Las mujeres viven más que los hombres porque están mejor hechas
Y punto. No hay más que discutir.
Una vez en casa me senté delante de la mesa del comedor y mi mirada se dirigió hacia las plumas, que permanecían sobre el mueble. Cogí la Pluma de los Sueños y la examiné detenidamente.
Parecía que la tinta se había esclarecido. El color negro había pasado a ser azul marino, y el morado ahora era más claro. Llegué a la conclusión de que la tinta variaba en función de lo que materializaba. Puesto que Margareth había llegado al punto en el que sólo era capaz de invocar pesadillas, la tinta se había oscurecido. Después de un rato mirándome la pluma, la guardé en la mesita de noche.
Diez largos minutos pasaron sin que supiera en qué gastar mi tiempo. Mi pierna derecha iba loca, y me mordía las uñas como un obseso. Al final, no tuve más remedio que encender un cigarro.
Qué descanso, Dios mío. No soy un adicto al tabaco, y cuando fumo procuro hacerlo solo para no molestar a nadie. Es como un ritual que me calma y me ayuda a pensar. Ni siquiera recuerdo cuándo comencé el vicio, ya que el viejo siempre me mantenía alejado de estas cosas. Diría que fue en la academia de policías, cuando, con tal de molestar, se me ocurrió fumar dentro de las clases.
Como ya avanzaba en el final del capítulo anterior, en mi cabeza la única imagen nítida y clara era la de Clea y la reunión de por la mañana. Y para qué lo voy a negar, ya lo apuntó la señorita Bryn: seguía con el calentón de la mañana. Pero, aparte de eso, un ligero optimismo me invadía. Aquel encuentro podría significar un acercamiento entre ambos. Dependiendo de cómo saliera la reunión, era posible que las cosas volvieran a ir como antes.
Pero en el fondo no quería que todo se arreglara tan fácilmente. Algo seguía funcionando mal dentro de mí. Y con los peligros que comportaba la pluma, lo mejor era mantener la distancia.
¿Cómo nos saludaríamos? ¿Qué tono de voz debería usar para no intimidarla? ¿Tenía que mirarla a los ojos o hacerlo podría ofenderla? ¿Me dejaría entrar en casa? ¿Nos sentaríamos los dos juntos en el sofá? ¿Debería ser directo e ir al grano o intentar buscar su complicidad? ¿Debería mostrarme decidido y valiente o debería dejar que ella tomase la iniciativa?
Mi cabeza hervía. Miles de preguntas nacían y morían al mismo tiempo dentro de mi mente, pero ninguna de ellas lo hacía con respuesta. El terror empezó a apoderarse de mí. Parecía un adolescente antes de la primera cita.
Necesitaba consejo, ayuda. Y no la de Gutts. Necesitaba ayuda femenina. Una ayuda surgida de la experiencia y la sabiduría. Una ayuda que, si hubiera estado vivo, habría pedido al viejo. Pero ya no estaba, y lo más parecido a él que me venía a la cabeza era...
Me levanté con contundencia. El reloj marcaba las seis y veinte. Los autobuses pasaban cada media hora, y mi casa era a cinco minutos de la parada que necesitaba. Si cogía el de las seis y media, llegaría a mi destino en menos de un cuarto de hora. Estaba decidido.
Sin perder más tiempo y cargado de nervios, salí de casa en dirección a la parada de autobuses. Mi destino era la mansión de Elizabeth Eilburn.
Ni siquiera recuerdo en qué pensé durante el viaje. Estaba tan concentrado en Clea y la reunión que ni siquiera paré atención al mundo que me rodeaba.
En menos de lo que creía me planté delante de aquella enorme casa de un solo piso. Crucé el patio como si quisiera echar abajo la puerta. Ni siquiera llamé al timbre.
— ¡Señor Cross! ¡Qué sorpresa! Ya me han explicado su victoria. ¿Sabe algo de la chiquilla?
La rapidez de la anciana detuvo mis nervios de repente. Toda la prisa que llevaba se evaporó y me quedé quieto durante unos segundos, paralizado. Cuando volví en mí, me sentí un poco desbordado.
— ¡Caray, señorita Eilburn, no me aborde así, que acabo de entrar! No se preocupe, la niña ya está en el hospital, recuperándose.
Elizabeth estaba sentada en el sofá, mirando la televisión. Al oír mis palabras, soltó un suspiro de tranquilidad.
