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Cuenta atrás

Entré en casa agotado, tanto por el duro día que habíamos tenido como por la discusión con el imbécil de Cross. Solté un largo suspiro mientras me apoyaba en la puerta. Era imposible saber qué estaría pensando ese idiota, pero confiaba en que una noche de descanso y reflexión calmaran sus ansias de venganza.

Dejé el sombrero y el abrigo en el colgador de al lado de la puerta y me desabroché un par de botones de la camisa. Eché un vistazo a la casa, buscando a Margareth. La cadena del bañó calmó mi incipiente preocupación al no verla. Me senté en la mesa del comedor y suspiré de nuevo, apoyando los brazos sobre la mesa. Pronto habría que hacer la cena.

Margareth apareció, con los tímidos pasos a los que ya me había acostumbrado. Al verme, sonrió.

— Hola, señor Gutts —saludó.

— Hola Margareth. ¿Cómo te ha ido el día?

Se acercó a la mesa y se sentó delante de mí.

— Bien. He intentado limpiar un poco la casa.

— ¿Y has podido hacerlo con la herida?

— Bueno, lo que he podido. Cuando empezaba a doler paraba.

Sonreí. Yo no le había pedido que hiciera esfuerzos ni que limpiara la casa. Y, aun así, ella parecía querer intentar ser útil de alguna forma. Era una chica formidable.

— Intenta no hacer esfuerzos, ¿vale? —le pedí, con toda la amabilidad que supe encontrar.

— Lo prometo, señor Gutts. Por cierto, mientras limpiaba he visto en el armario un instrumento. Es un saxofón, creo.

Cuando Margareth pronunció esas palabras, mi cabeza se llenó de recuerdos. No sé decir por qué. Sonreí casi de forma mecánica.

— Ah, ya. Es una afición que tengo desde hace años. Antes solía tocar casi cada día para mi esposa. Ahora sólo lo hago de vez en cuando. Cross suele enfadarse porque estas paredes son de papel y dice que no le dejo dormir —contesté.

— No sueles hablarme mucho de tu mujer.

— Bueno, supongo que porque no hay palabras que hagan justicia a lo que ella significaba para mí.

Margareth calló unos instantes, cosa que me extrañó. La miré un rato, intentando buscar la causa de su silencio.

— Eso que has dicho es muy bonito, señor Gutts —dijo, finalmente.

Una súbita vergüenza subió desde mi estómago hasta mi cabeza. Me sentía bastante estúpido al sonrojarme por las palabras de una niña. Aparté la mirada de los celestes ojos de Margareth y miré hacia la cocina. Llevaba días sin hacer la compra.

— Creo que no hay mucho que cenar —comenté.

— Quedan huevos. Podemos hacer una tortilla. Yo te ayudo.

Aquella frase tan inocente me rebeló lo necesario que era el optimismo de esa chiquilla en la casa de un viejo amargado como yo. Pero ese planteamiento me generaba otras preocupaciones.

— Oye, Margareth. ¿Tú estás bien aquí? —dije.

Hizo una mueca de sorpresa.

— ¿Por qué lo preguntas?

— Hoy te he dejado sola todo el día, a pesar de tu herida. Puede que ocurra más veces. Además, soy un viejo que nunca ha tratado con alguien de tu edad. ¿Seguro que lo mejor es que te quedes conmigo?

Margareth pareció enfadarse un poco.

— Me gusta tu casa, Gutts. Y eres un buen hombre. Prefiero vivir aquí con alguien que ya me conoce antes que con personas que no saben nada de mí.

— Pero soy un tipo muy aburrido y no sé si voy a hacerlo bien.

— Cuando le oiga tocar el saxofón decidiré.

Esa respuesta me desarmó. Sólo supe contestar con una carcajada. Su tozudez me conmovió. No sabíamos si nuestra elección era la correcta o no. Pero era la que habíamos tomado. El tiempo diría.

— Cuando no esté tan ocupado no dudes en que te tocaré algo de Beckett o de Chet Baker.

Asintió con la cabeza, contenta.

— ¿Y cómo ha ido tu día, señor Gutts? —preguntó a continuación.

No contesté. Me había propuesto no meterla otra vez en el embrollo. Quería que su mente desconectara del conflicto que le había causado tanto dolor. Aparté la mirada, a pesar de que sus ojos seguían observándome con curiosidad. No iba a decirle nada.

Pero me negaba a mentirle. Y no podía obviar que en ese momento deseaba desahogarme. Quizá si le contaba una verdad a medias...

— Pues no muy bueno. Me he peleado con Cross.

Y empecé soltando uno de los datos que quería ignorar. Eres un genio, Peter.

— ¿Por qué? —preguntó.

— Quiere detener a Anna cueste lo que cueste, y me niego a hacerlo. Soy policía, no sicario.

— ¿Anna? ¿Por qué ella?

— Bueno, resulta que está compinchada con el tipo de las gafas. Atacó a Cross y a Queen. Hoy la hemos perseguido un buen rato, pero nos ha dado esquinazo. Supongo que...

Me detuve. O, más correctamente, Margareth me detuvo. En cuanto pronuncié la primera frase, su cara empezó a retorcerse. Su rostro de terror absoluto me obligó a cortar mis palabras. Y la preocupación creció en mí.

— ¿Qué pasa, Margareth?

— Señor Gutts... Esa chica... La chica que atacó a Cross y a Queen... No es Anna.

Un escalofrío paralizó mis músculos.

— ¿Qué quieres decir?

— No la he tratado mucho, pero Anna jamás se juntaría con un hombre tan oscuro. No sé cómo lo hace, pero ella ve la luz en las personas. Sabe si son buenas o malas.

