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Aquí empieza lo bueno

Aunque parezca insultante, todo lo que has leído hasta ahora no es más que una introducción. A partir de esta batalla viene lo bueno, y será mejor que prepares el estómago porque vienen cosas fuertes. No me entretendré más, que setenta y seis páginas de introducción ya son una putada muy grande.

Y como toca acelerar, pasaremos directamente al momento en el que Gutts y yo llegamos al parque. Como nota previa me gustaría decir que, de camino al punto de encuentro con la niña, le expliqué al viejo todo lo que me había dicho la Editora. También querría remarcar que aquel día Gutts llevaba un bombín en lugar de un sombrero de copa. Me hizo mucha gracia verlo con esa pinta, parecía Hercules Poirot venido a menos.

El parque era un lugar amplio y verde. Espera, que aquí viene otra obviedad: había muchos árboles. Según mis recuerdos, el banco donde me senté la anterior vez se encontraba en el centro del lugar, en una zona sin ningún árbol.

Ambos avanzamos con decisión hasta que llegamos al sitio donde me había encontrado la niña y la chica de cabellos blancos.

Allí estaba Margareth Crown, tan seria y con el vestido tan destrozado como siempre. Entre nosotros debía haber unos cuantos metros, así que si hablábamos flojo era posible que no nos escuchara.

— ¿Estáis preparados? - preguntó ella alzando la voz.

Gutts me miró preocupado.

— ¿Y ahora qué hacemos? —dijo.

— No se preocupe. Ayer por la noche encontré una emoción que es capaz de hacer lo mismo que hace la niña. Además, he traído dos pistolas, dos metralletas y el lanzacohetes. Y usted tiene una pistola. No hay por qué tener miedo.

— Espero que tenga razón, porque ahora ya no podemos dar marcha atrás.

— ¡Alea iacta est, compañero! —exclamé con alegría.

La niña levantó el brazo derecho y, con la pluma, dibujo un círculo con una cruz en el medio. La figura se convirtió en una esfera negra que Margareth mantuvo unos segundos en la mano. Acto seguido, la lanzó al suelo.

Yo pedí a Gutts su pistola. Me la dio y en una de las balas escribí "esperanza". Después le devolví dos pistolas: la suya y una de las mías.

— No soy muy bueno usando dos pistolas —se quejó.

— Las necesitará. Por mucho Toro que sea, no hará nada si no va bien armado. Yo ya me apaño con una pistola.

— Una pistola, dos metralletas y un lanzacohetes. No intente hacerse el héroe conmigo que lleva más armas que cualquier soldado —me recriminó.

— ¡Bah! —exclamé con aburrimiento.

Desenganché la mirada de Gutts y la dirigí hacia Margareth...

Pero algo había cambiado. Tanto yo como el viejo nos quedamos atónitos al contemplarlo.

En un parpadeo, el parque había desaparecido.

Una llanura oscura lo había sustituido. El suelo, antes verde intenso, ahora era de un color que se acercaba peligrosamente al morado. Los árboles habían perdido sus hojas y se habían vuelto negros. Además, se retorcían de formas tan variadas que mareaban. Una niebla negra y espesa reinaba en el cielo hasta más allá del horizonte. Aquello era, sin duda, el mundo de pesadilla que Margareth había dibujado en su cuarto.

Lo que más llamó mi atención fue el gran número de oscuros cadáveres que había en el suelo y que se repartían por toda la llanura. Al fijarme en ellos con más detenimiento, me di cuenta de un detalle escabroso.

Eran copias exactas de Margareth, pero los vivos colores de los que disfrutaba la niña (el dorado de su cabello, el azul de sus ojos y el rosado de la piel) se habían apagado y oscurecido hasta el punto que parecían negros. Eran estatuas dignas del cementerio más tenebroso.

La niña escribió otro símbolo y una decena de monstruos apareció delante de ella. Pero no atacaron. Margareth esperaba a que nos preparásemos. Con la aparición de aquel mundo maldito, la distancia entre nosotros y la niña se había multiplicado. Seguramente tardaríamos un buen rato en llegar hasta ella.

