"Los homosexuales, aunque han conseguido reencontrarse consigo mismos...
...van más perdidos que nadie"
Ya tocaba, ¿no? O sea: gracias a mis títulos he quedado como un racista, un pervertido, un machista, un intolerante y un discriminador. ¿Qué me falta? ¡Pues quedar como un homófobo!
Pero que sepas que esta cita no es mía, sino del tío que me crio: el viejo Arnold Bentai. Curioso que ahora dé el nombre, ¿no? Resulta que al autor de esto no se le había ocurrido ninguno hasta ahora. Cuando por fin ha ideado uno, ha decidido mostrarlo a trozos. Esta es la razón por la que te has encontrado el "viejo Arnold" que más atrás, si has estado atento, te habrá llamado la atención.
¿Y por qué no se llama "Cross"? Pues porque se negó a darme su apellido. El día en el que nos conocimos y que me llevó a su casa me dijo que a partir de entonces sería "un hombre de verdad y completamente nuevo". Y, para conseguirlo, tenía que crear mi propio nombre, sin que ninguna influencia limitara mi creatividad. Otro detalle que impedía que heredara su apellido y que pasé por alto en aquellos tiempos era que seguramente tanto éste como el nombre eran falsos. Aquel hombre estuvo toda la vida rodeado una oscura nube de secretos. Y aunque me muero de curiosidad, nunca investigaré sobre él. Me escondió tantos datos por una razón, y desvelarlos sería una falta de respeto.
Así que, finalmente, "Kyle Cross" fue el nombre más sonoro y viril que se me ocurrió.
Pero eso no interesa a nadie. Siempre me voy por las ramas y acabo llenando páginas con gilipolleces.
¿Quieres saber por qué el viejo Arnold decía esto de los homosexuales? La verdad es que él no era nada homófobo. De hecho, admiraba profundamente a los (y sobre todo a las) homosexuales. Para él, los gays han roto el muro de la simplicidad característico en los hombres. Son seres que se han examinado a ellos mismos y han evolucionado a otro nivel. No llegan a la perfección de las mujeres por culpa de limitaciones biológicas (al fin y al cabo, son hombres), pero no están en un nivel tan bajo como el de los heterosexuales. Son los únicos seres diferentes de las mujeres que pueden mantener una conversación con ellas de igual a igual. Esto ocupa la primera parte de la frase.
Pero es la segunda parte la que genera problemas. Y es que el viejo Arnold era incapaz de entender que un hombre se enamorara de otro hombre. Teniendo un referente tan perfecto como las mujeres y habiendo traspasado la barrera de la simplicidad, ¿cómo es posible que a los gays les gusten otros hombres? Esta era la cuestión que no le dejaba dormir.
En cuanto a las lesbianas, el viejo las admiraba como si fueran diosas. Son la perfección de la perfección, según él. Seres que han entendido la estupidez inherente a los hombres y que han preferido subir de nivel. Ellas no necesitan la mediocridad (los hombres) para evolucionar, sino la misma perfección (las mujeres).
Yo, aunque estoy de acuerdo con el viejo en cuanto a las homosexuales, no puedo decir lo mismo de los homosexuales. Creo que ellos deben de clasificarse en una liga diferente. Al fin y al cabo, un gay no se enamora de un hombre, sino de otro gay. Una pareja de homosexuales está formada por dos mentes igual de complejas, que no se pueden equiparar al sencillo y básico esquema mental de nosotros, los heterosexuales. Nos ocurre como con las mujeres: por mucho que lo intentemos, nunca los entenderemos. Están por encima de nosotros.
¿Y ahora por qué hablo de todo esto? Pues resulta que en esto reflexionaba mientras me pegaba la maratón hasta la zona más alejada de la ciudad.
El hijo de puta de Gutts me había encargado investigar las fábricas de las afueras sabiendo que no tengo coche. Y los autobuses, obviamente, no llegan a todas partes.
Había comenzado el viaje en busca de la fábrica de Daniel Queen habiendo acabado de comer (hacia las 15 h), y había tardado dos horas en llegar a la zona donde se encontraban las fábricas. Busqué el escondite del chico durante una hora, paseando por toda la zona. Puesto que vi que me podía tirar días buscando la maldita fábrica abandonada, pregunté a algunos trabajadores que habían salido de sus edificios a fumar. Resultaba que la zona donde estaban las fábricas más viejas se situaba bastante lejos de donde yo me encontraba.
