!

Tras soltar en voz alta ese discurso tan estrambótico, se largó a toda hostia. Ahora parecía una chica liberada, lo que me alegró. Y si te lo preguntas, ya te lo confirmo: su culo también era de revista.

Cuando la perdí de vista me froté los ojos, intentando pensar que aquello había sido una alucinación. Cogí el teléfono móvil: quería aprovechar que, por una vez en la vida, lo llevaba cargado.

— ¿Qué pasa, Cross? —-contestó Gutts.

— ¿No estará hablando por el el teléfono mientras conduce, ¿verdad? Que usted es policía —dije.

— Estoy hablando por el manos libres, imbécil.

— Escúcheme: ¿cuánto tardará en venir?

— Giro la siguiente calle y ya me acerco al semáforo. Esté atento. ¿Por qué lo pregunta? ¿Ha pasado algo? —preguntó, preocupado.

— Ni siquiera yo sé qué ha pasado, Gutts. Le he vuelto a llamar para intentar reconectar con la realidad. Le espero en el paso de peatones.

— De acuerdo, ahora nos vemos.

Me levanté y, con paso ligero, bajé todo el paseo hasta llegar al semáforo donde habíamos quedado. Aúnme sentía un poco extraño, pero la vuelta a la vida de la ciudad me ayudó a despertar.

En unos pocos minutos vi aparecer el todoterreno de color gris oscuro de Gutts. Por suerte, justo cuando él llegó, el semáforo se puso rojo y detuvo el coche. No perdí ni un segundo en cruzar la carretera y subir al vehículo a través de la puerta del copiloto. Me costó: ese tanque era tan alto que siempre notaba un "crec" en la ingle cada vez que me impulsaba para subir.

— El cinturón —ordenó en seguida el inspector.

— Debía cumplir el tópico, ¿verdad, Gutts? —me quejé.

— O se pone el cinturón o le pongo una multa ahora mismo.

Y se puso en marcha en dirección a casa de Elizabeth. Teniendo en cuenta que nos encontrábamos en el centro y la casa de la anciana estaba en las afueras, tardaríamos exactamente entre veinte y treinta minutos.

— ¿Cómo ha ido con Margareth? ¿Tenía algo? —pregunté, con el fin de iniciar la conversación en ese oscuro interior.

— No, por suerte no tenía nada, lo he podido comprobar yo mismo —contestó el inspector.

— ¿Cómo ha podido comprobarlo? ¿Me está diciendo que ha desnudado a la niña?

Gutts casi nos estrella contra una tienda al oír mi pregunta. Se puso rojo.

— ¡Claro que no, idiota! Se ha estirado un poco el cuello de la ropa que llevaba y suficiente, nada más. Y me ha dicho que en el resto del cuerpo no tenía nada —se justificó a gritos, avergonzado.

— Me alegro, entonces.

— ¿Y con su mujer y su hija cómo ha ido? —preguntó él, más calmado.

— Tampoco les ha salido nada. De todos modos, esta noche Clea me lo acabará de confirmar.

— Ya veo. Pues si a ellas no les ha salido la marca, dudo que a Elizabeth sí le haya salido —dedujo él.

— No se confíe tanto, Gutts. No está de más asegurarse —le recomendé.

— En eso tiene razón —Y continuó, pensativo—. Por cierto, le tengo que comentar algo.

— ¿El qué? —pregunté yo, curioso.

— Margareth ya me lo ha contado todo. Desde antes de tener la pluma y todo lo que pasó una vez la consiguió. Se ha desahogado conmigo y creo que después de esto ya podrá volver a empezar.

Lo que me decía Gutts me alegraba. Pero decidí mantener mi curiosidad a raya.

— No es necesario que me explique nada, Gutts. Ya me puedo imaginar el dolor que debe haber pasado aquella niña sin tener que saber los detalles. Y mi intuición sabe que la muerte de sus padres fue accidental.

Al viejo le sorprendió mi reacción. Él sabía que yo era un cotilla profesional, y seguro que durante viaje hasta recogerme había estado eligiendo las palabras para explicarme con total claridad la historia de la niña. Pero yo no la necesitaba. Había tenido suficiente con la historia Queen. Para qué quería escuchar otra tragedia. Pedir más detalles sería entrar en la morbosidad, y no quería frivolizar con el dolor de aquella pobre criatura.

