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Implosión

La extraña sensación que tuve después de la primera aparición de los dos entes volvió después de que me vistiera. Ni siquiera hizo falta avisar a la Editora: nada más ponerme los zapatos, todo a mi alrededor se convirtió en ruido blanco. Noté cómo mi cuerpo perdía toda referencia, todo tacto, y flotaba en un mundo granuloso de forma indefinida. En un par de segundos, me encontraba a apenas unas calles de donde se ubicaba la mansión de Elizabeth.

Todo seguía en silencio. El aire no corría, los pájaros permanecían congelados en los cables de teléfono y el movimiento de mis pies no levantaba ningún tipo de polvo. El mundo seguía petrificado.

Pero mi corazón iba a mil. No sentía curiosidad, ni ganas de saber qué pasaba. Sólo terror. Terror a lo desconocido, a que todo terminara mal. Si lo que estaba sucediendo era lo que me imaginaba, tendría que enfrentarme al mismísimo Toro de la Central. Y si ese era el caso, la derrota estaba asegurada. Ojalá el viejo no me obligara a tomar medidas que nunca hubiera querido aplicar al único amigo que había tenido nunca.

Corrí como un desgraciado por multitud de calles muertas en el tiempo, pobladas por maniquíes con expresiones y movimientos a medio hacer. El redescubrimiento de aquel mundo, impasible y frío, me llenaba de malestar. Yo, amante de la soledad y del silencio, ahora deseaba que volviera el ruido. Por suerte, esos pensamientos se fueron cuando llegué por fin a la entrada del patio de aquella mansión olvidada. Desde allí, veía que la puerta estaba abierta. Mala señal.

Al entrar y echar un vistazo al comedor corroboré que no estaban en aquella estancia. Pero me di cuenta de una porción de espalda sobresaliendo del corto pasillo que, desde el lado izquierdo de la sala de estar, conectaba con la cocina. Los había encontrado.

La escena era peor de lo que me esperaba. Incluso congelados en el tiempo, podía sentir perfectamente las desagradables emociones que emanaban de ambas figuras.

Elizabeth, de postura atemorizada, pero con la mirada llena de decisión, clavaba sus ojos en el inspector. Presionaba la pluma contra su pecho, como una preciosa posesión, como si la protegiera de un ladrón. Si la tenía ella y no estaba en el mueble de siempre, era posible que ya esperara aquella visita. Conociendo su prodigiosa capacidad de observación, seguro que había anticipado la aparición de Gutts. Y por eso había detenido el tiempo mientras él irrumpía en su casa.

La cara del viejo me destrozó. Fuera de sí, enfurecido, con unos ojos que no transmitían nada más que desesperación, como si hubiera perdido la cordura. Con el brazo firme, a un metro de la Elizabeth, apuntaba con el arma a aquella pobre mujer.

"¿Gutts, qué coño hace?", me pregunté a mí mismo.

Me detrás y, cargado de dolor, le apunté con la pistola. No podía hacer nada más. Hubiera querido quitarle el arma, o pegarle un puñetazo, o llevarme a Elizabeth. Pero con el tiempo congelado, no podía hacer que se movieran. Y, conociendo al Toro y a sus reflejos, intentar sorprenderle sería difícil.

Y yo quería un por qué. Quería que fuera él quien me diera explicaciones. Que me narrara los motivos de aquella tontería.

Al notar que todo empezaba a moverse, los nervios explotaron dentro de mi cuerpo. Los ruidos volvieron, y una ligera corriente de aire empezó a soplar por el interior de la casa, proveniente de la puerta abierta.

— ¡...mela ahora mismo, último aviso! ¡No me obligue a quitársela por la fuerza o a dispararla, Elizabeth! —exclamó la voz de Gutts, continuando la frase que debía haber dejado a medias antes de que el tiempo se detuviera.

Al verme, la mirada de Elizabeth se llenó de sorpresa, seguida de un notable alivio. Gutts se dio cuenta, y giró la cabeza.

Nunca nadie me había mirado con tanta rabia. Ni siquiera Queen. Los ojos del chico eran los de una presa que maldice a su depredador y que quiere acabar con él para el bien de su supevivencia.

