Interludio prácticamente femenino
Como cada mañana, el insolente despertador interrumpió el plácido sueño de Clea. Aún poseída por Morfeo, alargó el brazo y agarró el móvil que temblaba y berreaba sin cesar encima de la mesilla. Las ocho. En ese instante recordó que Eve no estaba: se había quedado a dormir en casa de una amiga, y pasaría el día junto a ella y sus padres, aprovechando el fin de semana. No había, por tanto, motivo para levantarse tan temprano.
Y aun así, prefirió salir de la cama. No sólo porque su sueño ya había sido interrumpido. Sino porque siempre que iniciaba el tránsito al mundo onírico sentía frío. El frío de la soledad. En cuanto ese pensamiento abordó su mente, miró a la cama.
Cada noche, desde hacía dos años, sentía frío. Ya no se sentía abrazada, ni acompañada. Ya no recibía el cálido cariño del imbécil de su marido. Ya nadie la levantaba con sus gruñidos enfadados y clásico mal humor matutino, que luego se tornaban en complicidad en cuanto ambos se miraban. Por todo ello, sentía frío. Desde hacía dos años, le costaba conciliar el sueño. Y no había vuelto a dormir hasta tarde. Era incapaz sin su presencia. Lo echaba de menos.
Se dirigió al baño, alejándose de esos pensamientos. Se lavó los dientes y la cara. Y tras hacerlo, lanzó una pícara mirada al espejo. Con suavidad, se apartó el cabello del lado izquierdo de la cabeza, al principio de la nuca. Allí estaba. Casi imperceptible, escondida entre las raíces. Si no notara que estaba ahí, ni siquiera Clea habría percibido su presencia.
'Y/R¡.#.
La dichosa marca. La noche en que surgió, Clea sintió algo a su alrededor. Una sensación familiar y desconocida al mismo tiempo. No sintió pavor como Kyle, pero sí un desajuste. Como si algo no fuera bien. Y al levantarse de la cama y mirarse en el espejo, vio aquellos caracteres. Cuando el detective le preguntó por ellos, a Clea empezaron a encajarle y a desencajarle varias cosas al mismo tiempo. Decidió mentirle. Le dolía hacerlo, pero era por su bien.
Él no sabía de estos temas. Y preocuparlo sería contraproducente.
Por suerte, Eve sí estaba libre de la marca. En eso no mintió. Y ese detalle la llenó de curiosidad. Quien fuera que hubiera puesto aquello en sus cuerpos había sido selectivo.
— ¿Por qué habrás querido colocarnos esto, bichito? —preguntó al espejo.
Y sonrió de nuevo. Sentía cierta euforia. El equipo de I+D estaría deseando hacer de todo con aquellas letras malditas. Ahora mismo no tenía tiempo, pero sin duda investigaría los caracteres. No sólo por curiosidad, sino por ser algo único. Y en ese sentido, le ponía tremendamente cachonda tener por fin una ventaja sobre el cabrón de Ventura.
Tras asearse, volvió de nuevo al cuarto. Se cambió las braguitas y se desabrochó la camisa con la que dormía. Cogió un sostén del armario y comenzó a colocárselo.
Aún le costaba acostumbrarse a llevarlos, después de tantos años dejando su pecho libre de ataduras. Siempre había sido una chica muy pudorosa, así que jamás había considerado deshacerse de los sostenes.
Fue Kyle quien cambió su visión. Cada día recordaba la frase que le soltó su por entonces novio la primera vez que la vio en ropa interior.
— ¡Pero mujer, libéralas de su cautiverio!
Quizá lo que más le costó a Clea en su relación fue entender que los comentarios de ese loco no eran los piropos y exigencias de un pervertido baboso. Él lo decía verdaderamente en serio. Todas sus sugerencias, por vulgares que fueran, tenían por objetivo conseguir la mejor versión de Clea, libre de complejos y más fiel a sí misma. Cuando lo comprendió, decidió dejar de usar sostén. Lo probó, y acabó gustándole.
Hasta que se separaron. Sin él, ya no era divertido. Cuando Kyle no estuvo, volvió el pudor.
