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El rey ha vuelto

Empiezo a estar hasta los cojones de esta pérdida de protagonismo que he sufrido desde la batalla con Margareth. ¿Recuerdas aquellos tiempos gloriosos en los que, en quince capítulos, sólo había un Interludio? Eso aún era soportable.

Lo que no puedo aguantar es que cada dos por tres Gutts y Queen me quiten capítulos para ellos explicar mierdas que perfectamente me las podrían contar a mí. Y de esa manera el lector se enteraría igualmente. ¡Es que sólo basta con ver los desastrosos capítulos que narra Queen! Cuánto daño a los ojos, por favor. Autor de esto, ¿en qué coño piensas?

En fin, no vale la pena enfadarse. Al fin y al cabo, el repelente que escribe esto hará lo que le dé la gana. Y ahora mismo hay cosas más importantes de las que preocuparse.

Había salido de casa a toda hostia y había cogido el primer autobús que me llevaba al centro de la ciudad. Durante el viaje, estuve pensando si ir a ver primero a Eve y luego a Clea o al revés. Al final me decanté por la segunda opción, ya que no quería montar otro follón en la escuela. Clea era lo suficientemente observadora como para detectar cualquier cosa extraña en el cuerpo de su hija. Y huelga hablar de su propio cuerpo. Que no me hubieran llamado era una buena señal, pero aun así necesitaba asegurarme.

Al bajar en el ayuntamiento, colocado justo en medio de la ciudad, encendí el móvil y enseguida marqué el número de Clea.

Tardó en contestar, pero por fin logré hablar con ella.

— ¿Qué pasa, Kyle? —me preguntó enseguida.

Ella sabía que yo no era de llamar por el móvil, y menos en horas de trabajo. Si lo hacía era porque había pasado algo realmente grave.

— Necesito verte ahora mismo, Clea. ¿Tienes un rato libre? —le solté secamente.

Su silencio me decía que estaba desconcertada.

— En unos veinte minutos podré hacer un descanso, pero no muy largo. ¿Dónde hay que vernos?

Ahí me pilló. No había pensado en el lugar en el que reunirnos.

— Delante de la puerta de tu oficina, ¿no? Dime tú donde te va mejor quedar.

— No, en el trabajo no —declaró rápidamente.

— ¿Y dónde, entonces?

Clea calló unos segundos. De repente, soltó una traviesa risa..

- Eh, ¿y si quedamos en el Juan?

Aquella proposición me descolocó. Ay, ¡el Juan! Ya ni me acordaba de ese bar tan especial. Me sorprendía que Clea aún lo guardara en la memoria. Era el lugar perfecto, si todavía existía, claro.

— ¿Pero sigue abierto?

— ¡Por supuesto! Paso por delante cada día. Y todavía lo lleva el mismo dueño.

— Perfecto, pues. Voy para allá.

— Nos vemos en un rato.

Colgué. El Juan se encontraba a unos quince minutos de donde estaba yo, y a tres minutos del edificio en el que trabajaba Clea. Me puse en marcha enseguida.

¡Cuántos recuerdos me traía el Juan! Qué alegría sentía al volver a pisar aquella terraza después de tantos años. Y todavía me hacía más feliz más que hubiera sido Clea quien me la hubiera recordado, teniendo en cuenta los buenos momentos que habíamos pasado allí.

El bar Juan era un humilde local del centro de la ciudad, uno de aquellos lugares antiquísimos que nacieron casi con la ciudad misma. Lo llevaba el señor Juan, un español inmigrante que había venido aquí a hacer realidad su sueño de llevar el arte de las tapas al resto del mundo. Un hombre afable y simpático, que siempre se preocupaba cuando a alguien no le gustaba uno de sus platos.

Pisé aquel antro por primera vez con el viejo Arnold. Era su lugar preferido para comer, y era un gran amigo de Juan. Cuando salíamos a explorar la ciudad, siempre terminábamos comiendo allí o tomando algo por la tarde. Desde sus sillas, el viejo Arnold me enseñó el arte que tiene el género femenino al caminar, diseccionando los gráciles movimientos de todas y cada una de las mujeres que pasaban por delante de la terraza, fueran feas o guapas, gordas o delgadas. Para él, y para mí, todas tenían una magia especial y era un espectáculo observarlas.