Los ojos de Gutts rechazaban y maldecían mi existencia. En ese instante ningún vínculo nos unía. Para él yo era la peor noticia que podía recibir. Aquella mirada me hirió profundamente.

— ¿Cómo cojones has venido, Cross? —preguntó, nervioso.

Mantuve el brazo levantado, apuntando la pistola hacia él.

— ¿Se ha vuelto loco, Gutts? ¿Se puede saber qué está pasando?

Al oír mis palabras, al viejo le llegó una revelación. Volvió a mirar a Elizabeth.

— Ha sido cosa tuya, ¿verdad? ¡Maldita!

— ¡Gutts! ¿Me explicará qué coño hace o no?

Volvió a mirarme. Elizabeth nos observaba, sin soltar la pluma.

— ¡Usted no pinta nada aquí, váyase!

— Está apuntando a una inocente con una pistola, Gutts. Sólo por ese hecho ya tengo un motivo para estar aquí. ¡Y ya puede darme explicaciones o seré yo quien dispare!

Nuestros gritos, desesperados, competían por ver cuál de los dos se imponía. Un detalle los diferenciaba: el sentimiento del que venían. Yo exclamaba desde la confusión, desde la traición. Él desde la desesperación, desde la impulsividad y desde el odio.

— ¡Ya veremos quién dispara antes! Yo no tengo nada que perder, Cross. Me llevaré a quien haga falta para conseguir lo que quiero.

— No le reconozco, Gutts. ¿Dónde está ese policía íntegro y el hombre de honor al que admiro? ¿De verdad se convertirá en la misma mierda contra la que lucha?

— ¡Usted no lo entiende, ni lo entenderá nunca!

Sí lo entendía. Sabía perfectamente por qué quería aquella pluma. El mayor deseo de Gutts, ese por el que no tendría problemas en sacrificar lo que fuera necesario. Volver a ver a la mujer de su vida, volver atrás en el tiempo. La historia de Elizabeth había impactado en él como un meteorito. En el momento en que ella mencionó el poder de la Pluma del Tiempo, una explosión de esperanza destruyó la cordura del viejo. Acababa de darme cuenta. Ahora, se agarraba a aquel sentimiento de forma compulsiva. Había perdido el raciocinio, sólo le movía el deseo de ver a Margareth. Sólo le importaba el fin, los medios y todo lo que dejara atrás le daban igual.

— Sí que le entiendo. ¿Cree que lo conozco de hace dos días? Quiere la pluma para volver en el tiempo y evitar la muerte de su mujer. ¡Pero hacerlo no es tan fácil como se piensa, Gutts! Y no pienso permitirlo.

El viejo empezó a temblar. Hizo un extraño ruido con la boca, como si me despreciara. Su mirada se volvió introspectiva.

— ¿Revivir a mi mujer? ¡Eso no arreglaría nada! Lo que quiero es destruir al Toro de la Central. ¡Que no haya existido nunca! Deshacer mi maldición.

No me esperaba esa respuesta.

¿Destruir al Toro? ¿Se refería a deshacer su carrera? ¿Por qué? Pero si siempre había lucido ese título con orgullo. ¿A qué venía ese cambio? ¿Maldición? ¿Desde cuándo? ¿Me lo había estado ocultando hasta ese momento? ¿Tenía el Toro de la Central alguna relación con la muerte de Margareth Gutts?

En ese momento recordé que el viejo siempre insistía en que quien había matado a su mujer era él mismo.

Decidí dejar las preguntas a un lado. La prioridad era convencerle. No podía dejar que utilizara la pluma. Y menos después de saber que sus poderes eran una mentira.

— Destruir el Toro no salvará a su mujer, Gutts. Margareth está muerta, acéptelo. ¡Deje de hacer tonterías y supere de una puta vez su muerte!

— ¿Que la supere? ¡Ya sabía yo que no me entendería! Dígame. ¿No haría usted lo mismo que estoy haciendo yo si perdiera a Clea? ¿Qué haría si su proyecto vital, aquello a lo que ha dedicado su vida, desapareciera? Usted no lo entiende, y no será capaz de hacerlo hasta que la pierda. No es capaz de imaginar el vacío, la soledad, las noches de insomnio deseando un abrazo que no volverá nunca. La culpa. Y tener la convicción de que nada podrá sustituirla. Yo hace diez años que estoy muerto, Cross. Y ahora tengo una oportunidad de volver a vivir. ¡Negándomela, lo único que hará será asesinarme!