Recordó entonces otra anécdota que le hacía mucha gracia. Después de un tiempo sin llevar sostén, Clea cayó en que Kyle nunca le había dicho nada sobre otro de los grandes temas concernientes a la higiene y belleza femeninas. Le preguntó por qué no comentaba nada sobre sus piernas depiladas.
— A ver, si me haces elegir, a mí me gustas más depilada. Pero haz lo que prefieras. A mí me sigues poniendo como una moto tengas pelos o no.
Aquella fue una de las frases que le confirmaron por qué se había enamorado de ese imbécil. Le encantaban sus contradicciones. Tras aquello, llegaron a un acuerdo: ella seguiría depilándose con la condición de que él se quitara los vellos de las axilas, pues a Clea le provocaban cierta repulsión. Al día siguiente, el muy bruto apareció con los sobacos enrojecidos e irritados. Clea tuvo que enseñarle a depilarse correctamente. Aunque al final se vieron obligados a posponer la lección, pues a mitad de la clase se dejaron a la pasión y acabaron follando.
Se vistió con su americana negra y el clásico atuendo con el que iba al trabajo. Y a pesar de ello, no pisaría la oficina. Lo que significaba una oleada de llamadas de los inútiles aunque muy queridos miembros de su equipo. Cuando la jefa no estaba, se ahogaban en el descontrol. Apagó el teléfono.
Pero ese día tenía otra misión. Ya había informado a sus superiores de aquello que tenía entre manos, así que contaba con carta blanca para actuar. Y aunque a ellos sólo les interesaba el final del caso, Clea sentía más atracción por el proceso. Pues, al fin y al cabo, involucraba a su marido y a personas inocentes.
Tras desayunar, cogió el discreto coche negro que, a pesar de pertenecer a su marido, era de uso exclusivo de Clea. Condujo hasta el Centro, y se introdujo en la zona más lujosa de la ciudad. No tardó en localizar la dirección. Se le hizo raro aparcar su barato vehículo entre tanto chasis bañado en exclusividad. Llegó ante la puerta del enorme rascacielos.
Le extrañaba y a la vez no que Anna le hubiera dicho que siempre había vivido en una casa "normal". Le extrañaba porque un piso en esa zona y en ese bloque era inconcebible para cualquier mortal. Y a la vez no, porque, al fin y al cabo, ella no había conocido nada más. Para ella, era "lo normal".
Pero lo cierto era que aquella casa pertenecía a los Santllehí, un importante linaje de empresarios de éxito, dueños de un holding que aglutinaba algunas de las marcas más conocidas de ropa, con tiendas en todo el mundo. El actual patriarca i dueño del imperio era Joan Santllehí i Muntaner, y su esposa era Maria Blancafort Casademunt, otra ejecutiva brillante que había decidido retirarse tras su boda. Oficialmente tenían un hijo: Adrià Santllehí Blancafort. Extraoficialmente, tenían dos. Pero una había desaparecido y su ausencia nunca había sido denunciada. Su existencia, de hecho, había sido silenciada todo lo posible aprovechando el poder de la familia.
Pero Clea sabía qué había ocurrido con esa hija desaparecida. Ella misma se lo había contado. Y ahora necesitaba la otra versión. El por qué. La razón que había llevado a ese matrimonio a confinar a su hija en una habitación durante más de una década.
Entró en el bloque sin pensárselo dos veces. Un precavido portero la interceptó.
— Buenos días, señorita. ¿A qué planta va?
— Tengo asuntos en la quinta.
Le enseñó su identificación. El portero no hizo más preguntas.
Clea entró en el ascensor. Y mientras subía, le entró la curiosidad.
— ¿Índice de éxito?
— Supera el 89%.
— Siempre me dices lo mismo.
— Siempre mantienes el nivel.
— Por eso no te despegas de mí.
— Por eso eres mi mejor proveedora.
Clea rio. Le mentía. Lo hacía constantemente, excepto cuando había un intercambio de por medio.
