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Batalla perdida

— Hoy trabajo desde casa, ¿por qué lo preguntas? —contestó Clea al poco de coger mi llamada. 

— Voy para allá. Necesito tu ayuda.

— Te gusta avisar con antelación, ¿eh? —se quejó, sarcástica.

— Hija, ¿y qué problema hay? ¿Te voy a ver trabajando en bragas? Como si no te tuviera vista ya.

— Las mujeres como yo tenemos secretos.

— Después de dar con la tecla para causarte los orgasmos, creo que pocos secretos quedan entre nosotros.

— ¿Y qué te hace pensar que no los finjo?

— ¿Me estás retando?

Se echó a reír. Yo disfruté de su carcajada desde el otro lado del auricular. Fue instantáneo: en cuanto oí su voz, todo en mi interior se apaciguó. Y en unos instantes allí me encontraba: bromeando con ella sobre nuestros encuentros sexuales.

— Bueno, pues aquí te espero. —Cedió, por fin—.

Nos despedimos y colgué. Guardé el teléfono y devolví la mirada al asiento de enfrente del autobús. Queen se estaba portando bien. Estaba sentado a mi lado, en silencio, aunque algo nervioso. Yo cruzaba los dedos para que no volviera a provocar el caos del metro.

— Esto es una jaula —comentó.

— Sí, una jaula con ruedas y que se mueve.

— Y hace mucho calor.

— Es calor humano. Da mucho asco, pero te acostumbras. ¿Sabías que el autor de esto está escribiendo este capítulo en un autobús?

— ¿Y a mí qué me importa?

— Bueno, técnicamente estamos en una jaula dentro de otra jaula.

— No me hables más de jaulas. Ya he tenido suficiente de ellas en esta vida.

— ¿Eso es porque era en ellas dónde te daban por el culo?

— ¿Ese sentido del humor tan fino que tienes hoy es también causa de 253?

Ahí callé. Seguramente no le faltaba razón. 253 había añadido acidez y mal gusto a mi ya de por sí desagradable sentido del humor. Algo bueno debía tener, ¿no?

— ¿Has decidido acompañarme para tenerme controlado? —le pregunté, cambiando el tema de la conversación.

— Para ser más precisos, te acompaño para observar. Si queremos hacer algo para apaciguarte, antes alguien debe estudiar cómo se producen tus ataques de ira.

— Primero observas y luego atacas: estás hecho todo un depredador —bromeé.

— No por nada estoy en la cumbre de la cadena alimenticia.

Y me lanzó una malévola sonrisa que hubiera deseado no ver. Cada segundo que pasaba junto a él me convencía más de que debíamos encerrarlo y tirar la llave. Y mira que me caía bien...

Finalmente llegamos a la parada más cercana a la casa de Clea. Todavía tendríamos que caminar un par de minutos, así que pronto nos adentramos en ese barrio tan convencional. Tras mas o menos la mitad del trayecto, noté en Queen cierto malestar. Observaba los edificios con nerviosismo, como si algo fuera a salir de ellos. Se daba la vuelta, vigilando sus espaldas. No pude evitar preguntar.

— ¿Pasa algo, Queen?

— Esta zona entumece mis sentidos. Hay algo, en algún lugar, que no debería estar aquí. Pero no consigo encontrar ni discernir qué es.

Sus palabras me alteraron.

— ¿Es ese cabrón?

— No. Él no hace notar su presencia. Y si estuviera por aquí, podría sentir su olor. Es otra cosa.

— ¿Pero es peligroso?

— No siento hostilidad, ni mis sentidos me dicen que me prepare para luchar. Simplemente, algo no encaja. No sé describirlo.

— Ya veo. Bueno, buscarlo ahora sin saber ni siquiera de qué se trata es absurdo. Y si no es peligroso, mejor dejarlo.

Queen estuvo de acuerdo conmigo, aunque no desapareció su nerviosismo. Me planteé echar un vistazo después de hablar con Clea. Pero primero debíamos acabar aquello para lo que habíamos venido.