Tenía razón. Le entendía a la perfección, pero no era capaz de imaginar el dolor por el que había pasado. Ni era capaz de recrear en mi cabeza lo que haría yo si Clea o Eve desaparecieran. Seguramente, la desesperación me llevaría a hacer lo mismo que el viejo.

Pero estoy seguro de que, en ese momento, Gutts también intentaría detenerme. Porque ninguno de los dos sería capaz de vivir sin el otro. No podía soltarle, y menos sabiendo que enviaría su vida al vacío más oscuro que podía existir.

— ¡Usted ya no está solo, Gutts! Me tiene a mí, y tiene a M...

— ¡Le acabo de decir que no hay nada que la pueda sustituir! Ni usted ni nadie.

No había conocido a alguien tan tozudo como al maldito viejo. Empezaba a sentir la derrota. Pero no podía rendirme.

Miré a Elizabeth. Sus ojos no habían cambiado.

Me dolía terriblemente tener que decirlo delante de ella. Pero era el último recurso que me quedaba para convencer al viejo. Debía revelarle la verdad de la Pluma del Tiempo.

— Gutts, la Pluma del Tiempo es falsa. Su poder no es real. Me lo confesó la Editora, y es lo que le faltaba al Elizabeth para explicarnos. La pluma no lo hará volver atrás en el tiempo: lo encerrará dentro de una burbuja imaginaria donde vivirá el pasado hasta que llegue un punto en el que haya perdido todo lo que había conseguido. Su mujer será un espejismo. ¡Y nada de lo que habrá pasado tendrá efectos en el mundo real!

— ¡Tonterías! —exclamó, siguiendo en su terquedad.

— No son tonterías, Gutts. Es la verdad. No cambiará nada. La vida con su mujer será una mentira, y volverá aquí y todo rastro de ella y de lo que juntos hayan creado dejará de existir. Ella quedará borrada de la historia. ¿Sería capaz de hacerle algo así a Margareth?

En ese momento, noté que los ojos del inspector se perdían. Bajó la guardia, y el brazo con el que sujetaba la pistola cayó unos milímetros.

Por fin. Lo había conseguido. Seguramente no había podido convencerlo. Pero había tenido éxito al plantar en él la duda, la reflexión, que durante unos instantes pensara en lo que estaba haciendo. Era el momento.

Me lancé contra él. El objetivo era placarlo y quitarle la pistola en la confusión del ataque, aprovechando aquellos segundos en los que Gutts se adentraba en sí mismo.

Pero el Toro era el Toro.

Enseguida reconectó con la realidad y, antes de que yo pudiera ni siquiera tocarlo, me clavó un puñetazo que mi cara recordaría durante años. Todo a mi alrededor empezó a dar vueltas. Impulsado por la fuerza del golpe, retrocedí hacia el comedor hasta perder el equilibrio. Caí sobre la mesita, que al recibir mi abdomen se tumbó.

Ahora no sólo era la cabeza. Todo mi cuerpo estaba aturdido. Y mi ojo derecho, la principal víctima de la hostia, se hinchó enseguida. Al día siguiente lo tendría morado. Y mientras me volvía a ubicar espacial y temporalmente, unas gruesas manos me agarraron del cuello de la camisa. Unos ojos verdes, llenos de furia, se clavaron en mis pupilas. El Toro me había derrotado. Era de esperar.

— ¿Me oyes, Cross? Me da igual que todo sea una mentira. Me da igual lo que ocurra después. Y me da igual el pasado. Yo sólo la quiero a ella. Si hace falta, viviré lo que me quede de vida en una ilusión. Pero mientras ella esté, todo me da igual.

Sujeté sus muñecas, intentando apartarlo. Pero era inútil. Los brazos de Gutts permanecían inmóviles.

"¿Por qué eres tan terco, viejo de mierda?", me lamenté. Y una lágrima cayó del ojo que aún podía mantener abierto. Desesperado, impotente, ahora me veía obligado a seguir buscando más argumentos que detuvieran la rabia del Toro. Las palabras eran el único recurso que me quedaba. Pero a esas alturas nada podría penetrar la tozudez del inspector.