Era nuestro el bar de referencia. No existía ningún otro local en nuestra cabeza. Y, cuando empecé a salir con Clea, siempre insistía a quedar allí.

Ella fue una de las mejores estudiantes de su carrera, y, en cuanto la terminó, la ficharon en uno de los edificios del gobierno, a tres minutos del bar Juan. Así, quisiéramos o no, nuestro punto de encuentro siempre era ese lugar.

Recuerdo que la primera vez que la llevé al bar, se rio como una tonta y me dijo que ese sitio era muy "yo". Aún no he sido capaz entender a qué se refería con eso.

Se podría decir que en el bar Juan nació y maduró nuestro amor, así que ya te puedes imaginar la alegría y nostalgia que me hacía revisitar-lo. Pero también me traía ciertos recuerdos desagradables, ya que ese era también el bar de mi adolescencia con el viejo Arnold. Tras su muerte, pasar cerca del local me dolía sobremanera, así que dejó de ser el punto de encuentro con Clea. Cuando nos fuimos a vivir juntos, desapareció de mi cabeza.

Al final llegué antes de lo que me esperaba. El pecho se me llenó de emoción al ver ese cartel azul con letras blancas y toscas, feo a matar, y que daba una torpe bienvenida a los clientes. Las sillas y las mesas de la terraza no habían cambiado nada, continuaban siendo aquellas piezas metálicas que se calentaban como estufas en verano y se enfriaban como neveras en invierno.

El interior sí estaba un poco renovado, pero seguía manteniendo esa esencia de antiguo y de auténtico, con el suelo y las paredes de madera, y con aquella barra brillante y maciza. Las paredes estaban decoradas con mil y una fotos del viejo Juan, y un enorme muñeco en forma de toro coronaba el establecimiento. No había mucha gente, y en la terraza yo me encontraba solo.

Me senté en una de las sillas del exterior, la que más lejos estaba de la puerta. La que siempre escogíamos el viejo Arnold y yo, ya que era la más cercana al bonito paseo en el que se situaba el bar .Desde aquella posición, teníamos una vista fantástica de las piernas de las mujeres.

Pronto vino el Juan a tomarme nota. Seguía igual que siempre: quizá con el cabello más largo, con más arrugas y algo más gordo, pero con la misma cara de buena gente, con la misma nariz gruesa y redonda, y con la misma inmensa papada de felicidad.

No me reconoció. No le culpé, tampoco le dije quién era. Yo ya me sentía feliz sentado en aquellas sillas, no necesitaba nada más. Pedí un agua.

Aquellos momentos de silencio, mientras esperaba en Clea, los pasé con una felicidad absoluta. Observar a la gente pasar desde aquella perspectiva me llevaba de tantos buenos recuerdos que era como si el viejo Arnold volviera a estar allí. Con sus gafas de "ver de lejos", y señalándome con discreción cómo y hacia dónde había que mirar. Yo siempre le daba mi opinión, y él muchas veces me la rechazaba argumentando que era demasiado grosero. No le faltaba razón: en aquella edad llena de hormonas, yo no sabía qué decir sobre las chicas.

De vez en cuando, un muchacho alto y delgado de mi edad pasaba a lavar las mesas. Debía ser el hijo de Juan, el heredero de todo ese legado que había construido su padre con tanta pasión y sacrificio.

Y, por fin, de entre aquella multitud que recorría las calles arriba y abajo, apareció una belleza con un andar exquisito. Aquella americana negra, junto con los pantalones y la corbata de azabache, y la camisa blanca, le daban un aire de misterio que hipnotizaba. Su melena negra y brillante se movía grácilmente con el viento, y todo la cuerpo acompañaba con una sensualidad embriagadora. Si, en uno de nuestros "espionajes", el viejo Arnold hubiera encontrado una preciosidad como aquella, nos habríamos levantado enseguida y la habríamos perseguido, al menos, dos calles más.

Y es que ya me lo decía él cuando le presenté a Clea y corroboró no sólo su belleza sino también su inteligencia y sabiduría: "Chico, has triunfado. No la dejes ir por nada del mundo".

Me levanté y nos dimos dos besos en las mejillas. Se sentó frente a mí y observó a su alrededor con la misma nostalgia que yo.