Reí mucho al ver a Gutts: estaba totalmente acojonado. Aunque, si digo la verdad, a mi también me temblaban un poco las piernas. ¡Quién me iba a decir que el Toro de la Central se acojonaría con una simple niña!

— ¿Y ahora qué? —volvió a preguntar el viejo.

— Prepárese, Gutts. Yo también tengo mi ejército.

Saqué la pluma y, con mucha energía....

....

....

....

— Oiga, Cross, ¿qué ocurre? —preguntó el inspector.

— Es que... En la versión original aquí venia una broma. El problema es que es intraducible... Hay que buscar una solución, y rápido — confesé.

— ¡No me venga con gilipolleces ahora! ¿En serio vamos a perder un tiempo valioso en idear un nuevo y estúpido chiste?

— Hay que darle al lector lo que quiere, Gutts.

— ¡A la mierda el lector, coño! Estamos en una situación de vida o muerte.

— A ver si entiende que usted es un personaje de ficción, coño. Y como tal debe...

De repente, el inspector me apuntó con la pistola. No tuve más remedio que levantar las manos e interrumpir mi discurso. Aquello me enfadó bastante. ¿Qué se había creído aquel viejo cascarrabias amenazándome de esa manera?

— ¿Le he dicho ya que no pienso ir a su funeral? —dije después de soltar un suspiro de fastidio.

— Pues qué alegría —me respondió él, sin una pizca de ironía.

— La alegría, en todo caso, la tendrá una vez muerto. Le prometo que cuando se le haya evaporado la cordura, le llenaré la cabeza de basura para enloquecerlo completamente. Así sufrirá hasta que expire.

— Usted lleva llenándome la cabeza de mierda desde que lo conozco, Cross. No sé cómo todavía no estoy loco.

— Ya lo está, lo que ocurre es que aún es capaz de disimula...

Un ruido me interrumpió. Bajé los brazos y el viejo dejó de apuntarme. Gutts y yo enseguida salimos de la burbuja en la que discutíamos y giramos los ojos hacia Margareth. Sus monstruos se habían multiplicado. Calculé unos setenta.

— Cross, deje de decir tonterías y saque su arsenal. Si seguimos así acabaremos convertidos en macarrones antes de poder hacer nada.

— ¿Y por qué macarrones?

— Porque es lo que tengo hoy para comer. Ahora, deje de hacer preguntas y escriba lo que tenga que escribir.

Me separé unos pasos de Gutts y decidí dejarme de estupideces e ir directo al grano.

Mientras el viejo observaba, di un paso atrás y con la pluma escribí "repugnancia".

Una gran y espesa niebla nos envolvió a los dos. Cuando se disipó, habían aparecido treinta y dos copias de mí. Iban con la gabardina que yo llevaba aquella mañana y una pistola en la mano izquierda. Su expresión era de una seriedad imperturbable, con unos ojos que no mostraban señal de vida. Eran clones bastante conseguidos, excepto porque su mano derecha estaba medio podría y carcomida por insectos.

Volví a escribir la palabra y aparecieron treinta y dos copias más. Ahora, en total, había sesenta y cuatro clones de Kyle Cross. Y todos con cara de mala leche.

El inspector observaba aquel nuevo regimiento con estupefacción.

— Ya tenemos ejército, Gutts —sentencié.

— Pues comencemos —dijo él una vez se recuperó.

Pero antes de empezar, hay que aclarar lo que acababa de pasar. Todo se inicia la noche anterior. ¿Recuerdas la revelación del final del capítulo? Pues aquí está la clave: pensando en mí mismo me di cuenta de la cosa que más asco me daba en este mundo: yo mismo.

Al escribir "asco", la pluma materializaba una copia de mí de hacía dos años. Un clon de Kyle Cross del momento exacto en el que le pegó una bofetada a Clea y que copiaba y obedecía todo lo que yo hacía y decía. El único inconveniente era la extremidad podrida, que no era ninguna otra que la mano que impactó en la cara de mi mujer.