Y en ese momento llegué a un callejón sin salida. Ese punto en el que uno ha pasado el límite y ya no ve soluciones posibles. Cuando desaparecen todos los demás y sólo quedan uno mismo y su egoísmo.

Me di cuenta de que, simplemente, yo no quería. No quería que Gutts se fuera. Ni siquiera me preocupaba si su marcha significaba la máxima felicidad para él.

Lo quería conmigo. Y con nadie más. Porque lo necesitaba. Porque era mi mejor amigo. La única persona diferente de mi mujer que me permitía tomarle el pelo y mostrarme tal como soy. El único con quien pasaba largas noches de profundas conversaciones o de banales reflexiones. Ese con quien hacíamos el mejor equipo de imbéciles, cuyas siglas completaban el estúpido nombre de KCPG. El segundo hombre al que más había respetado en mi vida. La figura que más admiraba, con quien me sentía capaz de hablar de cualquiera de mis problemas. Y lo único que me escuchaba.

Si Gutts se iba, ¿qué sería de mí? ¿Y qué sería de la pequeña Margareth?

— ¿Y todo lo que dejas atrás, Gutts? —le pregunté, con una voz que rayaba el llanto.

— Yo ya no tengo nada que perder, Cross. No dejo nada atrás. Ya le he dicho que hace diez años que no tengo vida. Mi proyecto de vida murió el día que la perdí...

— ¡Deje de pensar sólo en usted, joder!

Mi grito lo paralizó. Sus ojos empezaron a mostrar sorpresa. Sorpresa por la rabia que ahora yo le devolvía.

— ¿Y qué pasa conmigo, Gutts? ¿Y qué pasa con esa niña a la que va a ver al hospital con tanta ilusión? ¿La dejará tirada, arruinándole aún más la vida? ¡Ella! ¡Ella es su proyecto vital, Gutts! ¿Dónde está la esperanza que transmitían sus ojos cuando me decía que quería adoptarla?

La mirada del viejo volvió a perderse. Y aflojó los puños. Su ego comenzaba a apagarse, al darse cuenta de que estaba conectado al presente más de lo que pensaba. Y aun así, parecía resistirse a aceptarlo.

— ¡Pero...!

— ¡¿Y yo qué, Gutts ?! —le interrumpí, gritando una vez más.

El inspector volvió a perderse.

— Si usted vuelve al pasado y hace desaparecer al Toro, nunca le invitarán a la academia de policía. Y usted y yo nunca nos conoceremos. ¿A quién tocaré los cojones, yo? ¿Quién será el inseparable amigo con quien paso las noches apoyado en balcón? ¿Cómo superaré mi ruptura si no le tengo a usted? ¿Y cómo aguantaré la soledad si no está? Si usted se marcha, imbécil, mi vida se hunde. Le necesito, Gutts. Le quiero, coño. Usted es el amigo que nunca he tenido. Usted guía mis pasos, es la persona en quien quisiera convertirme a su edad.

La voz se me rompió en ese punto. Y mi bronca se convirtió en una húmeda súplica.

— No me haga esto, Gutts. Se lo suplico. No me abandone. A usted aún le quedan cosas en el presente. Una niña que está esperando un nuevo hogar le necesita. Yo le necesito.

El silencio se instaló entre nosotros. La mirada de Gutts cayó, desbordado. Dentro de él, una tormenta de sentimientos lo confundía. Aflojó los dedos y soltó mi camisa, a pesar de mantener la postura. Sus hombros comenzaron a encogerse.

Yo no me podía mover. Lo tenía encima, arrodillado sobre mis piernas. Pero mi tronco ya estaba liberado.

Y en ese nuevo estado, aparté los ojos de la mirada de Gutts. Miré más abajo. A su cuello. Seguí aquella cadena que bajaba hasta terminar en un reloj de bolsillo. Tuve una idea. Y sin que el viejo lo esperara, cogí el reloj y se lo arranqué de repente, cargándome la cadena.

Y el viejo, a pesar sorprenderse por mi movimiento, no reaccionó. Abrí la tapa del reloj. Y le enseñé su interior al inspector.