Mientras yo le contestaba, ella me iba indicando con un suave gesto que me sentara a su lado. Su voz dulce, su sonrisa resplandeciente y sus movimientos delicados no permitieron que me resistiera. Aquellos ojos verdes, brillantes y juveniles, me capturaban como si fueran redes. Me calmé enseguida.
Si mi corazón no hubiera estado ya ocupado por Clea, sin duda me habría enamorado de aquella mujer.
— Vaya, ¿ahora me llama "señorita"? —preguntó.
— Es que no puedo llamarla de ninguna otra forma. Por muchos años que tenga, ¡cada vez que miro sus ojos veo a una chica de veinte años!
— Pues muchas gracias. ¡No sabe la de años que hace que no me dicen algo así! Por cierto, ¿ha merendado?
— No, ¿por qué?
— He hecho madalenas. Si quiere alguna, vaya a la cocina y coja las que quiera. Y, si quiere, hágase un café.
— ¿No me está otorgando demasiada confianza? Le recuerdo que soy un Escritor, y que, posiblemente, la esté engañando para conseguir algo de usted.
— Puede que sí, pero sus ojos me dicen que puedo confiar en usted. Y los ojos no acostumbran a mentir.
Sonriendo, me levanté y, en la cocina, preparé dos cortados. También cogí cuatro madalenas de una bandeja que había sobre el mármol. Coloqué un café y dos madalenas a cada uno y volví a sentarme.
— Muchas gracias, señor Cross. Ahora iba a pedirle que me preparase uno, pero veo que se me ha adelantado. Bien, dígame: ¿por qué ha venido a verme?
— Venía a pedirle consejo, señorita Eilburn —le confesé, bajando un poco la cabeza.
— ¿Y ese consejo que me pide tiene que ver con el anillo que lleva en el dedo anular de la mano izquierda, señor Cross?
¡Vaya con la "señorita"! Quizá era vieja, pero no le faltaba vista. Me sorprendió que acertara de aquella forma tan precisa. Incluso diría que me dio cierto miedo.
— ¿Ve cómo sólo puedo llamarla "señorita"? ¡Tiene la vista y la agilidad mental de una jovencita! Ha acertado. Venía a hablarle de mi mujer.
— Pues hábleme de ella. Tengo mucha curiosidad —contestó, orgullosa de su acierto.
El optimismo de la anciana me animó muchísimo. Sentía que con ella me podía explayar tanto como quisiera.
— Mi mujer se llama Clea. La conocí cuando yo era muy joven, en un supermercado, y enseguida me enamoró su sentido del humor. Ella ha sido la primera mujer y la segunda persona en toda mi vida que ha sabido entender mi forma de ser. Entiende mis bromas y en muchas ocasiones participa en ellas. Pero al mismo tiempo es capaz de ponerme a ralla y de estabilizarme. Me aguanta como nunca nadie lo había hecho. Nuestros pensamientos están en todo momento sincronizados, y aunque somos muy diferentes en cuanto a gustos y aficiones, nunca me había entendido tan bien con alguien. Su elegancia me embriaga.
— Se le iluminan los ojos, señor Cross —señaló la señorita Eilburn, observándome con una mirada llena de amabilidad.
— Es que hoy en día sigo igual de enamorado. Pero hace dos años, un acontecimiento vergonzoso y horrible nos separó. Yo me fui de casa y, desde entonces, las cosas no han vuelto a ser iguales.
— ¿Qué ocurrió?
El amable tono de Elizabeth cambió a uno lleno de preocupación. Yo no estaba dispuesto a desvelarlo, pero aquellos ojos verdes no me dejaban esconderlo. También veía en el rostro de la señorita Eilburn que ella no deseaba conocer todos los detalles. Pero quería ayudarme de verdad y, para conseguirlo, necesitaba saberlo todo. Se me hacía extraño explicarle aquello a una mujer que acababa de conocer, pero con ella me sentía tan a gusto como con el viejo. Me sentía como con una madre que nunca había tenido.
— Le pegué. Ya hacía tiempo que discutíamos por cualquier cosa y una noche, durante una bronca, la mirada se me enrojeció y un calor se me concentró en la mano derecha. Acabé liberando aquel calor en la mejilla de Clea, quien del fuerte golpe acabó en el suelo y casi se le forma un moratón. Yo, que tanto amo a las mujeres, acabé pegando a la mujer de mi vida —dije, abatido.