Gutts debía ser el padre de Margareth, y como tal tenía que conocer toda la historia. Pero yo sólo era el vecino. Ese relato tenía que quedar entre padre e hija.

El sofocante tráfico de esas horas nos hizo llegar más tarde de lo que esperábamos a casa de Elizabeth. Durante el resto del viaje, permanecimos en silencio. No por nada en especial: es que yo utilizo los trayectos en vehículos para pensar. El movimiento me ayuda a poner en marcha el cerebro.

Gutts no se preocupó de cómo había aparcado el coche. Al fin y al cabo él era el Toro: quien se atreviera a ponerle una multa recibiría una bronca impresionante. Y debido a esto todos los policías de la ciudad se habían aprendido de memoria la matrícula del viejo. Así sabían cuál era el coche "intocable".

Avanzamos por el pequeño patio hasta llegar a la puerta. Llamamos con tres toques y, a continuación, abrimos.

— ¡Vaya! El inspector Gutts y el detective Kyle. ¿Otra vez por aquí? —nos recibió Elizabeth, con su sonrisa tan dulce.

La saludamos y el viejo se quitó el sombrero. La señorita Elizabet se encontraba viendo la televisión mientras bebía un té. Al vernos, apagó el aparato para atendernos.

— Cojan sillas y pónganse ahí delante, por favor. Y si quieren prepararse cualquier cosa, la cocina está a su disposición. Lo haría yo misma, pero me parece que nos estaríamos toda la tarde —dijo, bromeando.

El viejo y yo hicimos lo que nos había ordenado la señorita Elizabeth en silencio, y una vez nos sentamos los dos nos la miramos a conciencia. Llevaba una blusa verde y unos pantalones anchos y delicados, marrones. Veníamos un poco nerviosos, pero la juvenil mirada de aquella señora nos tranquilizó al instante.

— ¿Qué necesitan hoy, señores? —preguntó, animada y con buen humor.

— Necesitamos que nos diga si ha encontrado una marca como ésta en algún lugar de su cuerpo —le pedí.

Enseguida tiré del cuello de mi camiseta, tal como había hecho con Clea, para que la señorita Elizabeth viera la marca. La miró unos segundos, inclinando la cabeza. Cuando ésta volvió a la posición original, solté la camisa.

— "YR" y un montón de símbolos... ¿Qué quiere decir? —preguntó ella, pensativa, ignorando mi petición.

— No lo sabemos —-contestó Gutts —. Ayer, con Queen, salimos a por el loco de las gafas y nos encerró dentro de una torre. No supimos encontrar la salida, hasta que dos entidades incomprensibles aparecieron y nos devolvieron a casa. Durante el proceso, los tres vimos una silueta negra. Al despertarnos esta mañana, teníamos este tatuaje. Y, teniendo en cuenta lo peligrosa nos había parecido la silueta, nos preocupaba que a la gente de nuestro alrededor también les hubiera salido. Porsuerte, Margareth Crown y la mujer e hija de Cross no la tienen. Nos faltaba confirmarlo con usted.

Ella le escuchó con atención, y al terminar se quedó unos segundos en silencio.

— Pues no, esta mañana, mientras me vestía, no me he visto nada extraño.

Soltamos un suspiro de tranquilidad. Por fin se había marchado de nuestras espaldas aquella presión tan insoportable que nos acompañaba desde primera hora de la mañana.

— ¿Han dicho dos entidades y una silueta? ¿A qué se refieren? ¿Eran como la Editora? —preguntó Elizabeth, llena de curiosidad.

— Las dos entidades se hacían llamar el Ente de la Silla y de la Mesa, y ya le puedo confirmar que eran bastante más complejos que la Editora. De la silueta no sabemos nada, apareció de golpe y nos provocó una impresión terrible —contesté.

— ¿Y se imaginan qué podrían ser? —insistió ella.

— No, ni queremos hacerlo, sinceramente. Sabemos que aparecieron para eliminar el sitio en el que estábamos, porque provocaba algún tipo de distorsión —explicó Gutts.