Llamé al timbre de mi antigua casa con los nervios de siempre. Y abrió la puerta una Clea que vestía una cómoda camiseta negra, vaqueros y el cabello recogido en una coleta. Su look de siempre.

— Esperaba verte con menos ropa —le espeté, con un fingido fastidio.

— Lo sé —respondió, sin más.

— Con una fina camisa blanca, las piernas al aire, el cabello suelto...

— ¿Quieres un poco de papel higiénico? El baño vas a tener que buscarlo en otro lado.

Cortó mis húmedas fantasías con la crueldad habitual. En un raudo movimiento, dirigió los ojos hacia mi acompañante.

— ¿Éste es el famoso Queen? —preguntó casi a la misma velocidad.

— Sí, el que casi mata a tu marido —presumió el chico.

— Lástima que no acabaras el trabajo. Nos habrías hecho un favor.

Queen sonrió ante la broma.

— Me cae bien tu chica, Cross.

Clea rio. Era un alivio saber que en esta novela hasta mi propia esposa me quería muerto.

— ¿Y qué necesitáis? —dijo a continuación.

— Tengo que explicarte algunas cosas y pedirte un favor.

Me miró con cierta extrañeza.

— Vale, pasad.

— Yo espero fuera.

Esa última frase de Queen detuvo nuestros pasos. Le preguntamos con nuestras miradas de desconcierto el porqué de su petición. Interpretamos en su falta de respuesta que, simplemente, no le apetecía. Así que cerramos la puerta y lo dejamos a su aire.

— ¿Y qué tal está Eve? —pregunté mientras caminábamos hacia el comedor.

— Bien. Preguntando cada día por su padre, ya sabes.

Ya me esperaba esa respuesta. Y a pesar de ello, se seguía sintiendo como una espada atravesándome la médula.

— ¿Va todo bien, Kyle?

Clea planteó su cuestión cuando ya nos sentábamos en el sofá. No me cogió por sorpresa. Creo que ya he dicho suficientes veces lo inteligente que es.

— Bueno, por eso estoy aquí. Ha ocurrido algo.

La preocupación invadió la cara de mi compañera. Nos sentamos, uno delante del otro. Y empecé a recordar aquella escena. Un nudo en la garganta casi me impide pronunciar las funestas palabras.

— Elizabeth ha muerto. Ha sido el loco de las gafas.

Clea se llevó las manos a la boca. Ella no conocía a Elizabeth. Y con lo pragmática que era, seguro que nunca le habría importado no cruzar palabras con ella. Pero sí captó, desde el primer momento en el que le hablé de ella, lo mucho que yo admiraba y valoraba a esa mujer.

— Kyle, lo siento mucho. Ahora entiendo esa mala cara.

Noté sincera impotencia en su mirada. Sus ojos me suplicaban que por favor encontrara una forma para que ella pudiera ayudarme y reconfortarme. Pero ya nada podía hacerse.

— Mis esfuerzos ahora están centrados en vengarla. Tenemos que hacer pagar a ese cabrón. Elizabeth se lo merece.

Mi funesto tono de voz pareció intimidarla. No me extrañaba. Seguramente mi mirada al pronunciar esas palabras tampoco contribuía a mantener la calma.

— ¿Y qué habéis descubierto de él de momento? —me preguntó.

— Tengo la impresión de que está mucho menos loco de lo que nos hace creer. Intentamos buscar su rastro, pero todo resultó ser un engaño urdido por él. A decir verdad, no tenemos nada. Excepto una cosa.

Clea agudizó su mirada. Notaba en su lenguaje corporal que me estaba demandando la información.

— Necesito que me digas dónde se encuentra la chica del cabello blanco. Ana, ¿verdad?

La cara de estupefacción de Clea era difícil de describir con palabras. Yo ya me esperaba el desconcierto por su parte, pues al fin y al cabo le estaba revelando una traición. Pero su reacción resultó ser más sorprendente. Como si acabara de escuchar el mayor disparate de la historia de la humanidad. Vencer su incredulidad iba a ser difícil.