Elizabeth se quedó en silencio.
— Desde entonces —continué— la relación entre nosotros es más complicada. Es buena, y de vez en cuando nos hacemos alguna broma de las de antes. Pero soy incapaz de mirarla a la cara. El orgullo masculino que llevo dentro me pide que deje de hacer el idiota y que le diga seriamente que tenemos que solucionar las cosas. Pero la parte más miedosa y frágil de mi interior me dice que no tengo derecho a comportarme como un hombre delante de ella. Con ella mirándome me siento como un gusano aplastado. Y por culpa de lo que hice, Clea se siente igual. Tiene miedo de mí, y el reflejo de mis ojos enseguida la lleva a aquel día. Aunque por teléfono todavía se nos hace fácil, en persona somos incapaces de mantener una conversación. La voz nos tiembla y sentimos vergüenza. Es como si cada palabra que fuera a salir de la boca del otro fuera un reproche sobre lo que ocurrió hace dos años. En el fondo, ambos queremos volver a estar juntos, pero sabemos que tenemos que esperar. Tenemos que esperar a que yo descubra qué me pasó aquel día. Lo que peor me sabe es que esto también está afectando a mi hija.
— ¿Tiene una hija?
— Sí, Eve. Es una preciosidad de cinco años, muy lista y educada. Sé que todo esto la hace sufrir, aunque no entienda del todo qué pasa e intente disimularlo. Sabe que sus padres no están bien, que hice algo terrible a su madre y que por eso me he tenido que ir de casa. Cada fin de semana que nos vemos, me pregunta cuándo volveremos a vivir los tres juntos. Y no puedo hacer más que contestarle que no lo sé e intentar contener las lágrimas.
En aquel punto, las manos me comenzaron a temblar. Tuve que hacer una pausa. Elizabeth colocó su mano sobre la mía y me miró llena de serenidad.
— Por favor, continúe.
Aquella mirada tranquila, comprensiva y amable, me calmó.
— Bien, pues llevamos así desde hace dos años. Pero la aparición de la pluma ha hecho que algo cambie. Poco tiempo después de encontrarla, se lo expliqué todo a Clea. Ella, claro, creyó que aquello era una broma de mal gusto y nos peleamos. Ayer, fruto de un impulso, el dije que quizá no volvería de la batalla con Margareth.
— ¡Pero cómo es capaz de decirle eso, señor Cross! ¡Es muy cruel! —me recriminó ella, saltando de la sorpresa.
— Ya, lo sé. Clea tardaba mucho en contestar y se me fue la olla, qué quiere que le diga. Pero lo más importante es que ella acabó la conversación diciendo "te estaré esperando". Hoy, cuando he llegado a casa, la he llamado. Parece que ahora me cree y quiere que quedemos mañana.
— Y quiere que le dé algún consejo para la reunión de mañana, ¿verdad? —supuso ella, mostrando cierta picardía.
— Exacto. Usted es una mujer que desprende experiencia por todos los poros. Estoy seguro de que, con su conocimiento del alma femenina, puede decirme qué hacer.
Me lanzó una sonrisa de confianza. Se sentía agradecida de que yo le pidiera ayuda, y enseguida adoptó una postura seria, pensativa. Sólo con ver las ganas que aquella mujer ponía en buscar el consejo adecuado, ya me sentí satisfecho y realizado.
— Por lo que me ha dicho, su mujer tiene mucho sentido del humor y siempre tiene ganas de participar en sus bromas. Y el problema actual, teniendo en cuenta la forma con la que me ha descrito su relación, es la dificultad para mirarse mutuamente y el silencio que eso desencadena.
— Vaya, lo está analizando con mucha sangre fría. Ahora no me dé una fórmula exacta para que la cosa funcione, que yo soy de letras.
— ¡No se preocupe! No es necesaria ninguna fórmula. Sea usted mismo. Evite el silencio. Sea afectuoso, enfádela, hágala reír, lo que sea. La cuestión está en que ninguno de los dos deje de mirar al otro. En el momento en el que Clea comience a bajar la cabeza y se aproxime un largo silencio, haga algo para que la vuelva a levantar. Si mantienen la mirada durante toda la reunión, estoy segura de que las cosas fluirán solas. Si su mujer no es tonta (que seguro que no lo es), se dará cuenta de sus intenciones. Y una vez ella también colabore, ya habrá dado un gran paso.