Esto lo pude comprobar aquella misma noche, y pronto inicié un razonamiento que me llevó a idear un ejército conformado por mí mismo.

La máxima expresión del asco es la repugnancia. Decimos que algo nos repugna cuando nuestro nivel de repulsión no puede ir más allá. Y, si a una persona le dan asco, por ejemplo, las moscas... ¿Qué es lo que le repugnará? ¡Pues un montón de moscas!

La misma lógica se aplicaba en mí. Si lo que más asco me daba era acordarme de mí mismo en el momento en el que cometí el error más grande mi vida, lo que me repugnaría sería revivir aquel instante en incontables ocasiones.

Por lo tanto, escribiendo repugnancia surgirían treinta y dos copias de Kyle Cross. ¿Y por qué treinta y dos? Supongo que porque en mi subconsciente era un número maldito: la edad en la que mi error me desbarató la vida.

¡Quién me iba a decir que una baja autoestima me acabaría solucionando una batalla!

— ¡Al ataque! —exclamé, disparando al aire con la pistola.

Y, como un rayo, todo el ejército se lanzó corriendo contra la niña como si de una panda de locos descontrolados se tratase.

— ¡Espere, pedazo de mula! ¡Si los envía todos de golpe, la niebla...! —advirtió Gutts.

Pero no seguí escuchándolo porque rápidamente miré hacia Margareth.

Sonreía con malicia, como si acabáramos de caer en su trampa. La sensación de derrota aumento en el momento en el que me di cuenta de que, mientras mis clones ya eran a medio camino entre la niña y nosotros, sus monstruos continuaban inmóviles.

Un extraño escalofrío me hizo alzar la mirada. La gran niebla que tapaba el cielo nos miraba con dos ojos rojos mientras unas estacas moradas apuntaban a mi ejército.

— ¡Mierda, otra vez no! —exclamé.

La lluvia cayó sin piedad sobre mis copias. Los "Crossos" intentaron protegerse de las estacas, pero acabaron más agujereados que un matamoscas. Los miembros y los órganos destrozados volaban como confeti, salpicando por todas partes un líquido negro que en pocos segundos inundó el suelo. Dos minutos tardó mi ejército en convertirse en un enorme y oscuro charco que se evaporó a los pocos segundos.

— Hay que ser idiota —puntualizó Gutts, suspirando.

— ¿Qué quiere que le haga? No lo he visto venir.

— Mejor déjeme planear a mí, alcornoque.

Los monstruos de Margareth comenzaron a avanzar. Yo escribí dos veces más la palabra "repugnancia" y mi ejército volvió a aparecer.

— Escúcheme. Si se ha fijado, podrá ver en el cielo una mancha negra —me mostró el viejo, señalándome las grises nubes —Aquella mancha es la nube encargada de lanzar la lluvia de estacas.

El inspector tenía razón: de entre la oscura niebla que cubría la bóveda artificial, un ancho círculo de color negro intenso destacaba. En él antes brillaban dos ojos rojos, pero se habían desvanecido. Gutts prosiguió.

— Puesto que usted no se ha fijado, se lo diré yo: lo que ataca no es el cielo en sí, sino sólo aquella nube negra. Las estacas salen de ella. Por lo tanto, su rango de ataque es limitado. Además, hace un rato la nube estaba justo delante de la niña, y ha tardado todo este rato en situarse en medio del campo que nos separa. Así que, si no me equivoco, su velocidad de desplazamiento es muy lenta. Además, creo que la niña necesita un tiempo para volver a atacar con las estacas.

— Sí, yo también lo supuse la primera vez lo lanzó el ataque, cuando usted me protegió con el coche —interrumpí.

— Pues bien, lo que haremos será dividir a toda esta panda en dos grupos y rodear la nube. Así conseguiremos separar a los monstruos de la niña y obligarla a controlar dos frentes al mismo tiempo. Además, también conseguiremos evitar la lluvia de estacas. Yo me encargaré de controlar los dos grupos avanzando por el medio.

