¿Cómo hemos acabado así?
Por fin lo tenía delante. Arrodillado, humillado, destronado y derrotado. El hijo de puta que me había metido en ese infierno.
El hijo de puta había estado a punto de separarme para siempre de las dos únicas cosas que impulsan mi vida.
Puse el cañón en su cabeza, entre ceja y ceja.
La furia me embriagaba. Lo veía sufrir, y aquella visión me satisfacía. Pero quería más. Quería notar sus miembros desgarrándose. Quería que gritara como un animal agonizante. Quería sentir su cerebro siendo aplastado por mis puños. Quería arrancarle la garganta de un mordisco. Quería vaciarle los ojos y dejarlo ciego justo antes de asesinarlo.
Aunque, conociéndolo, quizá lo más humillante era encerrarlo. Darle el mismo trato que a un humano. Era lo mejor.
Lo encerraría en prisión. Antes, sin embargo, me aseguraría de provocar que su futura vida entre rejas fuera un infierno. No podría moverse. No podría ver. No podría hablar. No podría respirar sin dolor. De todo eso me encargaría yo personalmente.
Aquello no era una venganza. Era placer. Calmar ese síndrome de abstinencia. Responder a la llamada que mi naturaleza me hacía.
No, no quería. Necesitaba destruirlo. Quizá así asosegaría la violencia de mi interior.
Al notar el frío del cañón, rápidamente levantó la mirada. Aunque parecía ser presa de un sufrimiento insoportable, aquella bestia estaba dispuesta a luchar hasta las últimas consecuencias.
— Adelante, dispara —dijo, lleno de ira.
— ¿Aún te atreves a mostrar tanta beligerancia? Mírate, derrotado por unos seres inferiores a ti. Yo me sentiría frustrado, medio mierda.
La lluvia empezó a aflojar. Nuestras miradas, sin embargo, no lo hicieron.
— Si pulsas el botón de la pluma, todas las arañas que quedan morirán. Después, sólo tendréis que dispararme. Ni siquiera pido una muerte digna: haced conmigo lo que queráis.
— ¿Sabes cuál será el mejor castigo para ti? Que te tratemos como a un humano cualquiera: te dejaremos vivir, te llevaremos a juicio y te encerraremos.
Calló y bajó la cabeza. Le pisé la pierna con el pie en el que todavía conservaba la bota. Aquella falta de respeto era inaceptable.
«Mírame, cabrón. Quiero ver el dolor en tus ojos».
Soltó un grito de sufrimiento y a continuación volvió a dirigirme aquella mirada de odio.
— Adelante, hazlo: yo mismo me encargaré de quitarme la vida. Todas las criaturas a las que he dado vida desaparecerán, y es justo que yo lo haga con ellas. Por mucho que me quieras humillar, quien finalmente decidirá sobre mí seré yo.
— No si me aseguro de quitarte todos los medios para hacerlo.
El silencio entre nosotros duró minutos. Nuestros ojos, cargados de resentimiento, se confrontaban. Esos irises, uno verde y otro rojo, decían mucho. Me hablaban de dolor, de cómo todos los nervios de su cuerpo eran incapaces de controlarse. Me hablaban de miedo, de cómo una situación que creía controlada acababa de dar un giro.
Me hablaban de ira. Una ira primitiva, surgida de su interior más profundo. Una ira como la mía: cruel, ansiosa, y difícil de saciar. Y, aun así, mostraba cierto espíritu protector. Como si, en realidad, lo único que buscara fuera proteger a alguien querido. Esa forma de odiar se me hacía familiar...
Y de repente, aquella visión. Una imagen de la infancia despertó en mí.
Un niño, visto desde la distancia. Con cinco años, ya se consideraba el protector de los débiles. En ese infierno, él era la única justicia posible.
Con ese cuerpo tan pequeño, acostumbrado a recibir golpes, protegía a un compañero de la misma edad con los brazos extendidos. «¡Deteneos, dejadlo en paz!», exclamaba.
Observaba a sus agresores con aquellos ojos verdes repletos de ira, pero con cierto espíritu protector. Como si lo único que buscara fuera proteger a los demás de forma altruista.
Mi corazón se detuvo por un momento. No podía ser. Era él. El destino acababa de cruzar nuestros caminos. Dos compañeros de viaje en un trayecto de sufrimiento, ahora obligados a asesinarse el uno al otro.
Mi odio desapareció. No podía ser de otra forma. Querría hacer daño a muchos seres de ese sitio. Pero a él no. Él era la única luz de esperanza que nos quedaba.