La zona industrial, como ya he, se alejaba lo suyo de la ciudad. La urbe en la que vivo es enorme y compleja. Tanto que el autor de esto ni siquiera se la ha llegado a imaginar al completo. Alrededor del gran centro están las afueras, casi tan grandes como éste. Y todavía más a las afueras se encuentran los polígonos industriales y las fábricas.
La ciudad está rodeada de pequeñas montañas y bosques, de forma que la zona de las fábricas está muy cerca de una sierra de colinas.
Aprovechando este característico relieve y que había traído los prismáticos, tardé una hora y media en subir a lo alto de una de estas colinas, la más cercana al lugar donde se encontraban las fábricas abandonadas.
Había llegado ya el atardecer cuando por fin comencé la verdadera búsqueda. Desde aquella colina podía ver todo el valle en el que se repartían aquellas naves que años atrás habían dado trabajo a tanta gente. Ahora, los únicos seres que trabajaban en ellas eran los ratones y los insectos. Y un tío tanto o más sucio que estas bestias.
Me puse los prismáticos en los ojos y los regulé. Eran los más potentes del mercado, y me habían ayudado en incontables persecuciones de maridos infieles. Una vez enfocados, comencé a inspeccionar una a una las diversas fábricas.
Algunas tenían más años que otras, y se notaba. Algunas, incluso, se habían derrumbado. Me sorprendió la enorme variedad: me pareció ver alguna fábrica de cerveza, alguna de tejido y hasta una de construcción de piezas para aparatos dentales. Esta última la reconocí porque, cuando yo iba al instituto, venían a lavarnos el cerebro diciéndonos que si no nos poníamos aparatos se nos desmontarían los dientes.
Cuando noté que la nostalgia me distraía me di cuenta de que la búsqueda iba mal. No obstante, seguí observando las fábricas una a una, preguntándome cómo identificaría el escondrijo de Daniel Queen.
Y lo encontré.
Una vez vi aquella fábrica, supe que no podía ser ninguna otra. Ni siquiera necesitaba la intuición: la mala pinta que tenía aquella nave lo decía todo.
Era la fábrica más alejada y una de las más viejas. Era, también, de tamaño mediano. Estaba completamente rodeada de vegetación, hasta en las paredes. Lo que llamaba enseguida la atención era el color negro de éstas. Un negro que sólo había visto en la piel de aquel chico.
Las chimeneas eran como grandes setas. Unos capullos enormes, hechos de algún tipo de material orgánico, las coronaban. De las paredes salían oscuros pinchos. Algunos, llenos de plantas, se dividían en ramas. No conseguí adivinar a qué se podría haber dedicado aquella fábrica en tiempos pasados.
Seguí observando los alrededores. Unas arañas negras paseaban cerca de la fábrica. Eran unas redondas negras con cuatro patas que subían hasta arriba, se doblaban y caían hacia el suelo, acabando en un pincho. Eran difíciles de ver, ya que se camuflaban entre las sombras del bosque y se movían muy despacio. Sin embargo, las patas eran más altas que los árboles y sobresalían entre éstos.
Me quedé petrificado unos segundos, observando aquellas bestias. No me conseguía explicar cómo podían caminar con aquellas patas tan finas. Tampoco conseguía encontrar en mi memoria ningún animal con el que poder identificar aquellas cosas. Eran creaciones de la pluma de Daniel Queen, sin duda.
— Qué, ¿observando el crepúsculo? ¿O espiando al enemigo? —dijo una voz masculina.
Me quité los prismáticos de los ojos y giré la cabeza. Un hombre de cabello largo y gafas miraba el horizonte a mi lado. Era Cicerón.
— ¿Qué coño haces aquí? —pregunté, sin moverme.
— Yo también acostumbro a espiar desde aquí. Es un buen sitio, ¿verdad? Daniel Queen todavía no ha descubierto que se puede ver su nido desde este punto.
— ¿Y no vienes, por casualidad, a quitarme la pluma?
— ¿Y por qué querría hacerlo?
— La Editora me ha dicho que las estás buscando todas.
— ¡Ah! ¡Es verdad! Se me había olvidado. Gracias por recordármelo. Por cierto, es la primera vez que nos vemos y todavía no me he presentado. Me llaman Gilgamesh.