— Pero, si hace eso, será un blanco fácil para la nube —advertí, con cierta preocupación.

— Sí. Y aquí es donde entra usted. Quiero que avance escondido en uno de los grupos y esté pendiente del cielo. Si ve que la nube hace algún movimiento extraño, por muy pequeño que sea, avíseme y me iré corriendo. Además, usted, con la pluma, se encargará de renovar los dos grupos a medida que vayan cayendo.

— Es consciente de los riesgos, ¿no, Gutts? No puedo asegurar que sea capaz de avisarlo a tiempo.

— Nos tenemos que arriesgar, Cross. Confíe en el Toro. A pesar del paso de los años, sigo teniendo las piernas más rápidas de la ciudad —finalizó, con decisión.

Gutts dio la orden de dividirse en dos grupos y, curiosamente, mi ejército lo obedeció enseguida. Supongo que mi subconsciente ya les había transmitido la orden de obedecerlo a él. Avanzaron más rápido de lo que me esperaba y Gutts en cuestión de segundos Gutts estaría debajo de la nube asesina.

El plan, en principio, funcionó bastante bien: Margareth dividió su ejército en dos para contrarrestar el nuestro. También colocó cuatro de sus monstruos delante de ella con el objetivo de protegerse de los proyectiles que Gutts o yo pudiésemos lanzarle.

Pero, y aunque todo estaba yendo como Gutts tenía previsto, yo no me sentía cómodo.

Mientras Gutts se jugaba la vida, yo avanzaba en paralelo a él, en uno de los extremos del regimiento a la izquierda del viejo, esperando a que la niebla hiciera algo. Lo que había ideado el inspector me parecía una estrategia improvisada, arriesgada y llena de agujeros.

Los dos regimientos redujeron la velocidad y empezaron a avanzar muy lentamente. Eran, de hecho, exageradamente lentos si los comparábamos con la fugaz carrera que habían hecho sus predecesores. Los de primera línea disparaban a las bestias con el objetivo de reducir su número antes del choque definitivo que seguramente acabaría con la destrucción de todos los clones de Kyle Cross. Ellos sólo tenían pistolas, y sus disparos no hacían ningún efecto en el ejército contrario. El número de aquellos monstruos de un brazo no parecía menguar. Alguna cosa me decía que surgían del propio suelo.

Y, por fin, mientras avanzaba observando mis clones, algo se iluminó dentro de mi cabeza. El ocioso papel que me había encargado Gutts me había permitido poner a funcionar el cerebro y darme cuenta de un detalle importante: los clones habían aparecido con la única pistola que yo llevaba. La ropa, además, no era la de hacía dos años. Era el vestuario que me había puesto ese mismo día: una camiseta negra, los vaqueros, las botas y la gabardina de siempre. ¿Y si, además de la pistola, habían heredado las otras armas y las tenían guardadas en la gabardina, al igual que yo?

Aquello podía suponer un cambio importante.

— Gutts, venga hacia aquí ahora mismo. Tiene treinta segundos. —grité.

El viejo me miro y, sorprendentemente, me hizo caso al instante. Corriendo a una velocidad considerable, se plantó a mi lado enseguida.

— ¿Qué pasa, Cross? —preguntó al momento, como si aquella carrera no lo hubiera cansado nada.

— Tengo una idea. El problema es que usted no tiene una función específica en mi plan. Simplemente dispare a todo lo que vea —le confesé.

— ¿En qué está pensando, Cross?

— Observe —exhorté, sonriendo

Alzando la mano con la que la agarraba, pulsé el octaedro de la pluma mientras observaba con detenimiento mis clones. Después del "clic" que hizo la figura, todo mi ejército se evaporó de repente.

La niña se sorprendió y, rápidamente, reagrupó todos sus monstruos, regalándonos unos segundos que necesitábamos.

En cuanto a mí, volví a escribir "repugnancia" dos veces. Una vez con el ejército reorganizado, hice un paso hacia delante al mismo tiempo que cogía aire.