Llegó al piso indicado. Un lujoso y sobrio pasillo le dio la bienvenida, con preciosos acabados de mármol y alfombras de valor desorbitado. Se situó ante la puerta indicada. Y llamó, sin miedo.
La recibió la criada. Una mujer de mediana edad, en uniforme.
— ¿Qué desea? —preguntó con amabilidad.
— Vengo a charlar un rato con Maria Blancafort. ¿Puedo pasar?
— Antes necesitaría saber quién reclama a mi señora.
— Dígale que Anna Santllehí.
La cara de la mujer se congeló en un instante. Cerró la puerta con cuidado. Clea esperó pacientemente. El índice de éxito era del 89%. Esa puerta volvería a abrirse.
Y así lo hizo.
— Acompáñeme, por favor —le dijo esta vez la asistenta.
Avanzaron por un ancho pasillo de blancas paredes y modernidad apabullante. De tonos blancos y negros, con muebles lisos y de aspecto aséptico. Un diseño exquisito. Tan exquisito que a Clea le resultaba asqueroso.
Llegaron al salón. Un gigantesco ventanal daba a una terraza magnífica, casi un jardín en las alturas. Sobre una alfombra gris reposaban dos carísimos sofás blancos, formando una L, con una preciosa mesilla negra en medio. El televisor más grande que jamás había visto miraba aquellos muebles, encima de una modernísima chimenea rodeada de mármol blanco.
Y en uno de los sofás, una señora que superaba ya la cincuentena. Bajita y delgada, con un posado tan digno como imponente. Vestía un jersey de cuello alto de seda y unos pantalones que para los vulgares ojos de Clea parecían de lino, pero seguro que escondían algún caro secreto. Llevaba el cabello corto, teñido de negro, y poco maquillaje. Sus facciones eran duras y sus ojos, azules, cargados de endiablada experiencia.
— Por favor, siéntese —le ordenó, con un tono cordial que no escondía su profundo enfado.
Clea se sentó en el sofá contiguo, que miraba hacia el ventanal.
— Encantada de conocerla, señora Blancafort. Me llamo Clea Larone.
— Me importa un rábano quién es usted. Sólo quiero que me diga por qué ha nombrado a... Bueno, por qué ha pronunciado ese nombre y qué sabe al respecto —espetó, marcando esta vez el hiriente tono para tratar de intimidar.
Pero Clea tenía muchas tablas. Con apenas dos líneas de diálogo, ya sabía que había ganado la discusión. El índice de éxito era mayor del 89%.
— Antes déjeme enseñarle quién soy —respondió, con suma tranquilidad y esbozando una traviesa sonrisa. La sonrisa que siempre se le escapaba cuando controlaba la situación.
Y sacó la identificación. La señora Blancafort se sorprendió, aunque no pareció intimidarse.
— Por mucho que trabaje donde trabaja, sabe que mi marido no es un cualquiera, ¿verdad?
— Lo sé perfectamente, señora Blancafort. Es mi trabajo saberlo.
La dueña de la casa se mordió el labio. Clea siguió sonriendo.
— ¿Y puede decirme por qué un asunto tan personal ha llegado a manos de alguien como usted? ¿Acaso les falta trabajo?
— Conocí a su hija, señora Blancafort. Y la curiosidad me pudo. Deformación profesional, ya sabe. Y un escándalo como este en el seno de una de las familias más poderosas del país llama la atención de cualquiera, y más de alguien como yo, que trabaja con información delicada.
Maria tragó saliva. Sabía que estaba entre la espada y la pared. No le quedaba más remedio que rendirse.
— No es mi hija. Yo no tengo hija.
— Sí la tiene, pero decidió encerrarla bajo llave hasta que se escapó. Y de una forma muy curiosa, por cierto. ¿Cómo escapa una muchacha de diecinueve años de una cárcel en una quinta planta y haciendo un boquete en la pared?
— Eso no lo sé ni yo, señora Larone. De hecho, hasta hoy creía que estaba muerta.
— Pues no lo está. Vaga por las calles sin acercarse a nadie. La privaron tanto de la luz del Sol que ahora es lo único que desea en el mundo.
Blancafort chasqueó la lengua en señal de desprecio.