— ¿Qué? —respondió, secamente.

— Estoy bastante seguro que ambos están aliados. Si no podemos tirar de un lado, es muy posible que la chica pueda decirnos dónde encontrar a ese cabrón.

— No, no están aliados. Te lo puedo asegurar, Kyle.

Su tono cambió drásticamente- Ahora me transmitía un escepticismo insultante, salpimentado con un desprecio intelectual que jamás me había expresado. Como quien escucha la verborrea estúpida del mayor ignorante de la tierra.

— Clea, lo he visto con mis propios ojos. Ambos me atacaron. Era ella, real, lejos de una ilusión.

— Anna jamás se juntaría con semejante escoria. Es imposible. Es una estratagema. No puede ser ella de verdad.

— ¡Pero podría estar siendo obligada a colaborar!

— No, los poderes de su pluma le permiten escapar de esas cosas.

En ese punto es difícil discernir qué encendió mi furia. Si las constantes negativas de Clea, o que revelara que tenía información importante y que, por alguna razón, no había querido revelarme.

El mayor problema, sin embargo, es que estaba a empezando a desconfiar de ella. Con cada nueva palabra que intercambiábamos la descartaba un poco más como colaboradora nuestra. Teníamos poco tiempo. Y si no se prestaban de primeras a ayudar, mejor buscar en otro lado.

Me dolía, pero en ese momento debía ser práctico. Noté mi piel arder y mi mirada enrojecerse.

— Sé que confías en ella, Clea, pero las cosas son así. Si queremos acabar con esto la necesitamos a ella.

Su mirada no cambió.

— Dame un tiempo para que la localice y hable con ella.

Era como intentar tirar una pared a cabezazos.

— No hay tiempo Clea. A saber lo que estará planeando ese psicópata. Sólo necesito su nombre, con eso ya podemos ponernos en marcha.

— ¿Y cómo vas a sacarle la información una vez la encuentres?

Esa pregunta detuvo unos segundos mi creciente furia. No lo había pensado. Pero la respuesta era sencilla. Si colaboraba, todo saldría bien. Si no....

Sentí el escalofrío de Clea tras el silencio. Su mirada por fin cambió. Ahora notaba el miedo en sus ojos.

— No te voy a dar su nombre. Necesito tiempo. Cuando haya hecho mis averiguaciones, hablaremos —sentenció.

No aguanté más y me levanté, cabreado.

— Te he dejado ir a tu bola, sin meterme en tus asuntos. He permitido incluso que compartas conmigo la información que tú has querido. He confiado ciegamente en ti. Y cuando por primera vez te pido un favor, ¡me fallas así!

— Lo que no pienso hacer es satisfacer tu maldita venganza personal, Kyle.

Apreté los puños. Ella no lo entendía. No conoció a Elizabeth. No era consciente lo mucho que esa mujer merecía vivir. No era consciente de lo mucho que su asesino debía pagar. Me sentía traicionado.

— De acuerdo, pues. Me largo. Ya encontraré la manera de descubrir dónde se encuentra. Y es posible que entonces te arrepientas de tu actitud de hoy.

Esas últimas palabras plantaron la semilla del terror en ella. Por primera vez en bastante tiempo, sentí a la Clea de antaño. Aquella que no podía dirigirme la mirada.

— Kyle, otra vez no... —se lamentó, apagando sus palabras a medida que las pronunciaba.

Salí de la casa y cerré de un portazo. Me sentía derrotado. Traicionado. Harto. Furioso. Mi piel ardía con más fuerza y mi visión parecía repleta de sangre.

Apreté el puño y golpeé la pared del edificio, sintiendo el dolor en mis nudillos. Quise dar otro. Pero algo me detuvo en seco. Miré a mi derecha y vi a Queen sujetando mi brazo con una fuerza incalculable.