— ¿Me escucháis, panda de mierdas medio podridas? A continuación quiero que saquéis vuestras metralletas. Dispararemos como locos y avanzaremos al mismo tiempo, destrozando todos los monstruos que se atrevan a acercarse. Si intentan rodearnos, los de los lados y los de atrás quiero que os encarguéis de pararlos. Los del medio serviréis para reemplazar a los que hayan caído. Ah, y por cierto: la niña no debe recibir ni un solo tiro, así que id con cuidado —exclamé con tanta voz como pude.

Me puse la mano dentro del abrigo, saqué las dos metralletas y, apuntando con ellas al cielo, pegué un fuerte grito. Los sesenta y cuatro "Crossos" repitieron mi canto de batalla. Aquellas voces estridentes rompieron el silencia de aquella llanura durante unos segundos.

Una vez vuelto éste, volví a mi sitio e hice una señal con la mano. Gutts, que me miraba asustado, entendió lo que quería transmitir y fijó la mirada en la niña a la vez que adoptaba una postura rígida.

Bajé el brazo y levanté el pie. Todo mi ejército, incluyendo a Gutts, hizo el mismo movimiento. Entonces, con una sincronización inhumanamente perfecta, hicimos un paso... Y otro... Y otro. Así seguimos, avanzando poco a poco. Cada paso era como un terremoto, como si un enorme gigante con pies de hierra golpeara el suelo. Me sentía el tiranosaurio de Jurassic Park.

La niña lanzó todos sus monstruos contra nosotros, exceptuando los cuatro que le servían de barrera. Cuando me pareció que eran lo suficientemente cerca, alcé las manos y los apunté con las metralletas. Este movimiento fue repetido por la primera línea de mi ejército con unos pocos segundos de retraso, provocando una especie de ola que me hizo mucha gracia. Gutts, puesto que no sabía disparar, fue el último en comenzar a disparar.

Y entonces... El Apocalipsis: todos comenzamos a disparar al mismo tiempo mientras avanzábamos sin perder el ritmo. Masacramos completamente el silencio de aquel sitio gracias a la fusión de nuestros pasos con los disparos.

De hecho, creo que hoy estoy un poco más sordo por culpa de aquel combate.

No me preocupé de Gutts porque él ya estaba sordo de antes.

Supongo que te preguntas qué ocurría con los monstruos de Margareth. ¿Qué quieres que te diga? Ya deberías saberlo: tardaban tan poco en desaparecer que ya casi ni los veíamos. La niña seguía invocándolos sin parar y nos los enviaba, pero no duraban mucho. Normalmente disparábamos a los que teníamos delante hasta que veíamos a los cuatro que hacían de barrera a la niña. Entonces cambiábamos la dirección de los disparos y apuntábamos hacia los que venían por la izquierda y la derecha. Así nos asegurábamos de no herir a Margareth.

Hay que decir que la Magia de la Divina Conveniencia del Guion nos ayudó mucho, ya que si por culpa de una bala perdida nos cargábamos a Margareth, adiós historia.

Seguimos así un buen rato. Ambos bandos pronto nos dimos cuenta de que el combate estaba decidido: era cuestión de tiempo que llegásemos hasta la niña. Pero ella no se rendía y cada vez enviaba más monstruos, que se evaporaban antes de dar más de diez pasos.

Entonces, Gutts me hizo notar algo de lo que me había olvidado completamente.

— Hey, Cross, ¿le ha echado un vistazo a la nube que tenemos encima? —dijo (bueno, más bien gritó, porque con aquél ruido no había manera de oírnos).

Miré al cielo. Aquellos dos ojos rojos nos volvían a observar.

— ¡Mierda, no me acordaba! Tenemos poco tiempo antes de que empiece a llover —exclamé.

— Tranquilo, tengo una idea —me calmó el viejo.

— ¿Ah sí? ¿Cuál?

— ¡Patapum! —respondió, haciendo un extraño movimiento con los brazos.