— Será difícil: siempre soy yo el primero en bajar la cabeza.
— Compórtese como un hombre. Haga caso de su orgullo masculino pero mantenga la prudencia de su parte frágil. Mírela con decisión. Si le dice con los ojos "soy el hombre con el que te casaste, no el sinvergüenza que te pegó", ella se sentirá más segura. Si usted baja la cabeza, su mujer se dará cuenta de que todavía no lo ha superado. El conflicto lo provocó usted, y por lo tanto usted debe solucionarlo. Si su mujer no ve evolución, no puede hacer nada más que lamentarse, decepcionarse y continuar esperando. En consecuencia, ella también bajará la cabeza y no se atreverá a hablar con usted. Rompa ese ciclo que no lleva a ningún sitio.
Un agradable calor que me recorrió todo el cuerpo me animó. No sabía si aquel era un buen consejo o no, pero sin duda era lo que necesitaba oír. Si mi parte frágil no hubiera sido prudente, mi orgullo masculino se habría lanzado a darle un beso a aquella mujer tan maravillosa. Lo tenía claro: evitar el silencio, no bajar la mirada. Parecía fácil decirlo, pero sabía perfectamente que sería toda una odisea conseguir aquellos dos objetivos. Aun así, por fin sabía qué tenía que hacer. Me sentía listo.
— Tengo que darle las gracias, señorita Elizabeth. Le prometo que seguiré su consejo al pie de la letra. Pienso recuperarla —dije, con decisión.
— Me gustaría conocer a su mujer y hablar con ella. Y a su hija, claro. Tengo mucha curiosidad.
— Algún día las conocerá, no se preocupe.
— Por cierto, señor Cross, ha dicho que usted ama mucho a las mujeres. ¿Qué quería decir con eso? —preguntó repentinamente la anciana, cambiando a una cara llena de curiosidad infantil.
Aquella mirada me descolocó. Pero, después haberme ayudado tanto, lo mínimo que podía hacer era contentar su deseo de saber.
— Pues eso, que amo mucho a las mujeres. ¿Por qué no las debería amar? Son seres bellos, elegantes, inteligentes, complejos y llenos de sensualidad. Todo lo contrario de los hombres.
— Vaya, no me esperaba esa faceta suya, señor Cross.
— Pues aquí la tiene. Desde muy jovencito me di cuenta de lo sobrevalorados que estamos los hombres. Nunca en la vida se me habría ocurrido pedirle un consejo a Gutts, mi vecino y mejor amigo. Le respeto y admiro muchísimo, pero es un hombre. Los hombres somos simples. No podemos entender el lenguaje y la forma de pensar de una mujer.
Elizabeth comenzó a reír.
— ¿Y para usted todas las mujeres son lo que ha dicho? —preguntó.
— Siempre hay excepciones. Pero en general, lo son. Una mujer puede compensar la fealdad usando su carácter. Porque la cabeza de una mujer siempre será interesante para un hombre (siempre que hablemos de hombres de verdad, que el mundo está lleno de burros con forma humana). Y si no lo es la cabeza, lo es el cuerpo. ¡Las mujeres tienen muchas armas! Son como la caballería, elegante y ligera, que ataca a una velocidad inalcanzable para los hombres. ¡Y si pierden el caballo, siempre pueden pelear a pie! Los hombres somos una simple muralla que espera ser derrumbada. Ni atacamos ni sabemos defendernos. Y cuando lo intentamos, nos damos cuenta de que estamos clavados en el suelo y sólo conseguimos hacer el ridículo.
Elizabeth volvió a reír, con mucha más fuerza.
— Ahora entiendo por qué quiere tanto a su mujer. Y por qué está tan afectado por lo que hizo —señaló.
— Lo que hice no se puede perdonar. Es como si un pintor que admira a un artista consagrado se dirigiese a un museo y, por culpa de una rabieta, destrozara su obra preferida. Jamás podría olvidar lo que ha hecho.
— ¿Y para usted qué hace excepcionales a las mujeres? —la curiosidad de Elizabeth era insaciable.
— Dos cosas: el cuerpo y el misterio —pero no puedo negar que me encantaba hablar de aquel tema.