— Me da igual lo que haga. Como ya le he dicho, no es mi hija.
Clea decidió eliminar la sonrisa de su rostro. Apostó por una frialdad mucho más intimidante para exprimir a su presa.
— Pero sí lo fue hasta que nació su hijo, ¿cierto?
— ¿A dónde quiere llegar, señora Larone?
A la estirada millonaria empezaba a acabársele la paciencia. La estrategia de Clea surtía efecto.
— ¿Por qué usted y su marido encerraron a su hija y ocultaron su existencia?
La presa volvió a chasquear los dedos, esta vez con profunda molestia.
— No lo entenderá. No está sometida a la presión a la que estamos expuestos yo y mi marido cuando tomamos decisiones de tal índole.
— Explíquemelo para que lo entienda.
Volvió a cabrearse. Clea sintió cierta impaciencia por satisfacer una curiosidad que la devoraba por dentro.
— Nosotros aceptamos a nuestra hija, pero nunca estuvimos de acuerdo con su existencia. Por eso volvimos a intentarlo, y por suerte, salió bien esta vez.
— ¿Nunca quisieron a una niña?
— No.
— Dígame el por qué.
— En primer lugar, una hija supondría la pérdida del apellido Santllehí. Algo inconcebible. Esta familia arrastra un importantísimo pedigrí que debe mantenerse. Con la pérdida del nombre empieza la pérdida de la reputación. Aquel que dirija este imperio debe ser hombre, para conservar generaciones de fama intachable.
Clea quedó anonadada ante semejante gilipollez. Pero no bajó la guardia.
— Bastaría con cambiarse el apellido.
— ¿Y rebelar a nuestros enemigos nuestra preocupación por nuestro buen nombre? No es aceptable. Los Santllehí han sido siempre hombres. Y así debe ser. Y déjeme decirle que, en todo caso, el nombre no es lo único que importa.
— Dígame más, pues.
— El mundo de mi marido es un mundo de hombres, señora Larone. Una mujer liderando el imperio Santllehí es una presa que está pidiendo a gritos que la devoren. No es admisible.
Clea empezó a calentarse. No podía creerse lo que oía.
— ¿Acaso no hay grandes mujeres en puestos de responsabilidad?
— No me sea demagoga, señora Larone. Son excepciones. Unas pocas entre montones de hombres. Por cada mujer fuerte, hay miles de débiles. Uno puede criar a un hijo todo lo bien que pueda, pero es imposible que salga con la personalidad y aptitudes que una había planeado. Criar a una mujer, pues, es arriesgarse a conseguir una persona fuerte o una pusilánime inútil. Y a las personas como nosotras, señora Larone, el riesgo no nos gusta.
— Me parece insultante que diga eso alguien como usted, una mujer que supo imponerse en un mundo de hombres.
— Por supuesto, y por ello sé mejor que nadie lo que es ser mujer en este sector. No quiere verlo, señora Larone, pero no puede obviar la realidad. Mi marido y yo lo sabemos perfectamente. Las mujeres no son rentables. Inestables, con el riesgo de la maternidad, con menos ambición, más conformistas... No funcionan igual de bien que un hombre en cualquier otro puesto de trabajo, ¡imagínese dirigiendo una red de empresas como la nuestra!
A Clea empezó a corroerle el asco. Cualquiera con dos dedos de frente se sentiría igual. Pero ella todavía sentía más rabia. No sólo era una mujer que también se había impuesto sobre un mundo que la infravaloraba. Sino que además tenía una hija creativa e inteligente, que podía comerse el mundo si lo deseaba. Pero idiotas como la que tenía delante iban a impedírselo.
La señora Blancafort continuó al ver la cara de enfado que empezaba a mostrar Clea.
— A mí lo que me importan son los resultados. Y obsérvelos usted misma. En los puestos de responsabilidad las mujeres brillan por su ausencia. No sólo eso, de media cobran menos que los hombres. Las mujeres somos valiosas, pero en los sitios adecuados. Si queremos que nuestras empresas continúen siendo lo que son, necesitamos que estén al mando de un hombre fuerte. ¿Porque quién nos descarta que, cuando yo y mi marido no estemos, la debilidad pueda con nuestra hija y decida darle las riendas a alguien externo? Sería inadmisible.