Lo miré con cara de desprecio. Dentro de mi subconsciente, la frase "Este tío es burro, retardado, estúpido, tonto, imbécil y encima está senil" iba resonando hasta que, de repente, entendí lo que quería decir la onomatopeya de Gutts.

Guardé las dos metralletas y coloqué las manos dentro de la gabardina.

— ¡Los del medio! ¡Quiero que saquéis la artillería pesada y apuntéis al cielo! Los de delante, continuad disparando hacia todo lo que veáis!

Todos sacamos, al mismo tiempo, el enorme lanzacohetes que llevábamos encima. Apuntamos hacia la nube.

Si ya nos encontrábamos en medio del Apocalipsis, ahora acababa de caer la estrella del Ajenjo.

Nunca había disparado antes un aparato de aquellos, así que me asusté al ver salir volando el cohete y el retroceso me desmontó entero. Pero el mi proyectil no era el único: cuando miré al cielo, vi aproximadamente una veintena de gusanos de humo que se precipitaban hacia la misma dirección y el mismo punto. La detonación se produciría por el choque de todos los cohetes, y con suerte disiparía la nube.

La explosión fue tan brutal que, a pesar de haber tenido lugar a tanta altura, los estábamos en el suelo sentimos el calor. De hecho, una explosión de aquella magnitud nos tendrá que haber achicharrado a todos, una vez más, la Magia de la Divina Conveniencia del Guion nos salvó.

Una vez pudimos incorporarnos, en el cielo observamos cómo la nube invocada por la niña había desaparecido. Margareth quedó petrificada y empezó a morderse el labio. Por mi experiencia, aquello era señal de que se sentía impotente.

— ¡No sé qué haría sin usted, Gutts! Aunque yo habría dicho "boom" o "pum". Habría quedado más claro y habría entendido más rápidamente que se refería al lanzacohetes —exclamé.

— Usted se queja por todo. La cuestión era que usted captase la idea sin que Margareth se enterase, para que no pudiera contrarrestarnos con alguna artimaña. Y ha funcionado, ¿no? Pues déjese de booms y vuelva a la acción —respondió Gutts, enfadado pero sonriente.

— Déjeme decirle, Gutts, que, por primera vez, ¡el KCPG ha obtenido un éxito!

— ¿Y qué cojones es esto del KCPG?

— Caray, pues la alianza que mantenemos usted y yo.

— De alianza nada, eso es una invención suya.

— La madre que lo parió, Gutts, es usted un soso.

Aunque ambos conversáramos, seguíamos avanzando junto con mi ejército. Me guardé el lanzacohetes en la gabardina (esta vez me costó un poco menos) y saqué las pistolas. Todos los "Crossos" hicieron lo mismo, incluso los que llevaban metralletas. Sólo unos pocos metros nos separaban de Margareth, así que no vi necesario seguir atacando con armas tan potentes. Además, la pobre niña estaba agotada y cada vez invocaba menos monstruos. La nube no volvió a aparecer en toda la batalla. Alguna cosa me decía que la pequeña se había rendido.

Y, sin que nadie se lo esperase (ni siquiera yo), me detuve, pausando así el avance del ejército entero, que, sin embargo, siguió disparando.

Gutts dio dos pasos y, al ver que habíamos parado, se acercó a mí, intrigado.

¿Por qué paré? Pues se podría decir que tuve una extraña revelación.

Un impulso eléctrico salió de mi cerebro y se extendió por todo mi cuerpo. Yo, que me lo estaba pasando francamente bien, de repente sentí un vacío muy profundo.

Ya no me lo estaba pasando bien. Ya no veía necesario seguir avanzando tan despacio. Ya no creía que tuviéramos que dejar de usar el armamento más potente. Ya no veía lógico tener que enfrentarnos a la niña procurando no hacerle daño.

¿Qué coño habíamos estado haciendo hasta ese momento? Podríamos haber acabado enseguida con un simple tiro. Nos habíamos jugado la vida para no hacer daño a alguien que intentaba matarnos. ¿Qué sentido tenía esto? Clea me esperaba en casa, así que, ¿para qué correr riesgos?