Me acercó la mano derecha en señal de saludo. Yo no sabía si lo estaba haciendo a propósito o si de verdad estaba tan ido de la olla.
— Ya nos conocemos. Nos vimos cuando le robaste la pluma a Margareth.
— ¡Ay, sí, es verdad! Ya decía yo que la pluma se me había oscurecido. Gracias por recordármelo, Kyle Cross.
— Todavía no has respondido a mi pregunta. ¿Vienes a robarme la pluma o no?
— No. A ti te dejaré para el final. Será más divertido.
Me lo miré un rato. Llevaba una camisa blanca y unos vaqueros, bastante sucios. Sus ojos, amarillos y encendidos, eran los de alguien que ha perdido el juicio. Su cabello despeinado y mal cuidado tampoco ayudaba a crear una buena impresión de él.
Volví a ponerme los prismáticos en los ojos y a observar aquellas bestias, ignorando al tal Gilgamesh que antes se hacía llamar Cicerón. Llevaba unos cuantos años trabajando con la policía y con Gutts habíamos resuelto ya unos cuantos casos de asesinato, así que había aprendido a identificar el instinto asesino. Si lo hubiera notado en el loco que se encontraba a mi lado, me habría puesto en guardia. Pero de aquel tipo no emanaban intenciones homicidas, así que, relativamente, me podía relajar. Tampoco era mi deseo el comenzar una batalla allí mismo. Primero, porque no sabía de qué era capaz el tal Gilgamesh y, segundo, porque si montábamos demasiado jaleo Daniel Queen se daría cuenta de nuestra presencia.
— Una pregunta, Kyle Cross. ¿Sabes qué son aquellas cosas que pasean por el bosque? —preguntó él, después de unos segundos de silencio.
— Materializaciones de la pluma de Daniel Queen, supongo —contesté, con poco interés.
— Sí y no.
— ¿Qué quieres decir?
— Son, efectivamente, materializaciones de la pluma. Pero no se parecen en nada a las que haces tú, yo o Margareth Crown.
— ¿Y qué tienen de diferente?
— Aquello de allí son seres materiales. Como tú y como yo. Son seres vivos. Cazan cuando tienen hambre, fornican cuando toca y, si comienza a llover, intentan no mojarse. Cumplen las funciones básicas de la vida. Y si los disparas con una pistola, les harás una herida que sangrará.
Me quedé en silencio para procesar la información.
Teniendo en cuenta lo loco que estaba aquel tío, me convenía más mantenerme escéptico. Sin embargo, recordé lo que me había dicho Gutts en el caso que lo empezó todo. Los forenses investigaron la estaca negra que había matado al dueño de mi pluma y encontraron unas células extrañas. Observando detenidamente las patas de aquellas bestias, el pincho en el que acababan era muy parecido a aquella estaca.
Yo ya sabía que había sido Daniel Queen quien había asesinado al primer dueño de la Pluma de los Sentimientos (recordemos que me lo confesó la primera vez que nos encontramos). Lo que ahora acababa de descubrir era que, en realidad, se la había cargado una de sus bestias.
Ante todo esto, sólo podía concluir que la pluma de Daniel Queen era capaz de crear seres vivos.
— Bien, gracias por la información. Tengo que irme, ya he acabado lo que venía a hacer —le dije al tal Gilgamesh.
— Vaya, qué pena. Yo me quedaré un rato más. Quizá me acerco a saludarlo.
— ¿Hace mucho que lo conoces?
— Somos viejos amigos. Él fue el primero en conseguir la pluma. Yo fui el segundo. Así que hace unos cuantos meses que nos conocemos.
— Pues así ya debéis de iros de copas juntos, ¿no? —dije con ironía.
— Bueno, viejos amigos sólo quiere decir que, antes de intentar matarnos, nos preguntamos mutuamente cómo nos va la vida y charlamos sobre el tiempo.
— Fíjate, tú, qué amistad más bonita. Bueno, ya nos veremos cuando nos tengamos que matar tú y yo.
— Esperemos que sea pronto y que tengamos tiempo de charlar sobre el último partido de fútbol.
— No me gusta el fútbol, lo siento.
— A mí tampoco. Ya tenemos algo en común.
Guardé los prismáticos en la mochila que había traído, me giré, y volví por donde había venido. El tal Gilgamesh no me atacó por la espalda, afortunadamente.
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