— Usted me da simples estadísticas y resultados, ¡pero tras ellos hay un por qué! Las mujeres cobran menos por los distintos puestos que desempeñan respecto a los hombres, menos pagados pues ellas valoran más su tiempo libre. Esa es una de las posibles razones. No debemos quedarnos con los simples resultados, señora Blancafort, hay que ir a la raíz y encontrar la forma de arreglar los posibles desajustes.
— Yo no vengo a resolver desajustes, señora Larone. Yo vengo a generar resultados. Y como genero resultados, me importan los resultados, no lo que hay detrás. Si éstos me dicen que las mujeres no sirven para dirigir nuestras empresas, la solución será que lo hagan los hombres. El día en que los resultados cambien, cambiarán las soluciones que aplicaré.
Clea estaba a punto de levantarse y calzarle una hostia a semejante inepta. Ella y su marido eran un cáncer. Seres asquerosos sin un ápice de humanidad. Sólo veían números.
— Y por eso no tuvieron reparos en deshacerse de su hija en cuanto consiguieron al hijo que necesitaban.
— Exacto. Tuvimos que ocultarla. Porque, como ya le he dicho, la presión es máxima. Si nuestro hijo hubiera tomado las riendas de las empresas existiendo una hija mayor y heredera, la prensa demagoga e izquierdista nos habría acusado de machistas. Y eso sería un ataque tremendo hacia nuestra reputación. Es mucho más seguro mostrar ante el público un matrimonio con un único hijo.
— El problema es que lo son. Son profundamente machistas.
— No de cara al discurso público. Y en este mundo, señora Larone, lo más importante es la imagen que muestras ante los demás.
Clea ya tenía suficiente. Sentía ganas de vomitar. Ni siquiera tenía ganas de formular las preguntas que aún le quedaban en el tintero, como qué pretendían hacer una vez su hija fuera mayor y ya no pudieran seguir escondiéndola.
Se levantó, intentando recobrar la frialdad.
— Creo que ha sido suficiente. Déjeme decirle que siento un profundo asco hacia usted y su marido. Y me alegro de que Anna haya podido deshacerse de sus monstruosos planes.
— Piense lo que quiera. A diferencia de usted conmigo, yo no voy a juzgarla. Sólo espero que nuestra conversación no salga de esta casa, o yo y mi marido nos veremos obligados a tomar medidas.
— No se preocupe. Púdranse ustedes, su nombre y su imperio. Yo ya no quiero saber nada.
— Me alegro entonces. Espero que ninguna de las dos vuelva a recibir noticias de la otra.
La asistenta apareció para acompañar a Clea hasta el pasillo. Se resignó y en silencio se marchó de aquella casa de continente impoluto y pútrido contenido.
De camino hacia la calle, la rabia volvió. ¿Cómo podían haberle hecho aquello a Anna? ¿Por qué habían tenido que arruinar su vida por semejantes estupideces? Personas poderosas, cultas, brillantes, dejándose llevar por estadísticas sin contexto y visiones sesgadas. Se sentía horrible por esa pobre chica.
Llegó a la planta baja. Y en cuanto se abrieron las puertas, Clea se percató de que se estaba dejando llevar por los sentimientos. No estaba siendo profesional. No estaba siendo ella.
Respiró profundamente. Y volvió la frialdad.
"Piensa más allá, Clea. Más allá de tu mundo y tus sentimientos. Más allá del Protocolo".
Le dolía aceptarlo, pero era una realidad. La historia de Anna era absurda. Y la de sus padres. Era intranscendente, inane, desconectada de la trama principal. No tenía todos los datos, pero le constaba que hasta este punto de la historia todos los personajes habían aportado algo al avance de la misma. Pero Anna no. Se había mantenido separada de la trama principal. ¿Era la excusa para desarrollar a la propia Clea? Era posible, pero si eso fuese así, ¿para qué malgastar un personaje para algo así?