— Cuántos recuerdos, ¿verdad? —concluyó.

— Y tanto. Toda mi adolescencia está aquí, y gran parte de lo que vino después también —afirmé.

— No ha cambiado nada. Y, a pesar de los años, sigue siendo muy tú.

Puse la misma cara de extrañeza que la primera vez que Clea me dijo aquello. Ella rio ante mi reacción.

— Bueno, tengo poco tiempo. ¿Por qué me querías ver? —me preguntó, acto seguido.

Intenté adoptar el tono más serio que la emoción me permitió.

— Necesito verte el pecho izquierdo.

Clea me lanzó un silencio asesino y una mirada congeladora. Yo no había caído en lo mal sonaba aquella frase.

— Sí, por supuesto. Y ya de paso me saco el derecho y que toda la calle venga a ver el espectáculo —se quejó, llena de ironía.

— Perdón, mujer, no debía haberlo dicho así. No me enseñes nada, entonces. Sólo quiero saber si te ha salido una marca como ésta.

Enseguida tiré hacia abajo del cuello de mi camisa para enseñarle las letras y símbolos que aquella mañana habían aterrizado en mi torso. Ella miró con sorpresa.

Se aflojó la corbata y se desabrochó un par de botones de la camisa para verse el interior.

— No, no me ha salido nada —confesó.

Respiré tranquilo. Clea volvió a abrocharse la camisa.

— ¿Y en ninguna otra parte del cuerpo tampoco? —insistí.

— Esta mañana no me he visto nada. Cuando llegue a casa, si quieres te llamo y te lo confirmo, pero no creo que aparezca esta marca de repente ahora mismo.

— Me quiero asegurar, así que llámame si puedes. ¿A Eve tampoco le has visto nada extraño?

— Tampoco. La he ayudado a vestirse y no tenía nada.

Otro suspiro de tranquilidad salió de mi boca.

— Me alegro. De todos modos, llámame hoy por la noche.

— De acuerdo, pero... ¿Qué pasa, Kyle? Ahora sí que me has preocupado. ¿Qué es esta marca?

Me preparé mentalmente para explicarle lo que habíamos vivido. No valía la pena tampoco entrar en detalles, ya que era algo demasiado complejo hasta para nosotros, que lo habíamos vivido. Si era demasiado explícito la preocuparía más de la cuenta.

— Ayer Gutts, Queen y yo atacamos el tipo de las gafas. Nos encerró dentro de una especie de torre. Entonces aparecieron dos siluetas, una blanca y una negra, y nos sacaron de allí. Eran unos seres muy extraños, aún más misteriosos que la Editora. Cuando nos hemos levantado esta mañana, los tres teníamos esta marca. No sabemos qué es ni cómo ha salido, pero estábamos preocupados por si a la gente cercana a nosotros también les hubiera aparecido.

— ¿Pero es peligrosa? —preguntó ella, preocupada.

— No, no te preocupes. Es como un tatuaje, nada más. Cuando acabemos de hablar, iré con Gutts a ver a Elizabeth y a confirmar que está bien. Después intentaremos averiguar de dónde ha salido.

— Ten cuidado, por favor. No quiero que te hagas daño ni que te arriesgues. Si necesitas cualquier cosa, dímelo.

— Gracias, Clea. Pero la verdad es que me preocupa más otra cosa...

Clea se llenó de desconcierto. Yo decidí dejar de lado el tono de voz amigable. Me dolía tener que decirle aquello, pero me sentía en la necesidad de hacerlo. Clea podría ser la principal perjudicada y, como tal, era ella quien tenía que decidir.

— ¿Qué te preocupa, Kyle? —me preguntó, antes de que pudiera empezar a hablar.

— La pluma ha estado removiendo cosas dentro de mí que pensaba que ya estaban enterradas. Cosas del pasado que no quisiera que salieran. Si sigo así, es posible que se repita lo que pasó hace dos años... O peor...

Me detuve al ver la cara de terror de Clea. Al oír aquella última frase, una súbita reacción por parte de ella me hizo deducir que no se lo esperaba. Volví encender en una llama de negativa nostalgia que hasta ese momento había comenzado a apagarse.