No me reconocía. Me sentía imbécil por haber tomado aquellas decisiones. Teníamos que acabar aquello de una puta vez y continuar con el siguiente enemigo. Sin tonterías, directos al grano. La moral y los remordimientos debían dejarse de lado, no servían para nada.

— Gutts, le dejo a cargo. Que no cesen los disparos —dije al inspector, cansado de hacer el idiota.

Gutts, incomprensiblemente asustado al oír mis palabras y ver mi rostro, ocupó mi lugar.

Comencé a correr a una velocidad inusual. Avanzaba en dirección a Margareth, disparando hacia todo lo que se me acercaba. Podía oír a Gutts gritándome des de detrás, pero sus avisos eran una prioridad secundaria.

La niña, aterrorizada, retrocedía al mismo tiempo que materializaba más monstruos. Pero los nervios impedían que pudiera dibujar bien los símbolos, de forma que muchos de los intentos de invocación fracasaban. Resultaba cómica aquella actitud tan infantil y estúpida.

Finalmente, reventé a tiros a las cuatro bestias que le hacían de barrera y, pegándole un golpe en el hombro izquierdo con mi pie derecho, la tiré al suelo. La niña hizo un dulce grito de dolor que mis oídos agradecieron.

Durante la caída mantuve el pie oprimiendo el hombro de la pequeña, de forma que no se lo rompí de milagro. Lástima, porque si hubiera sido así no me habría dado tantos problemas.

Así, yo quedé sobre ella, pisándole el hombro. Me la miré un buen rato. La niña lloraba de dolor y parecía pedirme, con gemidos ininteligibles, que la dejase ir.

Pero yo no pensaba hacerlo, no lo veía útil. La piedad era un sentimiento de débiles, y era lo que nos había hecho correr riesgos. Ahora me tocaba divertirme.

Entonces, la cara de Margareth cambió y pasó a mostrarme una expresión llena de furia. Con la mano derecha (que era donde tenía la pluma) hizo un ligero movimiento.

Ya me esperaba una cosa así.

Veni, vidi, vici.

Y tras proclamar mi victoria, una bala salió disparada del cañón de mi pistola.

La pluma saltó, llena de sangre, de la mano perforada de Margareth y aterrizó unos metros más allá de nosotros. Se dio la casualidad que cayó en vertical, con el octaedro apuntando hacia abajo. Así, el suelo pulsó el botón y la oscura llanura, así como los monstruos, desapareció, volviendo el verde parque. Una cosa muy conveniente, así no tenía que quitar la atención de la herida chica.

Pulsé el octaedro de mi pluma, cosa que hizo desaparecer el ejército de clones.

Ella gritaba sin parar, con sollozos profundos y largos, que venían acompañados de auténticos ríos de lágrimas que salían de sus ojos. Una visión preciosa.

Hacía tiempo que no sentía gritos como aquellos. Si me hubiera encontrado en otro estado quizá no habría soportado ese ruido, pero en aquel momento el vacío reinaba en mi cuerpo y no podía expresar más que indiferencia. Una dulce y súbita indiferencia llegada de algún lugar que desconocía, pero que agradecía inmensamente. ¿Dónde había estad todo ese tiempo?

Pero cuando me disponía a volarle la húmeda cabeza a la niña y disfrutar de la magnífica visión que mi cerebro ya se estaba imaginando, un golpe fortísimo me trastocó tanto por fuera como por dentro.

Era Gutts: había llegado a toda velocidad y me había pegado uno de los famosos puñetazos del Toro. Caí al suelo, notando cómo alguna cosa en mi interior comenzaba a ascender.

— ¡¿Se ha vuelto loco, imbécil?! ¡¿Quiere que le meta en prisión?! —gritó de una forma que no había visto nunca.

— ¿Qué pasa, Gutts? Aún no hemos ganado. La niña está viva —afirme, levantándome y aguantando el dolor.

— ¿Pero usted de qué va? ¿Qué coño le pasa? —insistió el viejo.