— Entiendo... Pues nada, si es algo tan complejo, mejor dejarlo aquí, ¿no? —terminó ella.

Elizabeth había leído enseguida nuestra mirada. Se había dado cuenta de que hablar de ese tema nos incomodaba y nos angustiaba y, sabiendo que haciendo teorías entre nosotros no llegaríamos a ninguna parte, decidió cortar.

Durante unos segundos, nos quedamos en silencio. Ahora que ya habíamos confirmado que Elizabeth estaba bien, no valía la pena seguir molestándola. Ella, sin embargo, parecía con ganas de charlar.

— Ya que se han tomado la molestia de venir hasta aquí, ¿por qué no se toman un café y se llevan un par de magdalenas? Las hice anoche.

Gutts y yo nos miramos. Estábamos de acuerdo.

— Muchas gracias, señorita Elizabeth, pero los nervios nos han quitado el apetito.

— Lástima, porque me han quedado buenísimas. ¡Ah! ¡Por cierto! Ya que ha mencionado a Margareth: ¿cómo se encuentra?

Nos sorprendió ese interés repentino de Elizabeth. Se la veía muy enérgica aquella mañana, parecía que se había levantado con ganas de tener compañía.

— Bueno, ya ha dejado de tener pesadillas y la herida se está curando bien.

— Me alegro. ¿Y saben qué pasará con ella?

Al oír su pregunta sonreí. Golpeé con el codo al viejo, bromeando. Él se sonrojó.

— He decidido adoptarla. Se quedará conmigo hasta que sea una chica lo bastante madura como para valerse por sí misma —confesó el inspector, con la mirada baja.

Elizabeth se llenó de alegría.

— ¡Qué maravilla, señor Gutts! Le doy las gracias por afrontar el reto de criarla, me dolía imaginarla en un orfanato. Si necesita ayuda con cualquier cosa, no dude en pedírmela. Me encantan los niños —exclamó la anciana.

— Muchas gracias, señora Elizabeth. Cuando Margareth venga a casa, le prometo que le haremos una visita.

— Estoy deseando verla.

Yo los miraba con atención. Me gustaba la química que se formaba entre ellos cada vez que conversaban. Pero de repente, la señorita me miró a mí.

— ¿Y las cosas con su mujer como van, señor Cross? Hace tiempo que no me habla del tema —preguntó.

Me quedé en silencio unos instantes. No sabía si explicarlo todo, ya que me daba vergüenza... Pero, ¡qué cojones, ya tenía treinta y cuatro años! Sólo los adolescentes se avergüenzan de las cosas relacionadas con el amor.

— Muy bien, pero le he pedido a Clea que nos veamos menos. Los efectos secundarios de la pluma cada vez son más fuertes, y no quiero hacerle daño.

— Ya veo. Si las cosas van bien, me alegro mucho. Vaya con cuidado con los efectos secundarios, por favor.

— El mismo me ha dicho ella. Resulta que hemos quedado en el bar donde prácticamente nació nuestra relación, y hemos estado toda la charla nadando en recuerdos. Al final de la reunión, se ha atrevido a robarme un beso.

Gutts se sorprendió al oír aquello, y enseguida noté alegría en sus ojos. Elizabeth soltó lo celebró con una delicada efusividad.

— ¿Y cuál es ese bar? —preguntó ella, no sin cierto morbo.

— El bar Juan, situado en un paseo del centro.

De repente, Gutts reaccionó. Su cara se llenó de nostalgia.

— ¡Madre mía, el bar Juan! Ahora entiendo qué hacía usted en el paseo. Creía que ese viejo español ya se habría jubilado. ¡La de tapas que me habré zampado allí mientras patrullaba!

— No me esperaba que lo conociera, Gutts. Pero, bien visto, no se me hace raro imaginarle hinchándose a tapas... —dije insinuó, mirando la barriga del viejo.

— A mí lo que me sorprende es que fuerais de cita a ese bar de mala muerte. En mi época, la juventud se iba a los locales del Distrito Este, la mayoría muy bohemios y de gente de clase alta. Aparentaban ser muy pijos, pero iba todo Dios, tanto ricos como pobres. Por lo que veo, las cosas han cambiado. Estoy seguro de que usted recuerda esos locales, ¿verdad, señora Elizabeth? —explicó Gutts, emocionado por la nostalgia.