— ¿Y qué quieres decir con eso?

— Me temo que a partir de ahora deberíamos vernos menos, y en ratos cortos. No quiero que todo empeore y tú estés delante.

— Supongo que Eve también tendrá que dejar de ver a su padre, ¿no?

— Sí. Ya sabes que es lo último que me gustaría pero lo hago por tu bien. Aún no tengo las herramientas necesarias para hacer frente a lo que ocurre dentro de mí.

— ¿Y qué vas a hacer?

— Esperaré. Dejaré que pase el tiempo y que la cosa vaya avanzando hasta encontrar alguna forma de solucionarlo. Quizá la pluma misma me sirve de ayuda. Hasta que llegue el momento, intentaré controlarlo. Pero no puedo hacer nada más, lo siento.

Clea y yo cruzamos miradas de decepción durante unos segundos. Tan cerca que estábamos de solucionar las cosas entre nosotros, y ahora llegaba yo y me lo volvía a cargar todo. Pero tanto ella como yo sabíamos que era necesario.

— ¿Algún día me explicarás qué es esto del pasado que tan te atormenta? —me preguntó, pillándome con la guardia baja.

— Lo haré, pero cuando me sienta preparado. De momento siento que no puedo hacerlo.

— Es que ahora mismo soy incapaz de entenderte, Kyle. Quisiera ayudarte y superar esto juntos, pero me falta una información que sólo tú me puedes dar.

— Tienes razón, pero es algo que yo mismo he desterrado. Si no hubiera pasado lo de hace dos años, seguramente nunca te lo habría explicado. Ahora me veo obligado a hacerlo, pero me gustaría escoger el momento.

— No te forzaré, cuando te sientas preparado vienes a casa y hablamos. Yo nunca te dejaré tirado, te lo prometo.

Después de aquellas palabras, me regaló una sonrisa que me animó profundamente. Dios mío: ¿porque tenías que regalar a un demonio como yo un ángel tan magnífico como Clea?

— Gracias, Clea. Y perdón una vez más por todo lo que te hago pasar. Perdón por haberme cruzado en tu vida, no me merezco estar con una mujer como tú. Perdóname, por favor —le confesé, con una emoción y tristeza desbordantes y la mirada baja.

Clea volvió a mirarme a los ojos, pero yo hui de su mirada.

De repente, se levantó, con gesto enfadado. Se acercó a mí y agarró el vaso de agua, casi lleno.

Me lo tiró todo por encima. Un escalofrío me enfrió por completo. No supe hacer otra cosa que mirar a mi mujer, confuso.

Ella volvió a su lugar y apoyó la cabeza en la mano derecha, mirando el paseo, enfadada.

- Esta fase ya la superamos, Kyle. Por favor, no volvamos. Los errores ya están cometidos, y, por mucho que te perdone, lo que hiciste no desaparecerá. Lo que necesito ahora es que busquemos soluciones, no que te fustigues por el pasado. Si hace falta, ya seré yo quien te castigue —me riñó, sin mirarme y en la misma posición.

Su tono de voz era duro, pero a la vez juguetón, como el de una niña pequeña enfadada. Una parte de la gente que caminaba se nos quedó mirando, curiosa por la acción de Clea. Yo todavía tenía la sorpresa en el cuerpo. Y sin embargo, aquella reacción me alegró más que nunca.

— Ahora me muero de frío —me quejé, incapaz de expresar nada más.

— Mejor, porque cuando estamos juntos siempre te acabas calentando.

No sé por qué, pero ese último comentario hizo explotar en mí risotada que no supe controlar. Clea me acompañó y sonrió.

— Gracias una vez más, Clea. Te prometo que lo superaré y te convertiré en la mujer más feliz del mundo.

— Eso espero —respondió ella, sonriendo.

Ambos callamos, marcando el final de esa etapa de la conversación. Durante unos minutos nos miramos sin parar, como dos adolescentes enamorados. Estoy seguro de que ambos, al mismo tiempo, rememorábamos todos los momentos vividos en ese bar. Esas tardes en las que ella criticaba mi manera de observar a las mujeres del paseo. Esas mañanas en las que intentábamos decidir dónde pasar el día. O cuando compartíamos unas bravas mientras me comentaba cómo le había venido la regla ese mes.