— Mírela, Gutts. Usted me ha hablado mucho de su esposa. Margareth era una mujer excepcional, de seriedad imperturbable pero con un corazón de oro. Una señora íntegra. La única que podría dominar a un Toro como usted. Mírela, y dígame. ¿Qué le diría ella si lo viera en este preciso instante?

El viejo se sobresaltó. La tenía delante. Y debía enfrentarse a ella. La miraba con estupefacción, como si se le hubiera aparecido de verdad. Un largo silencio fue su respuesta.

— Conteste, Gutts. ¿Qué le diría Margareth?

Y el Toro, por fin, cayó derrotado.

Explotó en llantos. Unas lágrimas que nunca hubiera esperado de un hombre como él brotaron de unos ojos que ya habían perdido la furia. Ahora ya sólo quedaba arrepentimiento. Se los tapó con el antebrazo, como si se avergonzara de lo que sentía. Su mujer le había respondido, y finalmente se dio cuenta de la tontería que estaba cometiendo. Y de todo lo que había estado a punto de perder por su egoísmo y su deseo de verla.

No pude evitarlo al verlo así. Le abracé, a pesar de ser capaz a duras penas de rodear su ancho cuerpo con mis brazos escuálidos.

— Todavía no me ha contestado, Gutts. ¿Qué diría Margareth de todo esto? —insistí, volviendo a una voz más tranquila.

— Me pegaría una colleja. Y me diría que dejara de comportarme como un niño pequeño. Que ella se casó con un hombre, no con un adolescente. Y que los hombres superan las pérdidas. Sin dudarlo, me diría que la he decepcionado. Y tiene toda la razón...

La respuesta de Gutts, interrumpida constantemente por los sollozos, y rota por aquella voz cargada de melancolía, me reconfortó.

— No repita mis errores, señor Gutts. Utilicé la pluma cuando era una niña que hacía de los pequeños problemas una catástrofe. Ni siquiera lo reflexioné. Y no se lo negaré. Quizás nunca habría sido tan feliz como lo he sido. Y la que guardo es una felicidad que para mí fue y siempre será real. Pero yo soy y siempre seré la culpable de destruir los sueños de Xavier. Él nunca se convertirá en el afamado arquitecto que quería ser desde pequeño. La única obra que dejará para la posteridad es esta caseta intrascendente, de la que nadie se acordará cuando yo muera. Y esta es mi penitencia. Haberme quitado la vida cuando fui consciente de ello habría sido cobarde. Por ello cargo el peso de la culpa y del olvido. Usted la culpa ya la carga, señor Gutts. Pese a que solucione aquello que hizo mal, el arrepentimiento del primer error siempre seguirá allí. Y devolver a la vida a su mujer significaría volver a revivir su muerte, y luego cargar con el peso de su olvido. ¿Sería capaz de soportarlo, señor Gutts?

Las palabras de Elizabeth, sabias, amables, pero duras, recibieron un silencio como respuesta. Pronto, Gutts incorporó. Me miró a los ojos en señal de gratitud y se levantó.

— Os pido disculpas. A usted, Cross, por haberlo hecho pasar por todo esto y por el golpe. Por sólo haber pensado en mí. A usted, Elizabeth, para tratarla de una manera tan horrible y apuntar con la pistola. De verdad. Lo siento. Siento ser un imbécil. Y gracias para detener los pies a este idiota —dijo por fin Gutts, calmado.

— No se preocupe, Gutts. Entiendo perfectamente cómo se siente. A mí me pasó lo mismo. Yo, lamentablemente, no tuve un amigo tan valioso como Cross. Dele las gracias a él, yo no he hecho nada. Consérvelo, y cuídelo. No encontrará nadie que le valore tanto como él —respondió Elizabeth.

El viejo me miró, agradecido, rojo de la vergüenza. Yo me levanté y me sacudí la ropa. El ojo me dolía y aun así me sentía feliz por haber podido ayudar Gutts a superar ese momento.

— Espero que una pataketa como esta no se vuelva a repetir, Gutts. No olvidaré lo del ojo.

Y me abrazó otra vez, sin avisar. Me cubrió entero con aquel cuerpo de oso que tenía.

