Interludio nocturno
A continuación presento un capítulo en el que yo no seré el protagonista. El autor de esto piensa que a la larga me haré un personaje muy pesado, así que ha decidido meter pausas en medio de la historia para no saturar al lector. Personalmente, creo que es una gilipollez. Soy el protagonista, coño: me merezco aparecer en el cien por cien de la historia. Y encima, el maldito no me deja narrar esta parte. Claro, se supone que esto no lo viví. El cabrón no ha querido ni idear mi personaje como un narrador omnisciente, tal y como debería ser. Pues bien, sin más interrupciones (seguiría interrumpiendo si el hijo de su madre no me manipulara como a un muñeco) te presento este pequeño capítulo protagonizado por la niña de la pluma morada:
Era una noche muy oscura. De hecho, era una noche ideal. Una de esas en las que se podrían ver las estrellas si no fuera por las luces de la ciudad. Y aunque estas luces alumbraban cada rincón del paisaje, en realidad no hacían más que ennegrecer todavía más la densa oscuridad. En medio de aquel ambiente nocturno se encontraba la protagonista de este capítulo. Caminaba lentamente, escuchando atentamente el silencio que aquellas horas permitían disfrutar. Buscaba un lugar donde dormir. Un lugar donde no llamara la atención y donde pudiera permanecer escondida. Un lugar en el que las pesadillas no la persiguiesen.
Finalmente encontró una gran escuela, con un patio lleno de árboles que brillaban con la poca luz que emitía la Luna. Era un espacio amplio, y estaba segura de que encontraría algún lugar donde descansar los ojos. Sin pensárselo dos veces y utilizando la pluma, hizo una abertura en la valla que rodeaba el recinto y cruzó el patio hasta llegar al edificio principal. Abrió una de las ventanas fácilmente haciendo palanca con aquél instrumento. Tan útil que resultaba aquella pluma, y al mismo tiempo cómo le había destrozado la vida.
Paseó por la escuela, buscando la clase más adecuada para dormir. Pero pronto se encontró una anomalía que la detuvo. Una de las clases estaba abierta.
Se acercó silenciosamente, llena de precaución, y sacó la cabeza para observar el interior. El aula estaba llena de alumnos. No obstante, decirlo así no es del todo correcto: y es que los alumnos estaban presentes en cuerpo, pero no en alma. Aquellos chicos y chicas habían sido completamente carbonizados y, de hecho, alguno de ellos todavía expelía humo. Extrañamente, sólo los jóvenes habían sido quemados. El mobiliario de la clase seguía intacto, y los estudiantes permanecían sentados en sus asientos. La niña oyó el ruido de una tiza escribiendo en una pizarra y rápidamente dirigió la mirada al fondo de la clase.
Allí se encontraba un hombre de unos treinta o treinta y cinco años, con el cabello despeinado, muy largo y de color gris. Llevaba una camisa negra y unos vaqueros del mismo color. Escribía en la pizarra palabras extrañas que nuestra protagonista no podía entender. Al girarse, mostró unas gafas grandes y redondas que brillaban con la luz de la Luna que entraba por una de las ventanas de la clase.
— Llega tarde, señorita. Siéntese en su sitio, por favor — ordenó el sospechoso profesor, con una voz serena.
La niña caminó temblando hasta el único sitio libre: un pupitre situado en primera fila, justo delante de la mesa del profesor. Aquel hombre no era normal, y una sensación extraña provocaba que el corazón de nuestra protagonista latiera muy lentamente. Aquello era una trampa, y su mente la obligaba a obedecer si no quería correr riesgos. Él volvió a girarse, mostrando, detrás de sus gafas, unos ojos amarillos tan encendidos como el propio Sol.