Queen también me reconoció. Al igual que yo, su mirada dejó de lado la rabia para dar paso a la sorpresa y a la incredulidad.
— No puede ser... Eres tú —nos dijimos mutuamente.
Bajé el arma.
— ¿Eres 261? —pregunté.
— ¿Y tú eres 253? —repreguntó él.
Caí de rodillas, mirando a la nada. Daniel Queen también se había quedado en blanco. Ninguno de los dos entendía ese reencuentro. Ninguno de los dos entendía el porqué de esa batalla. Si esa escena se hubiera producido unos días antes, jamás habríamos llegado a tal extremo.
— ¿Sobreviviste al incendio?
— Sí. Y por lo que veo, tú también —respondió Queen.
Ahora, el momento se nos hacía absurdo. En un segundo, ambos recordamos el pasado. La vida en ese sitio. Todo el sufrimiento que aguantamos, y cómo nuestros lazos eran irrompibles por muchos años que pasaran.
Reímos. Una tímida sonrisa que se convirtió en una sonora risotada. El odio había quedado atrás.
Ahora sólo quedaba un nostálgico cariño.
— Dios mío. ¿Cómo hemos acabado así? —reflexioné.
— Si lo hubiera sabido antes, nunca habría intentado hacerte nada. Lo siento, de verdad.
— Supongo que tenemos muchas cosas que decirnos. Pero, si te soy sincero, ahora lo entiendo todo. No sé si podré perdonarte, pero te puedo entender.
— Al reconocerte, he cambiado de opinión. Antes de morir, me gustaría tener una conversación contigo.
No, no lo mataría. No a él. No se lo merecía.
Al reconocer en él a 261, me di cuenta de todo. No conocía su historia, pero no lo necesitaba. Queen era una víctima. Al igual que yo, todas sus acciones estaban determinadas. Como yo, nunca había superado el pasado.
No merecía morir, él no tenía la culpa de lo que había hecho.
Ambos sacamos la pluma y pulsamos sus respectivos octaedros. Queen tardó un poco más a causa de su parálisis. Los cristales de dolor desaparecieron. Las furias también se fueron, así como la felicidad que tenía tatuada en la cara.
— ¿Cómo me has reconocido? —me preguntó.
— Porque esta mirada tuya es la misma de cuando defendías a los más pequeños de los abusones. Tus ojos eran los únicos que brillaban como ahora en ese lugar. Siempre quise ayudarte, pero nunca me vi con ánimos.
— No te preocupes, no te hago responsable de ello. Allí todos nos sentíamos igual.
— ¿Y tú cómo me has reconocido?
— Nunca me había atrevido a hablar contigo precisamente por esa mirada de rabia que tenías en todo momento. He sentido el mismo terror de aquellos días. Enseguida te he recordado, sentado y encogido en un rincón, observando tu alrededor como si en cualquier momento quisieras provocar una masacre.
Aquellas palabras me alarmaron. Giré con nerviosismo la cabeza y observé mi reflejo en el escaparate del edificio de nuestra izquierda.
Tenía los ojos rojos y la piel llena de manchas de sangre que no eran consecuencia del derrumbamiento del edificio. Ya las conocía, me eran familiares, y provenían de mucho antes. Eran tatuajes del pasado. Me asusté y, por fin, fui consciente: él había vuelto.
El chico me miraba, extrañado. Me calmé y le devolví el gesto, sonriendo. Comencé a notar unos pasos: los de Gutts, que se acercaba.
— ¡Saaaaaaaaaaaaalve! —exclamó una voz
Queen se estremeció. Yo alcé la vista.
Era Cicerón/Gilgamesh. Había aparecido de la nada, detrás del chico.
Soltó una bofetada a Queen que vino acompañada de una fuerte ráfaga de viento, en dirección al golpe. Éste empezó a rodar hacia mi derecha. La pluma cayó cerca de él.
Gilgamesh caminó hasta la pluma y la cogió. Sacó la suya del bolsillo y oprimió ambas en la mano derecha. Después de brillar unos segundos, tiró al suelo la de Queen.
Tras recuperarme de la sorpresa, me levanté. Gutts se me adelantó y le apuntó con la metralleta.
— ¿Qué coño quieres, Gilgamesh? —dije.
— ¿Gilgamesh? ¿Qué nombre es ese? Yo me llamo Tláloc. Y ahora no quiero nada. Ya tengo lo que quiero.