Anna escondía algo más. Tenía un papel claro en la trama. Así funcionaba el mundo. Todos los personajes tienen un propósito. Pero, ¿cuál era el de Anna, si claramente su historia no interactuaba para nada con la línea argumental? ¿Qué le tenía reservado el destino? Cuando llegó a la calle, los interrogantes la llenaron de impaciencia. Así que no aguantó más, y decidió consultarlo.
Le preguntó al misterioso gato que siempre la acompañaba. Ese ser que lo sabía todo y a la vez nunca soltaba nada gratis. Su mayor y más querido proveedor y as en la manga contra el cerdo de Ventura.
El Archivo.
— Oye, Archi. Y perdón por llamarte así, sé que te molesta. No lo hago aposta —bromeó.
Tras ella, igual que en ascensor, apareció el felino negro. Como una silueta separada de la realidad. Con unos ojos hechos de diamante y unas orejas más largas de lo normal.
— No sé de dónde sacas que me molesta. Archi no es un apodo que esté archivado, así que nada que no esté archivado por el Archivo es de mi incumbencia.
— ¿Algún día dejarás de mentirme, bichito?
El gato mostró una sonrisa malévola, antinatural para su supuesta especie. Casi humana. Siempre que el Archivo sonreía, Clea recordaba al gato de Alicia en el País de las Maravillas. Quién sabe, quizá esa entidad fue la verdadera inspiración para Carroll. Los genios siempre eran los que más en contacto estaban con los entes escondidos en el Mundo Detrás del Mundo. De todas formas, siempre odió profundamente ese libro.
— Dime, ¿cuánto me costaría que me dijeras el papel de Anna en esta historia?
— Teniendo en cuenta que no es un conocimiento que se encuentre en el Glosario, saldría caro. Para empezar, una edición inédita de la Divina Comedia traducida al suajili, en verso, por un antepasado directo de Miguel Ángel.
Una vez más, le pedía lo más absurdo e irrealizable que pudiera imaginarse. No era la primera vez, siempre encontraba la trampa para conseguir lo que le pedía el dichoso gato. Por suerte, al Archivo sólo le interesaba el producto final, no cómo se hubiera llegado a él. Pero en las circunstancias actuales, no podía conseguir en el tiempo suficiente lo que le pedía la entidad.
— Vamos a tener que cancelar el trato, Archi.
— Una lástima. No sueles fallarme. Pero aun así sigues siendo mi proveedora favorita.
Clea sonrió. ¿Qué demonios hacia el gato con semejantes conocimientos?
Miró al frente, devolviendo su atención al mundo real. Y allí estaba Anna. La sorpresa para Clea fue mayúscula. Pero cuando vio la profunda melancolía que irradiaba la joven, lo entendió.
— Anna, ¿acaso has...?
— Te he seguido. Y antes de que entrases, he hecho que la luz me transmitiera la conversación que has tenido con mi madre.
El rostro de Anna se hundió en el llanto. Clea corrió a abrazarla.
— ¿Por qué, Clea? ¿Qué hice para merecérmelo?
— Tú no hiciste nada, Anna. No es culpa tuya. Tuviste la mala suerte de nacer en una familia de monstruos. Pero tú no eres como ellos. Ahora tienes la oportunidad de forjar tu propio futuro.
Ambas se miraron a los ojos. Anna sintió la esperanza que le transmitían los ojos de Clea.
— Yo te ayudaré en lo que necesites. Estaré aquí, siempre que me necesites —declaró la mayor, conmovida.
Anna esbozó una pequeña sonrisa.
— Eres mi luz, Clea.
Se abrazaron una vez más.
— Pasemos el día juntas. ¿Te apetece?
La chica de cabello blanco no necesitó expresarlo para transmitirle a Clea que estaba deseando pasar con ella todo el tiempo del mundo.
— Por cierto, ¿con quién hablabas antes? —preguntó Anna antes de que ambas se pusieran en marcha.
Clea se echó a reír.
— Tú tienes a tu amiga la luz. Y yo tengo a cierto amigo en la oscuridad.
La joven no entendió a qué se refería su compañera.
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