— "Dios ha muerto", dijo Nietzsche. Con esta afirmación, el filósofo declaraba el final y el principio. La moral y los valores que Dios representaba ya no servían para el ser humano contemporáneo. Aquella red segura, donde el arrepentimiento y la humildad eran suficiente para expiar los pecados, ya no existía. Todo aquello en lo que el ser humano tenía fe, todo aquello a lo que dedicaba su vida, había desaparecido. La muerte de Dios era la irrevocable caída al nihilismo, pero también una oportunidad. Nietzsche estructuró todo su pensamiento a partir de este punto. La muerte de los valores encarnados por Dios es el primer paso para crear nuevos valores humanos. Valores verdaderos, libres de dogmas. Valores que ahora, sin la presencia de Dios, nosotros solos, deberemos construir. Pero, yo me pregunto... ¿De verdad hemos estado solos desde la muerte de Dios?
Ella se mantuvo en silencio: lo que acababa de oír le sonaba muy extraño.
— ¿Supongo que una chiquilla como tú no sabrá responderme. No te preocupes, por lo menos me has escuchado atentamente.
Después de aquella frase, la pareja se miró unos segundos. Con una seriedad sepulcral, el extraño profesor dirigió sus ojos a sus difuntos alumnos.
— No aguanto a los estudiantes mal educados y que no escuchan. Lamentablemente, esta clase estaba llena de individuos de este tipo, así que he decidido disciplinarlos a todos. Ahora ya no pueden decir tonterías y hacer el idiota. Me siento tan a gusto con estos nuevos alumnos disciplinados que llevo toda la tarde aquí y todavía no me he cansado.
La niña seguía callada, escuchando a ese loco.
— Pero resulta una lástima que los haya tenido que dejar así para que me atiendan. Aún será verdad lo que dice el vegetal de Hawking: que la filosofía está muerta. ¡Maldito ignorante! ¡Lo que hacen estas plumas se acerca más al Mundo de las Ideas de Platón que al Universo que él cree que existe! Escúchame, pequeña, la ciencia se ha convertido en la nueva religión, así que duda de todo lo que te digan.
El profesor sacó un objeto de su bolsillo derecho. Era una pluma como la de nuestra protagonista, pero de un color anaranjado, cuya tinta amarilla poseía brillo intenso y cegador. La niña saltó de la silla.
— Por suerte, pronto podremos responder a las grandes preguntas de la filosofía. I, para hacerlo, necesito tu pluma, pequeña. Sólo será durante un momento, te la devolveré cuando acabe. No quiero provocar ningún conflicto.
Aterrorizada, nuestra protagonista cogió el mueble que hasta entonces había sido su asiento y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia al profesor. Él, con un rápido movimiento horizontal, lo cortó por la mitad y ambos trozos salieron disparados hacia un lado. Mientras tanto, la chica no había perdido el tiempo y ya se encontraba saliendo del aula. El hombre de las gafas no parecía dispuesto a perseguirla.
— ¿Sabías que en algunas culturas del otro lado del Atlántico dicen que si te encuentras con ti mismo morirás en pocos días? —informó.
La chica no hizo caso a las palabras de su enemigo y continuó corriendo. Pero pronto entendió a qué se refería el profesor.
Desde la ventana del pasillo, nuestra protagonista presenció cómo la esperaba, en el patio de la escuela, un ejército conformado por copias de ella misma. No eran imitaciones ni muñecos con su forma: eran exactamente ella, un reflejo tan fiel como terrorífico. La joven tragó saliva.
De repente, oyó un fuerte ruido a su derecha. De la oscuridad del pasillo surgió una bestia enorme: un perro oscuro, de ojos pequeños y gran mandíbula de la que goteaba una caliente saliva que caía al suelo formando grandes charcos. Sólo eran visibles sus dos patas delanteras, pues el resto del cuerpo estaba cubierto por una túnica blanca que le confería un aspecto fantasmagórico. La niña también miró a su izquierda. Una figura femenina, con vestido negro y cabellos larguísimos, la miraba. Sólo podía verle los ojos, que brillaban con una extraña luz gris. Cada vez que le dirigía la mirada, la chiquilla sentía que su corazón se detenía. Ambos monstruos se acercaban lentamente, como si quisieran exprimir hasta la última gota la desesperación de la joven. Ella, en un impulso agónico, sacó la pluma y dibujó aquel símbolo que formaba la primera letra del abecedario que había inventado con sus amigas. De él surgió una bestia púrpura de un solo brazo.