De repente, detecté un cambio en la mirada de Elizabeth. Hundió sus pupilas en el suelo, y su boca comenzó a temblar. Parecía nerviosa.

— Sí que los recuerdo... —murmuró, con la voz apagada. No se parecía en nada al tono enérgico que había estado usando hasta entonces.

Me fijé a Gutts, buscando una explicación a la reacción de la anciana. Su mirada también había cambiado.

El Toro acababa de encender su radar de sospecha. Y Elizabeth acababa de aparecer marcada. No me gustó aquella reacción del viejo, especialmente porque no la entendía. Así que decidí continuar la conversación, disimulando una naturalidad que no existía.

— ¿Qué quiere que le diga? Era el único bar al que me llevaba el viejo que me hacía de padre. Yo no conocía nada más. Y no fue una mala elección, ¡porque la cosa terminó funcionando!

Gutts me lanzó una mirada que me inquietó. Parecía decirme que mis trucos no iban a funcionar.

— ¡Pero su mujer tiene más categoría, hombre! Mi chica y yo nos íbamos a Moonshine, que está muy cerca del bar Juan. En aquellos tiempos era un bar de copas con pista de baile. Ahora se ha convertido en una discoteca de éstas donde ni siquiera puedes oír a la persona que tienes al lado —contestó el viejo.

Elizabeth nos escuchaba con la mirada perdida. Su rostro nos pedía que dejáramos de hablar de ese tema. Gutts, aún con los ojos del Toro activados, lanzó un puñal envenenado.

— Y usted, señorita Elizabeth, ¿dónde iba con su marido? —Y quedó a la espera de una respuesta satisfactoria.

Por primera vez, vi a Elizabeth arrinconada y angustiada. Su mirada bailaba, buscando auxilio, y su silencio cada vez era más insoportable. Al final, cedió a la presión que los intimidantes ojos de Gutts le arrojaban.

— Mi marido y yo íbamos al Nero's, también en el centro. En la esquina con la calle Provenza, pero no sé si todavía está —contestó, con voz temblorosa.

Gutts se incorporó en la silla. No pude adivinar si aquella respuesta le había satisfecho.

Me sentía terriblemente incómodo. No entendía las reacciones de Elizabeth ni el objetivo de las preguntas de Gutts. Lo que más deseaba era cortar aquella conversación y volver a casa.

Y... ¡Voilà! Como si la Providencia estuviera de mi parte (aunque más bien sería la Magia de la Divina Conveniencia del Guión), mi móvil empezó a sonar.

Lo cogí. La pantalla marcaba un número que no conocía. Gutts y la señorita Elizabeth me miraban con atención.

— ¿Cross? Soy Daniel —dijo Queen desde el otro lado de la línea.

Me puse en alerta. Si llamaba seguramente era por un tema importante.

— Es Queen —le informé a Gutts, tapando el micrófono.

— Ponga el altavoz —me pidió el viejo.

Le hice caso y acerqué el teléfono a los dos.

— ¿De dónde has sacado mi número? —le pregunté al chico, con curiosidad.

— De una agenda en casa de Gutts. Dile que ya le pagaré la reparación de la ventana —contestó él.

El inspector dio un salto en la silla.

— ¿Has entrado en mi casa sin permiso y, encima, me has destrozado la ventana, pedazo de mamón? —exclamó Gutts, cabreadísimo.

— Eh, no me toques los huevos. Necesitaba el número y he supuesto que lo tenías tú. Haber dejado la puerta abierta, cojones. No entiendo esa manía de los humanos con la privacidad. Ya te he dicho que te pagaré la reparación, no te pongas así —-se excusó Queen.

— La madre que te parió... —se quejó el viejo.

— ¿Y por qué has llamado? —pregunté yo.

— Ya he explorado todos los institutos y escuelas de la ciudad, y no he encontrado a ese loco en ninguna parte. O bien ha descartado para siempre estos escondites, o bien los utiliza en horas diferentes. Se me han ocurrido varios lugares más donde podría esconderse. Dentro de unas horas nos vemos en tu piso y os informo.

— De acuerdo, Queen. Ahora vamos para allá y te esperamos —le informé.