— Vaya. Explíqueme eso.
— Como hombre, soy incapaz de negar la perfección del cuerpo femenino, lleno de curvas y sinuosidad. No le sobra nada y todo está bien colocado. Los hombres, en cambio, somos brutos y rugosos. Las mujeres son suaves y delicadas. El cuerpo femenino está hecho con muy buen gusto y está muy bien trabajado, sólo hace falta ver la delicadeza con la que se mueve. Para mí es un espectáculo.
— ¿Y el misterio?
— El misterio es algo con lo que cuentan todas las mujeres. Todas son un misterio. Como ya le he dicho, los hombres somos simples e idiotas, y no somos capaces de entenderlas. Por eso, cuando un hombre se enamora de una mujer, al menos desde mi punto de vista, se enamora de su misterio. Un hombre de verdad querrá descubrir poco a poco aquel misterio. Intentará, a lo largo de su vida, conocer más cosas de su mujer e intentará mantener la buena salud del misterio. Por eso amo tanto a Clea: ella es el enigma de mi vida. La cuido tan bien como puedo para que su mente me siga pareciendo un misterio. Un hombre nunca ha de llegar a conocer del todo a su mujer. En el momento en el que lo hace, algo ha ido mal, porque no ha propiciado que ella evolucionara. La única cosa por la que creo que los hombres atraemos a las mujeres es porque somos capaces de potenciarlas y cuidarlas. Si la vida es una escalera de dos escalones, la mujer está en el de arriba y nosotros en el de abajo. Pero, si nos ponemos de pie, la agarramos y alargamos los brazos, podemos hacerla llegar todavía más alto de lo que ya estaba. Ese es, para mí, el motivo de la existencia de los hombres.
— ¿Y yo también soy un misterio?
— Usted lo tiene todo. Ha sido el descubrimiento del año.
Elizabeth me regaló una sarcástica pero dulce risa. Yo ya intuía la razón de aquella reacción.
— ¿Incluso siendo tan vieja como soy?
— ¡Eso no hace más que potenciarla! La vejez dota a las mujeres de un encanto especial y la experiencia las convierte en los seres más sabios de la tierra. A lo largo de su vida, una mujer experimenta todo tipo de sensaciones que un hombre no puede ni imaginar. Usted, a su edad, estoy seguro de que entiende perfectamente cómo son, cómo sienten y cómo se comportan los hombres. Yo, en cambio, nunca podré experimentar lo que significa parir, tener la regla o tener la menopausia. Y tampoco entenderé nunca cómo han afectado todas esas sensaciones a su manera de pensar. Usted, señorita Elizabeth, es un misterio más grande que mi propia mujer.
— Caray, señor Cross, hará que me sonroje.
— Y déjeme decirle que usted es preciosa. Muchas jovencitas desearían una sonrisa y unos ojos como los suyas.
— Un día de estos le enseñaré una fotografía de cuando era joven.
— ¡A ver si me enamoraré por segunda vez de usted!
Ambos reímos y nos quedamos en silencio unos segundos. Las madalenas y el café que había sobre la mesita de vidrio ya hacía rato que habían desaparecido. Me habría quedado hablando con ella toda la vida, pero el Sol ya empezaba a desaparecer y no quería estorbar en el horario de Elizabeth.
— Bien, señorita Elizabeth, le doy las gracias de todo corazón. Siento tener que cortar esta magnífica conversación, pero se me hace tarde.
— Vaya, es una pena. Espero que mañana todo vaya muy bien. Y no dude en volver a explicarme cómo ha ido.
— No se preocupe, la mantendré al corriente de todo. Cuídese, por favor, y vigile con los locos que corren por ahí buscando las plumas.
— Lo haré. La próxima vez me parece que me tocará sincerarme a mí.
— Estaré encantado de escucharla, no se preocupe.
Y antes de irme por la puerta, me envió una de sus sonrisas embriagadoras.
Si había llegado a aquella casa pensando en Clea, la abandoné pensando en Elizabeth. El viaje de vuelta se me hizo dulce y tierno.
Había llegado el momento, por fin me sentía preparado para hacer frente a los demonios que nos atacaban a mí y a mi mujer. Aquella reunión supondría un cambio, así tenía que ser. Un punto y aparte.
Prepárate, Clea. Tu Kyle Cross ha vuelto.
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