Mi piel y mis ojos volvieron a la normalidad de inmediato.

— Interesante —comentó con frialdad.

Soltó mi antebrazo y me incorporé. Se quedó en silencio, esperando una respuesta.

— No ha funcionado. Clea está convencida de que la chica no puede aliarse con ese hijo de puta. Ni siquiera me compra que podría estar siendo obligada. Vamos a tener que buscarnos la vida —informé, con frustración.

Queen se llevó las manos a los bolsillos del pantalón con resignación.

— Las cosas nunca pueden ir rodadas, supongo —respondió.

— Volvamos a casa. Ya pensaremos algo cuando estemos con Gutts —propuse.

Queen estuvo de acuerdo, y comencé la marcha hacia la parada del bus. El chico me siguió a unos metros a mis espaldas.

Aunque me había calmado, el dolor seguía ahí. Me dolía que Clea no quisiera confiar en mí. Yo toleraba sus secretos, y conocía de sobras la discreción con la que ella siempre trabajaba. Y aun así me sorprendía y frustraba su recelo a darme un simple nombre. ¿Por qué tanto silencio? ¿Qué otra información tenía y que no quería contarme? ¡Tan preocupada que estaba siempre por mí y ahora era incapaz de darme un simple dato que podría salvarme la vida!

Oí un ruido detrás de mí que interrumpió mis pensamientos. Chasqueé la lengua. Queen debía de haberse tropezado con algo. Me giré.

Y allí estaba ella. Anna, la chica de cabello blanco.

En cuanto vi la escena reconstruí los hechos. Parecía haber estado escondida en uno de los callejones sin salida de entre los edificios. Había salido disparada en cuanto había visto a Queen, con un extraño garrote tan sumamente brillante que en sí mismo era una amalgama de luz blanca, dispuesta a derribar al chico de un golpe en la cabeza.

Pero Queen había detenido la agresión con sus reflejos inhumanos y sus dos manos, que agarraron el garrote. Y con esos mimos reflejos, su cuerpo contraatacó y disparó un tercer brazo desde la cintura. Acabado en garras, no había conseguido dar en el blanco, y en lugar de golpear la pierna de la chica había desgarrado el pantalón en la parte superior del muslo. Llegué a verlo devolver la extremidad al interior su cuerpo.

Y allí estaban. Ella empujando el arma hacia la cabeza de Queen, y éste frenando cada pequeño avance con sus manos.

Reaccioné rápido y saqué la pistola. Pero en cuanto se giró hacia mí, la chica echó a correr de nuevo hacia el callejón. Ambos la perseguimos.

Pero como siempre ocurría últimamente, se había esfumado. Sólo había dejado tras de sí el extraño garrote, que fue perdiendo su luz hasta revelar lo que era: un simple bate de madera. No tenía marcas ni grabados que indicaran su procedencia o fabricación.

— ¿Qué ha pasado? —pregunté.

— Esa zorra ha salido corriendo del callejón para atizarme con ese palo. Cuando me he dado cuenta ya la tenía encima.

Mi análisis de los hechos se confirmaba.

— Entonces nos ha seguido. Siguen jugando con nosotros, los muy cerdos.

Queen apretó los dientes, con enfado. Volvimos a la calle principal reanudamos el camino al mismo ritmo que antes.

— Cross, mira esto.

Mis pasos volvieron a interrumpirse. Mi giré y vi a Queen en el mismo lugar donde había sido atacado. Parecía echar un vistazo entre los jirones del pantalón de la chica que habían caído al suelo tras el contraataque del cuerpo de mi compañero. Cogió una pieza de ropa negra y la examinó. En cuanto me acerqué me di cuenta de lo que era. Mis ansias se dispararon en un segundo.

Una cartera. Había caído tras desgarrarse el bolsillo. Queen la abrió, y en su interior encontramos un único documento. Un carné de identidad.

Anna Santllehí Blancafort.

La teníamos. Por fin.

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