Y, como si un interruptor se acabara de activar en mi cerebro, desperté.

El vacío que sentía se llenó de golpe, la indiferencia desapareció y un conjunto de emociones me desbordaron, provocando que me apartara de la niña y cayera de rodillas. Era incapaz de hablar: una mezcla caótica y monstruosa me estaba triturando por dentro. Impotencia, rabia, felicidad, asco, envidia... Un sinfín de sensaciones se arremolinaba en mi estómago y me paralizaban. Mi mente era incapaz de procesar todas las señales que recibía, así que sólo podía quedarse en blanco y preguntarse qué estaba ocurriendo.

Y, en medio de ese mar descontrolado, en un instante, apareció una cara conocida y un número: 253. Una cara que llevaba años sin ver y que había olvidado. Un efímero rostro que, si no se hubiera ido tan rápido como había aparecido, me habría aterrorizado.

Gutts entendió que me ocurría algo, y, mientras yo le lanzaba una mirada de auxilio ye intentaba controlar lo que me pasaba, el socorrió a la niña.

— Una buena batalla, pero siento decirles que ustedes no son precisamente unos Escipiones en cuanto a estrategia —dijo de repente una voz desconocida.

Gutts y yo miramos hacia un personaje insólito, que acababa de aparecer de la nada.

Llevaba unas grandes gafas redondas, una camisa negra, unos vaqueros y unas botas verdes. Sus ojos eran amarillos y brillantes, enloquecidos y propios de un psicópata. Su cabello era muy largo y estaba todo despeinado. Además, iba mal afeitado. Era muy alto y bastante delgado. Debía de tener mi edad.

— ¿Quién cojones eres tú? —preguntó Gutts, muy alterado.

El desconocido lo ignoró con un gesto lleno de malicia. Se agachó y cogió la pluma de Margareth del suelo.

— Por cierto, señores. Me parece que ya tienen el sujeto que les faltaba. Aunque, con la sorpresa del señor Gutts y el remolino emocional que la pluma le está haciendo experimentar al señor Cross, dudo que penséis en eso ahora mismo.

Sacó otra pluma. La última pluma que nos quedaba por identificar, de un color amarillo muy brillante y, sinceramente, muy hortera.

Se puso las dos plumas en la mano derecha y cerró el puño. Un resplandor surgió del interior de éste y, finalmente, el desconocido abrió el puño. La pluma dorada se había oscurecido.

Se guardó la pluma amarilla y nos lanzó la de Margareth como si fuera un aparato inútil que no necesitase.

— ¡He preguntado que quién cojones eres! —exclamó Gutts, esta vez apuntándolo con la pistola.

— ¡Me llamo como ustedes quieran! Miren, puestos a escoger, ¡llámenme Cicerón!

Y, de repente, ya no estaba. Como un prodigioso mago o incluso como un fantasma, su imagen desapareció de nuestro rango de visión en lo que dura un parpadeo.

Gutts se quedó boquiabierto. Yo todavía seguía desconcertado y mareado, de forma que esa escena aún aumentó más mi confusión.

Finalmente, el viejo llamó por teléfono para pedir una ambulancia.

Una vez hecho esto, se sacó la gabardina y la utilizó para envolver la mano sangrante de Margareth, que se había desmayado, seguramente a causa del agotamiento y el dolor.

— Ya me dirá qué ha pasado, Cross. De momento vuelva a casa y descanse, yo ya me inventaré alguna excusa para justificar la herida de la niña.

El serio tono de voz de Gutts me sorprendió. No pude contestar, ya que me seguía sintiendo desbordado por aquellas fuerzas desconocidas que me perforaban.

— Y échese un vistazo a los ojos. Sus iris están rojos.

Aquellas últimas palabras acabaron de deshacerme. No sabía a qué se refería, pero no tardaría en descubrirlo. Aturdido, me levanté y, caminando erráticamente, inicié el camino hacia casa.

Antes, sin embargo, recogí la pluma de Margareth.

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