— ¿Cuánto tiempo falta para que tengas que volver al trabajo? —pregunté.

— Aun puedo estar fuera unos diez minutos más.

— ¿Y cómo va el trabajo por... allí?

Clea se rio de mi ingenuidad. No puedo negar que el tono infantil que yo había utilizado para decir aquella última frase también buscaba ese efecto.

— ¿Algún día recordarás dónde trabajo, Kyle?

— Pues no lo sé. Sé que trabajas en un edificio del gobierno, pero nada más. Tú tampoco me das muchas pistas.

— Porque ya sabes cuánto me gusta que pienses en mí y en mis misterios.

Sonreí. Acababa de ganarme. Qué astuta era Clea. Le encantaba saber que tenía un esclavo emocional que haría satisfecho todo lo que ella le pidiera.

— El trabajo va bien, como siempre. Aunque últimamente he pedido que aflojen un poco por temas personales. Así saco más tiempo para ayudarte —continuó, respondiendo por fin a mi pregunta.

— Vaya, no era necesario que lo hicieras, mujer —me disculpé, sorprendido.

— Claro que sí. Y, por cierto, he hecho algunos avances con la chica de las canas.

Ya me había olvidado de que existía otra Escritora y que Clea se encargaba de investigarla. Mis pensamientos estaban concentrados en el loco de las gafas. Me alegró saber que tenía nuevos datos.

— ¿Y qué has descubierto?

— Se llama Anna, y vive en la calle. Normalmente va de lugar en lugar, quedándose unos días hasta que empieza a levantar sospechas. El último sitio en el que ha vivido ha sido el puerto, y por lo que me ha dicho el personal de allí, sólo solía salir de la nave donde dormía durante el día. Nunca la vieron comer ni les hizo señal alguna de socorro.

— Mira tú por dónde, al final tendrás que venir a la oficina a ayudarme. No conocía esta faceta tuya de investigadora, Clea —señalé, impresionado.

— ¿No eres tú quien siempre dice que a tu mujer no se la ha de llegar a conocer nunca? Pues aquí lo tienes —respondió ella, guiñándome el ojo.

No pude evitar reír.

— ¿Y se sabe dónde se encuentra ahora mismo? —pregunté.

— Eso es lo que investigo. Cuando tenga novedades te informaré. Pero ya te adelanto que no es necesario que te preocupes por la chica: por lo que me han dicho es muy educada y totalmente inofensiva.

— Te creo, pero lo que me preocupa es que el loco de las gafas le pueda hacer algo.

— De eso te tienes que encargar tú. ¿No sois tú, Gutts y Queen hombres con pelos en el pecho y cojones de toro? Pues a que esperáis para aplastarlo, machotes —se burló.

Aquella broma me ofendió un poco. Pero sabía que Clea lo hacía expresamente: yo no soportaba que me atribuyeran comportamientos "masculinos" que no entraban dentro de mis principios. Para mí, tanto un hombre como una mujer deben enfrentarse a sus problemas con un par de cojones y de ovarios respectivamente. Y tanto el trabajo duro como la papeleo lo podían hacer ambos sexos sin problemas.

— Pues bien, se me hace tarde y tengo que irme. Ya te he dado toda la información que tenía. Esta noche te llamo y te confirmo el tema de la marca —dijo Clea después de mirar el reloj que llevaba en la muñeca.

— Por mí nos podríamos estar toda la semana aquí —le confesé.

Clea rio. A continuación, nos levantamos al mismo tiempo.

— Ten cuidado, ¿de acuerdo? Y llámame cada día si lo necesitas —me pidió, con un tono de voz que me derritió.

— De acuerdo, no te preocupes. Gracias de nuevo por todo, Clea. Y perdón una vez...

Y entonces, un hecho insólito interrumpió lo que estaba diciendo. Duró menos de un segundo, y al principio mi cerebro no pudo reaccionar ni hacerse una idea de lo que había pasado. Pero la sonrisa y la suave caricia posteriores de mi mujer me lo confirmaron.

Sin decir nada más, se alejó de mí y volvió a perderse entre la multitud. Yo continué allí durante un buen rato, como un pasmarote.

Clea acababa de robarme un beso, no me lo podía creer.

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