La envió a atacar a la mujer de gris mirada. Mientras la bestia cargaba contra ella, la femenina figura hizo un extraño movimiento con la cabeza, como si quisiera lanzar algún tipo de objeto. Pero no ocurrió nada. El monstruo, con su garra, aplastó a la mujer contra la pared, eliminándola. El pasillo ya estaba abierto. Huyendo de la estrambótica fiera que tenía a su espalda, nuestra protagonista comenzó a correr más rápido que nunca. Cruzó lo que quedaba de pasillo a toda velocidad, y casi resbaló mientras bajaba las escaleras.
Finalmente llegó a la puerta principal. Pero detrás de ésta la esperaba aquel ejército de reflejos suyos. Mirarlos durante más de diez segundos le resultaba imposible, ya que sentía como si no existiera, como si ya no fuera ella misma. Se encontraba delante de un centenar de chicas que no sólo eran idénticas a ella físicamente, sino que algo le decía que tenían el mismo carácter. La única diferencia entre ellas era que, mientras que nuestra protagonista tenía libre albedrío, aquellas copias seguían las órdenes de un amo. Este último pensamiento era lo único que le permitía no rendirse.
Dibujó el segundo símbolo del abecedario imaginario. Cuatro monstruos como el de antes la rodearon. Cogiendo todo el aire que podía y cerrando los ojos, cargó contra la puerta acompañada de aquellas figuras. Al salir del edificio, todos sus reflejos se lanzaron contra ella. Por suerte, sus monstruosos escoltas la protegían de cualquier ataque.
Después de un buen rato corriendo con los ojos cerrados, se atrevió a abrirlos para ver a cuánta distancia se encontraba de la valla. No le faltaba mucho. Lo que la impresionó fue la roja y cálida sangre que salpicaba de aquellas niñas cuando eran atacadas por los monstruos. Nuestra protagonista ya estaba empapada de ese líquido, y no podía dejar de pensar que se estaba matando a ella misma. No era capaz de entender cómo conseguía no vomitar de la angustia.
Y, por fin, rompió la valla con la pluma, de la misma forma que cuando había entrado, y se marchó corriendo de aquella escuela infernal. Los monstruos desaparecieron al poco tiempo, y el ejército de copias se detuvo y observó cómo su objetivo se alejaba.
Un último estruendo, sin embargo, interrumpió la carrera de la niña. Miró a sus espaldas y se encontró una visión que le despertó admiración y terror al mismo tiempo. Tres grandes anillos entrelazados, formando un circular triángulo, coronaban el tejado de la escuela como si se tratasen del mismísimo Sol. Brillaban con una luz blanca e intensa que encendió la noche y que transmitía una pureza inmensa. Nunca en toda su vida, aquella niña había visto algo tan magnífico. Pero el miedo y el hecho de conocer el origen de aquella visión la obligaron a continuar corriendo.
Mientras tanto, a los pies de aquellos tres anillos, el profesor observaba cómo se alejaba su enemiga. Sonreía.
— Bueno, ahora que unos cuantos me han visto así, toca cambiar de apariencia —dijo, pensando en voz alta.
Se giró, observando la brillante estructura que acababa de crear.
— Que, por cierto, resulta curioso que te pueda materializar a ti pero no pueda invocar al ser que representas... Qué coincidencia, ¿verdad, Trinidad? En fin, supongo que después de haber traído al mundo terrenal un concepto de tu magnitud, mi cordura se resentirá bastante. Qué le vamos a hacer... Por suerte, estamos asegurados.
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