— Y nosotros te tenemos a ti. Como te muevas un pelo te reventamos a tiros —amenazó el viejo.
— Pues va, venga, hazlo. Será divertido.
Gutts tragó saliva, no se lo veía dispuesto a disparar. Yo cogí el rifle y disparé tres veces. Las balas, sin embargo, lo atravesaron como si fuera un holograma.
— ¿Ves? No funciona. Bueno, me tengo que ir.
Y desapareció, en un parpadeo. Gutts y yo volvimos a quedarnos patidifusos con ese loco.
Suspiramos. Volví a mirarme en el escaparate. Aunque los ojos rojos se habían ido, la sangre seguía manchando mi piel.
Y cuando iba a dirigirle la palabra, el viejo me abrazó y empezó a llorar. Un lloro abundante, impropio de un macho como él. Y, de paso, me ensució con otra sangre.
— Espere, Gutts. Tenemos que curarle esto —le pedí.
Lo aparté y escribí "felicidad" en su frente. La herida del pecho se cerró al instante. Apreté el octaedro y las letras desaparecieron. El viejo me miró, extrañado.
— ¿Por qué después de pulsar el octaedro los efectos de la felicidad continúan? —preguntó.
— Pues porque siempre queda el recuerdo de la felicidad, aunque ella misma desaparezca. Todos, en momentos de tristeza, la echamos de menos y la recuperamos al recordar los buenos momentos. Por eso, aunque desmaterialice la felicidad, sus efectos continúan.
Las lágrimas surgieron una vez más de sus ojos y volvió a abrazarme. Yo me sentía desbordado por la opresión que ese gigante ejercía sobre mí. Casi me ahogaba.
— ¿Qué coño le pasa, Gutts?
— ¡La madre que me parió, Cross! ¿Sabe usted lo mal que lo he pasado por su culpa? ¡Incluso me había abandonado a la muerte porque no me veía viviendo sin usted!
— Madre mía, Gutts, ¿ahora se me ha cambiado de acera? A mí no me van los maduritos.
— Calle y abráceme, hijo de puta. Si no lo hace le reventaré la entrepierna de un tiro.
— ¿Ve? Este Gutts ya me gusta más.
Estuve unos segundos más abrazado a él. Después de cansarse de vomitar lágrimas y mocos sobre mi hombro, se separó de mí. Observamos a Queen, que había quedado inconsciente después del golpe del loco que ahora se hacía llamar Tláloc.
— ¿Y qué haremos con Queen? ¿Le hará un tratamiento felicidad? Estaba fatal —se cuestionó el viejo.
— Estaba fatal por culpa de los efectos del dolor y el miedo. Ahora que ya se han ido, sólo le quedan cuatro heridas de bala y una fatiga tremenda. Conociéndolo tanto a él como a la biología de su cuerpo, en unos días estará como nuevo.
— Cuando pueda me tiene que explicar de qué estaban ablando.
— Ya lo haré, no se preocupe, Gutts.
Nos miramos el escenario que habíamos dejado. El Distrito Norte parecía el escaparate de una carnicería. Y no de una especialmente limpia.
— ¿Y cómo limpiaremos todo esto? —preguntó, una vez más, el viejo.
— Pues no lo sé, la verdad.
De repente, una borrosa imagen roja apareció ante nosotros.
— Tranquilos, habéis hecho un buen trabajo. Ya lo limpio yo. El efecto de mi campo todavía dura, así que, en unas horas, no habrá ocurrido nada —señaló la imagen, con una voz femenina.
— ¿Editora? No sabía que pudieras materializarte en la realidad —dije.
— Vaya, ¿ésta es la famosa Editora? —añadió Gutts.
— Sólo temporalmente y porque ya tengo puesto el campo. Ahora que ya os he dicho lo que tenía que decir, me voy. Ya hablaremos, Cross.
La imagen desapareció en un instante.
— Bueno, y ahora, ¿qué hacemos? No podemos llamar a una ambulancia con todo este percal — hizo notar el viejo.
— Pues nos llevamos a Queen. Invocaré a uno de mis perros o uno de mis clones y que lo carguen.
— Déjelo, ya he tenido suficientes plumas por hoy. Ya lo llevo yo.
Respondí a su frase con una sonrisa. Gutts cargó a Queen a caballo y yo recogí la Pluma de la Vida. Empezamos a caminar calle abajo. El Sol del atardecer había empezado a mostrarse entre las nubes, marcando el final de la odisea contra Daniel Queen, i el inicio del cambio tanto en él como en mí.
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