Como la esposa de Cross, Margareth confiaba en la inocencia de Margareth. Podría estar autoengañándose. Pero su mirada me decía que ocultaba más información. Algo que nosotros desconocíamos.

— ¿Y entonces cómo es posible que esos dos vayan juntos?

Margareth se estremeció. Parecía que un recuerdo horrible había abordado su mente.

— Porque no es Anna, señor Gutts.

— ¿Y quién es, entonces?

Cogió aire, intentando calmarse.

— El hombre de las gafas puede crear copias de otras personas, señor Gutts. No son ilusiones ni muñecos. Son idénticas en todo. Lo vi con mis propios ojos. Intenté pasar la noche en uno de los colegios que atacó. E invocó a un montón de copias mías. No eran falsas. Eran yo. Habían vivido lo mismo que yo. Tenían tanto miedo como yo. Lo vi en los ojos de todas ellas.

Se llevó las manos a la cara, aterrorizada.

— Vinieron a por mí, y cuando me defendí... ¡Las maté! ¡Me maté a mí misma, señor Gutts!

Esos últimos gritos, ahogados en llantos, hicieron que me levantara al instante y fuera a abrazarla. Eso era lo que quería evitar. Me maldecía por obligarla a recordar hechos tan terribles. Pero esa información era algo que no podíamos dejar de lado.

Mientras intentaba calmar a Margareth, mi cerebro empezó a procesar información. El ataque contra Cross... El ataque contra los dos... La persecución de esa mañana...

Todo encajó.

— Claro, ¡ese era su plan! Ese cabrón nunca ha hecho las cosas directamente, siempre nos ha usado a nosotros para conseguir sus objetivos. Nos ha puesto en contra de la chica para que vayamos a por ella y le hagamos el trabajo sucio. ¡Y hoy, sin darnos cuenta, hemos perseguido a la de verdad! Por eso estaba tan aterrorizada. ¡Por eso ha huido y se ha defendido en vez de atacar!

Me maldije por caer en la enésima trampa de ese cerdo. Llevaba toda una vida enfrentándome a psicópatas y maníacos, y seguían toreándome como querían.

Margareth se apartó un poco de mí. Parecía un poco mejor.

— Perdón, señor Gutts...

— No, perdóname tú a mi por hacerte recordar esas cosas.

Me levanté, con los nervios a flor de piel.

— Hay que avisar a Cross cuanto antes —dije.

Margareth asintió.

Salí corriendo de casa y me dirigí a la puerta vecina. Llamé al timbre.

— ¡Cross! ¡Abra la puerta!

Nadie contestó. Seguí golpeando la desgastada madera.

— ¡Me cago en todo, Cross! ¡Abra la puta puerta!

Me temí lo peor. Corrí de nuevo hacia casa y me cogí la llave de su puerta. Tanto él como yo sabíamos de qué iba nuestro trabajo. Así que en cuanto empezamos a congeniar ambos nos dimos todo lo posible que pudiera ayudar en caso de que a alguno de los dos le ocurriera algo. Teléfonos, tanto propios como de familiares, direcciones conocidas, llaves...

Entré en su casa de sopetón gracias a la llave. Y un desastre invadió mi vista. La vivienda estaba destrozada.

No podía ser. ¿Lo había hecho él? Esa destrucción no era propia de un ataque en el hogar por parte de un intruso. Los muebles estaban desvalijados, había platos rotos, estanterías hechas pedazos y un televisor con un enorme agujero en la pantalla. Lo había hecho Cross. Y no era reciente. Si hubiera ocurrido esa misma tarde, yo lo habría oído.

Me maldije otra vez. Sabía que Cross estaba afectado por la pluma y la muerte de Elizabeth. Pero no había sido capaz ni siquiera de entrever su estado real. La bestia lo estaba devorando. Era una bomba de relojería.

Y se había largado él sólo a por Anna Santllehí. Lo que me había dicho al llegar era una verdadera declaración de intenciones. Había empezado la cuenta atrás y había que detenerla. ¿Pero cómo?

Tuve una idea. Entré de nuevo en casa y cogí el teléfono. Tardó en contestar, pero lo hizo.

— ¿Gutts? ¿A qué se debe su llamada? —preguntó la esposa de Cross con sorpresa.

— Clea, necesito saber dónde puedo encontrar a Anna Santllehí. Es urgente.

Su silencio incendió todavía más mis nervios.

— ¿Qué ha ocurrido? —preguntó, con una suspicacia que me impresionó.

— Cross ha ido a por ella. Solo. Tenía usted razón, señorita Clea, la chica no es culpable. Hemos sido engañados. ¡Pero Cross no lo sabe y se ha lanzado al ataque!

Un nuevo silencio me estremeció.

— Gutts, el problema es... Que no lo sé. Pero deme unos minutos. Volveré a llamarlo. Manténgase atento.

— De acuerdo.

Colgué, con la tensión aún recorriendo mi cuerpo. No podía sentarme y esperar. Necesitaba hacer algo.

— Margareth, ¿en qué sitios suele estar Anna?

— No lo sé del todo, pero creo que le gustan los espacios abiertos, como parques o así. Donde haya luz.

Me puse el sombrero y la gabardina.

— Me sabe mal dejarte sola, Margareth. Pero tengo que irme —anuncié, antes de despedirme.

— No te preocupes, señor Gutts. Haz lo que tengas que hacer.

Le agradecí la comprensión con una sonrisa. Qué jovencita más formidable.

Salí de casa y fui corriendo hasta el coche. Recorrería todos los espacios abiertos de la ciudad si hacía falta. Al menos, hasta que Clea llamara.

— La hostia que le va a caer, Cross, va a ser de campeonato —pensé en voz alta.

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