— Gracias, Cross. No sé qué haría sin usted —confesó.

— Ni yo tampoco, Gutts —respondí.

Nos separamos una vez más. El viejo se secó las lágrimas. Yo hice lo mismo.

— Saldré fuera un rato. Necesito un poco de aire —dijo.

Le di dos palmadas en la espalda en señal de permiso, y Gutts salió de la casa sacando un pañuelo del bolsillo. Lo mejor en ese momento era dejarlo solo. Necesitaba hablar consigo mismo y ordenar lo que sentía. En casa ya me encargaría yo de darle el consuelo que necesitara.

Elizabeth y yo nos quedamos solos. Me acerqué a ella.

— Le pido perdón por este espectáculo, señorita Elizabeth. Por mí, y por el idiota de Gutts —me disculpé.

La anciana me regaló una mirada llena de complicidad y comprensión.

— No tiene que pedirlas, ni yo quedarlas. Los tres habríamos actuado de la misma forma, ¿o acaso no es cierto? Con perdón, ¡no somos más que tres tontos enamorados!

Su respuesta me sacó una sonrisa. Cuánta razón tenía.

— Le pido disculpas también por haber tenido que sacar el tema de la pluma. Lo siento, de verdad.

La mirada de Elizabeth se tornó algo más reflexiva. Melancólica, incluso.

— Iba a contárselo yo, así que tampoco necesita pedir perdón por ello. Ya lo he dicho: aunque quizá no lo fuera, felicidad que sentí junto a Xavier siempre fue, es y será, verdadera. Y el amor que me profesaba ese hombre también lo era, se lo aseguro. Pero eso no expía mi pecado. Destruí la vida del hombre de mi vida por un egoísmo infantil. El arrepentimiento y la culpa me acompañaran hasta la tumba. Y no se queda ahí: no sólo la de Xavier, también destruí las vidas de mis padres, de mis amigos, de los familiares y conocidos de mi marido... Ya no queda nada de ellos. Y todo por el estúpido deseo de una niñata.

Apretó los puños. Se castigaba a sí misma, como llevaba haciendo desde que volvió de la burbuja en la que había vivido. Yo me mantuve en silencio.

— Al volver y ver la realidad, el golpe fue durísimo. Volví, tras sesenta años, a plantearme el suicidio. Pero no lo consumé. Ya no era una joven inexperta. Decidí cargar con mi penitencia. Por ellos, me castigaría a diario con el látigo de la culpa hasta el día de mi muerte. Lo último que querría es que alguien más volviera a pasar por lo que yo, y que borrara del mundo las historias de personas inocentes. Por eso esta pluma debe encerrarse bajo llave, Cross. Nadie debe volver a usarla nunca más.

Sus ojos cargaron en mí toda la esperanza que aquella mujer guardaba. Y yo estaba dispuesto a aceptar el lastre.

— Se lo prometo, Elizabeth. Quien quiera usarla, va a tener que pasar por encima de mi cadáver.

Elizabeth suspiró, aliviada. Con suma dulzura, alargó su mano derecha para darme la pluma. Yo respondí a su gesto dirigiendo mis dedos a los suyos para recibirla.

Pero entonces, su mano cayó. Y con ella la pluma.

Rodó por debajo de la silla hasta topar con un zapato. Una mano masculina la recogió. Y un brillo fusionó dos tintas una vez más.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué estaba pasando aquello?

Unos ojos dorados, brillantes, me miraban con locura detrás de Elizabeth, escondidos tras unas enormes gafas y un largo cabello descuidado. En la mano derecha de aquel hombre, descansaba una larga espada manchada de sangre goteaba con tranquilidad, sin ser consciente de lo que acababa de cometer.

Elizabeth me miraba. Pero lo hacía desde su falda. Sus ojos ya no eran los de antes. La juventud, la valentía, la dulzura, la amabilidad, la experiencia, el dolor, la culpa, ya no estaban. No había nada.

Levanté la mirada hacia el lugar en el que debían estar esos ojos.

Rojo.

No sabía qué estaba ocurriendo. No entendía por qué estaba pasando aquello. No era capaz de concebir lo que acababa de ver.

Lo único que sí comprendía era que ese intenso color rojo acababa de destruirme.

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