— Me parece bien. Nos vemos dentro de un rato.

Y colgó. ¡Qué suerte! Ahora teníamos una excusa para marcharnos y cortar ese diálogo que Gutts se había encargado de destrozar. Cuando saliéramos de allí le pediría explicaciones.

— Bueno, ya ha oído a Queen. Será mejor que vayamos tirando, que tenemos trabajo. Muchas gracias por habernos recibido, señorita Elizabeth. Ya vendremos otro día —me despedí, levantándome a toda prisa.

Gutts, por suerte, hizo lo mismo que yo, pero sin soltar palabra. Devolvimos las sillas en la cocina.

— Gracias a ustedes por su compañía. Tengan cuidado, por favor —dijo Elizabeth, recuperando el tono amable de hacía un rato.

Salimos de la casa y enseguida nos metimos en el coche. Gutts arrancó.

— ¿Por qué coño ha puesto esa mirada, Gutts? ¿No ha visto cómo ha asustado a la pobre Elizabeth? ¿Y a qué venía esa pregunta de su marido? ¿A usted qué le importa? —le reproché, en cuanto tuve la oportunidad.

Gutts miraba el frente, pensativo. No, miento, ese no era Gutts: era el Toro de la Central procesando la información extraída de un sospechoso. Aquella actitud todavía me sacó más de mis casillas.

— Dígame, Cross. ¿No se ha fijado en la cara de Elizabeth cuando he hablado de los bares que antes había en el Distrito Este? ¿Y en la voz con la que me ha contestado? Teniendo en cuenta las ganas de hablar que tenía hoy la mujer, ¿por qué ha dado una respuesta tan seca? —me preguntó, en uno de esos razonamientos típicos de los policías.

— Quizás no lo recordaba bien, Gutts. Es una anciana.

— Yo tengo la misma edad y recuerdo perfectamente los bares a los que iba con mi mujer. Y, si no se acordaba, ¿por qué no lo ha dicho? No habría pasado nada. Además, usted conoce mejor que yo a Elizabeth: ¿de verdad cree que una mujer con la cabeza tan bien amueblada como ella se olvidaría de los locales donde pasó tantos buenos momentos con el hombre de su vida? No me sea ingenuo, Cross. La mirada que he visto en ella era la de alguien que oculta algo. Se lo dicen más de treinta años de experiencia interrogando a gente que oculta cosas.

Callé. Cuando el Toro utilizaba aquellas deducciones, era imposible discutir con él. Continuó.

— Y le diré algo más: he pasado millones de veces por la calle Provenza durante toda mi vida. Y la discoteca Nero's se encuentra en esa esquina desde hace, como mucho, una década. Antes, y lo recuerdo perfectamente, había una droguería. Es imposible que ella fuera por allí con su marido. Nos ha mentido, Cross. Y pienso descubrir por qué.

Ese último razonamiento me dejó sin argumentos.

— ¿Y qué piensa hacer? ¿Comenzará a investigar a Elizabeth?

— ¿Por qué no deberíamos hacerlo, Cross? Usted está enamorado de ella y no es capaz de verlo, pero le recuerdo que es una Escritora. Hasta ahora me había fiado de usted y pensaba que no ocultaba nada, pero la mentira de hoy me ha encendido la alarma. Pienso hacerlo quiera usted o no. Ya sabe me gustaría no encontrar nada, pero ahora que han mentido al Toro, necesito estar seguro de que está limpia.

No podía hacer nada. Gutts tenía un orgullo de hierro, intocable y colosal. Nada le hería tanto su honor como que le mintieran. Y cuando lo hacían, el Toro se descontrolaba.

No respondí a lo que me acababa de decir porque sabía que él no se había propuesto descubrir la verdad de Elizabeth porque sospechara de ella, sino porque su orgullo le obligaba a "castigar" a la persona que le había mentido, ese castigo era que descubrieran sus secretos.

Me daba rabia, ya que ésta era una de las cosas que más me preocupaban cuando presenté a Gutts y Elizabeth. Pero el mal ya estaba hecho.

Rezaba para que, cuando comenzara a investigar, no encontrara nada que convirtiera aquella maravillosa mujer en nuestra enemiga.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro