La voz de mi mujer me pone tan caliente como sus senos
Y no exagero. ¡Mi mujer es la fémina definitiva! Es capaz de excitarme con cualquier parte de su cuerpo. Un día la desafié a un reto: que me hiciera eyacular sin tocarme. Ella aceptó y, no sólo no me tocó, sino que ni siquiera necesitó quitarse la ropa: con unas cuantas miradas cargadas de sensualidad enviadas en los momentos adecuados, lo consiguió. El problema es que la última mirada, la que me hizo ensuciar los calzoncillos, me la envió en medio del metro. Ya te imaginarás cómo lo pasé. La muy lista lo tenía todo planeado.
¡Y los juegos no acaban aquí! Cuando Clea tiene la regla, acostumbro a cogerle los tampones usados y guardarlos en la mesita de noche. Durante un tiempo no se dio cuenta, pero desde que sí lo hizo, siempre me obligaba a quemarlos delante de ella. Para mí era una tortura, pero ella se divertía como un niño torturándome.
Es una chica extraña, capaz de aguantar todas las bromas que le hago. Y, en muchas ocasiones, me las devuelve. Sin embargo, al mismo tiempo es una mujer que, cuando lo necesita, sabe ponerse muy seria y pararme los pies. Además, es muy sensible, con una psicología una inteligencia emocional complejísimas.
Esto, unido a sus curvas, sus ojos azules y a su cabello, negro y brillante, ¡la convierte en la fémina definitiva! Cuyo honor me he atrevido a herir...
¿Y ahora por qué te hablo de Clea? ¡Ah, sí! Ya lo verás más adelante. Ahora, por favor, seamos serios:
Volví a casa agotado, sintiéndome todavía desbordado por todo el conjunto de emociones que querían salir al mismo tiempo de mi cuerpo. El trayecto no había sido fácil, y cada dos por tres tenía que detenerme porque me sentía a punto de vomitar. Al entrar por la puerta, dejé las dos plumas encima de la mesa del comedor y me fui al lavabo. Allí me miré al espejo.
Efectivamente, tenía los ojos rojos. Pero el cambio de color no se había dado en el blanco que forma los glóbulos oculares, como acostumbra a ser, sino en los iris, tal y como había dicho Gutts. Eran de un rojo feroz, casi granate, que convertía mis ojos oscuros y tranquilos en unos encendidos y llenos de rabia.
Me lavé la cara con agua y, al mirarme otra vez en el espejo, noté que mis iris parpadeaban. Después de uno o dos segundos, el color rojo desapareció y el negro habitual volvió. Al mismo tiempo, noté que la tranquilidad volvía a mi cuerpo, desapareciendo así la incómoda sensación que me acongojaba.
Una vez calmado, decidí ducharme. El agua me ayudó a reflexionar y a pensar en Margareth Crown. La había cagado y ahora, lejos de quererla muerta, lo que me preocupaba era que estuviera bien. Ojalá lo que le había hecho no le comportara ningún trauma.
¿Qué me había pasado? Para mí no había ninguna duda: la pluma por fin había activado los efectos secundarios. Seguramente, el escribir "repugnancia" tantas veces seguidas había precipitado esta activación. No puedo negar que tenía miedo: durante aquel remolino emocional había visto algo que jamás habría querido volver a ver. En aquel momento, pensé que tal visión sólo había sido fruto de la mezcla de recuerdos y sentimientos. Debía ir con más cuidado: confiar menos en la pluma e intentar controlar la aparición de estos efectos.
Al salir de la ducha, ya con la cabeza aclarada y recuperado, me puse unos pantalones y una camisa de tirantes y cogí un batido de chocolate de la nevera. Bebiendo, me dirigí hacia el teléfono para ver si tenía mensajes en el contestador.
Y... ¡Sorpresa! ¡Tenía uno de Clea! Aquello sí que no me lo esperaba. Una euforia y alegría súbitas me hicieron sonreír.
¿Por qué me había enviado un mensaje? ¿Quería echarme la bronca? ¿Estaba preocupada? ¿Había ocurrido algo con Eve? Realmente me daba igual: había llegado en el mejor momento. Tenía unas ganas de oírla y de verla brutales.
Sin pensar en ello dos segundos más, pulsé el botón.
— Recuerda que te estoy esperando —decía el mensaje, con una voz contundente y a la vez repleta de dulzura.
Y se me levantó. Era inevitable. La muy cabrona sabe qué tipo de tono de voz utilizar en cada ocasión y sabe que unos funcionan mejores que otros en mí. Sabía que si utilizaba aquel tono, serio pero a la vez juguetón y sensual, yo no podría resistirme a llamar en el preciso instante de oír el mensaje. Así, fiel a mi debilidad y con un bulto puntiagudo en los calzoncillos, la llamé. No tardó mucho en contestar.
— ¡Ay, por fin! Me tenías preocupada. Llevo toda la mañana mirando el teléfono —exclamó enseguida.
— Hija mía, no hace falta que te preocupes tanto. ¿No se suponía que todavía no me creías? Además, soy el protagonista de esta historia y las cosas se tendrían que torcer mucho para que yo muriera —contesté, desconcertado.
— Y es verdad, hasta que no vea con mis ojos la famosa pluma no te creeré del todo. Pero eso no quita que esté preocupada, en especial después de la conversación de ayer. Y aunque el autor de esto no te matase, tiene suficiente mala leche como para dejarte parapléjico o alguna cosa así. Y si eso pasa... ¡Qué aburrimiento!
— ¿Aburrimiento por qué? —aún no me había sacado el desconcierto de encima.
— Porque yo no tengo suficiente con juegos de dedos y de lengua. Ya sabes lo que quiero decir.
No pude evitar reír al oír aquella frase. Ayer casi no quería hablar conmigo y ahora me soltaba aquello. ¿A qué venía ese cambio? No lo supe ni intenté descubrirlo. Ya hacía mucho tiempo que me había dado cuenta de que hombres y mujeres no nos entenderemos jamás.
— Que sepas que el mensaje me la ha levantado. Si la conversación tiene que ir por estos caminos, me temo que no podré aguantar —confesé.
— Pues ve a calmarte al baño y después hablamos. —me ordenó, secamente.
— ¿Y si lo hago mientras hablamos? Los sexólogos recomiendan el sexo telefónico. Y ya que no lo podemos tener físicamente...
— Cuelgo —avisó.
— ¡Vale, vale! Ya me tranquilizo... ¿Y por qué querías hablar conmigo? ¿Sólo querías comprobar si estaba vivo o qué?
— Ya te lo he dicho en el mensaje. Te estoy esperando, recuérdalo. Te quiero aquí pronto para que me expliques el follón en el que andas metido y para que me traigas la pluma. Quiero ayudar, y me da igual lo que digas.
— Te noto especialmente directa, normalmente no eres tan agresiva. ¿Qué pasa? —pregunté, un poco preocupado.
— ¡Es que yo también estoy excitada! Qué quieres que te diga, ya sabes que soy bastante morbosa y con tanta preocupación y nervios acumulados... Pues mi cuerpo se ha descontrolado. ¡Cosas mías, ya sabes! Ahora que Eve todavía duerme quería aprovechar para ir a la habitación y... Pero entonces has llamado tú.
— ¡Caray, tú, qué coincidencia! Resulta que ambos vamos calientes. Deberíamos quedar un día a la semana y deshacernos de las tensiones acumuladas.
— No, nada de sexo. A ver si recibiré otra vez.
Después de decir aquello, Clea fingió una tímida risa para tratar de disimular la gravedad de lo que acababa de decir. Estaba seguro que no lo había dicho conscientemente: se le escapó y no supo cómo arreglarlo. Lo noté porque ambos nos quedamos en silencio.
Un silencio que me la bajó al momento. El hecho de que lo dijera sin darse cuenta fue lo que más me preocupó. Un suceso como aquel no debía ser frivolizado ni asumido, y ella lo sabía. El problema, sin embargo, es que a veces no se puede luchar contra el subconsciente.
— ¿Y cuándo se supone que he de venir? —pregunté para cortar aquel silencio tan incómodo.
— Mañana tengo fiesta en el trabajo, pero Eve tiene escuela. Creo que por la mañana es el momento perfecto. Y ahora, si no te importa, cuelgo.
— ¿Tan caliente vas? Madre mía, te tengo demasiado necesitada. ¿Y si no quiero colgar qué pasará? ¿Te mojarás entera en medio del comedor? —dije, cargado de malicia.
— Pues que mañana te quedarás sin los tampones usados de la última regla —amenazó ella, queriendo cortar enseguida.
— Pues venga, ya nos veremos. ¡Adiós! —contesté al instante, no fuera el caso que la amenaza se cumpliera.
— ¡Adiós!
Y colgué, sintiéndome manipulado... ¡Pero qué manipulación más dulce!
Las conversaciones por teléfono con Clea siempre eran más fáciles, ya que no nos teníamos que mirar a la cara. Me quedó pendiente disculparme por haberla preocupado tanto, pero, como ya has visto, la pobre tenía prisa...
Con una curiosa sensación de alegría, decidí salir al balconcillo. No sabía cuándo volvería Gutts, pero decidí esperarlo mientras miraba al horizonte y me tomaba el batido.
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