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Ahora que ya se ha acabado el prólogo, me toca a mí

A las siete de la mañana el imbécil de Gutts ya estaba tocando los cojones. Daba golpes al timbre como si tuviera convulsiones en la muñeca. Yo, que todavía estaba en la cama, me levanté como un zombi y abrí la puerta. Allí estaba ese cabrón. Parecía una planta carnívora con la boca abierta esperando una mosca inocente que le sirviese de desayuno. Y esa mosca era yo, manda huevos.

— ¿Qué pasa? ¿Le ha dado un ataque epiléptico delante de mi casa y no puede dejar de tocar el timbre? — exclamé.

— Llevo cinco minutos esperando, ¿cree que éste es un buen comienzo para una historia?

— Váyase a la mierda. ¿Qué coño quiere?

— Tenemos trabajo. Vístase y acompáñeme.

Cerré la puerta y me dirigí al baño. Me miré al espejo y vi un hombre con un cabello negro ni demasiado corto ni demasiado largo (teniendo en cuenta que para el autor de esto sólo existen el pelo corto y la melena) que caía por delante de la cara y que comenzaba a volverse gris por culpa de las primeras canas. Tenía los ojos tan oscuros que parecían negros y empezaba a salirle algo de barba, señal de que llevaba tiempo sin afeitarse. Su cara era alargada, con una nariz pequeña y una barbilla estrecha. Aquel hombre, bastante delgado, medía un metro y sesenta y cinco centímetros.

Este era y soy yo. Me llamo Kyle Cross, tengo treinta y cuatro años y soy detective privado. El imbécil que está en la puerta era y es Peter Gutts, un inspector de policía a punto de jubilarse que se ha vuelto tan inútil que pide ayuda a alguien como yo. Y, por si eso fuera poco, es mi vecino.

— Déjese de presentaciones y vístase de una vez, Cross — oí exclamar desde el otro lado de la puerta.

— Las cosas se tienen que dejar claras desde el principio, Gutts. ¿Cómo carajos quiere que el lector sepa quién es quién si no se lo dice?

— Eso se sabe sobre la marcha, hombre.

— Se nota que usted no ha leído mucho.

— Y usted todavía menos que yo, alcornoque. Además, a nadie le importa su vida, Cross.

— Soy el protagonista de esta historia y es normal que empiece hablando de mi vida, ¿no?

— ¿No sabe que el pasado del protagonista no se conoce hasta la mitad de la trama, burro?

— Pues ahora que lo dice... Tiene razón. Bien, no desvelaré mi pasado por el momento. Y ahora, por favor, deje de molestar y permítame narrar tranquilamente.

Y, por fin, Gutts calló. Cuando la discusión acabó yo ya me había afeitado y lavado. Además, también me había vestido y ya me estaba preparando el café.

— Y bien, ¿qué nos toca hoy, Gutts? — pregunté, alzando la voz.

— Un asesinato perpetrado en la azotea de un bloque de pisos.

— ¡Vaya, qué bien! Me encantan los asesinatos.

— ¿Usted está bien de la cabeza?

— Tómese la vida con un poco más de humor, Gutts.

— ¿Qué tipo de humor quiere que saque del asesinato de una persona? — gritó el viejo.

— El humor negro pega con todo.

Me bebí el café y me puse mi gabardina. Para casos como éste siempre uso la misma ropa: una camiseta negra, unos tejanos azules, unas botas también de color negro y finalmente mi gabardina negra, que se vuelve azul marino cuando es tocada por el sol. Me gusta llevarla desabrochada, ya que me hace parecer un hombre con estilo.

Abrí la puerta y me encontré con Gutts, apoyado en la barandilla del balconcillo que hay delante de las puertas del segundo piso del bloque en el que vivo.

— Ya era hora, princesa — dijo él, malhumorado.

— Póngase un tampón, a ver si le cura esa impaciencia insana — respondí.

El viejo Gutts es el típico inspector con muchos años de experiencia (sesenta tacos tiene, en concreto) y con muy poco sentido del humor. Siempre viste una gabardina marrón, con una camisa de cuadros debajo. También suele llevar unos tejanos junto a unos zapatos negros. Es bastante gordo, aunque no de una forma exagerada. No obstante, estoy seguro de que en el pasado era un hombre muy fuerte, ya que es un tipo enorme (más alto que yo y con unos brazos casi tan anchos como mi cabeza) y al que no le faltan ni fuerza ni resistencia a pesar de su edad. Su cara, ancha, redonda y con una prominente papada, está decorada con un frondoso bigote del que está muy orgulloso. Su nariz es ancha y aguileña, y sus ojos de un verde vigoroso. En cuanto puede presume de cabello, que conserva prácticamente intacto desde que era joven (algo incomprensible y de lo que ya me he quejado al autor de ésto, pero no me hace ni puto caso), con la excepción de que ahora es blanco. Siempre lo lleva inclinado hacia atrás.

Además, siempre va con un sombrero de copa (que están más pasados que los buscas) y lleva un reloj de bolsillo colgado del cuello, como si fuese un collar (ya me dirás tu quién coño lleva un reloj de bolsillo colgado del cuello cuando ya lleva uno en la muñeca).

Subimos al tanque que Gutts tiene por coche y el viejo condujo en dirección al lugar de los hechos. El sol brillaba con fuerza, pero la ciudad seguía tan gris como siempre. ¿Te gustaría saber de qué ciudad hablo? Te jodes, el autor de esta historia ha creado una ciudad ficticia en medio de la nada y a los personajes les ha puesto un nombre en inglés porque, en teoría, somos una parodia de la típica parejita de policías de las series americanas.

"¡Ciudades! ¡Ciudades! ¡Visiones de Satanás! ¡Demonios agitados! ¡Ciudades! ¡Eternamente!". ¡Qué sabio era el maestro Esteve Fortuny! Aquel mundo de profundo gris, hipócrita y falso, decorado inútilmente con coches de todos los colores, no dejaba de evocarme aquella maravillosa canción de la Dharma cada vez que lo observaba. Podrida hasta el paroxismo, me sentía incapaz de vivir en ningún otro lugar.

Y mientras observaba aquel mundo de monótonos contrastes y colores aburridos, una luz llamó mi atención. Un fulgor azul, efímero, que me hipnotizó mientras Gutts reducía la velocidad al llegar a la escena del crimen.

Tenía que descubrir qué era aquello. Era inusual ver un color así en una ciudad como aquella.

No tardamos en llegar al bloque de pisos. Allí nos esperaban unos cuantos policías y el forense, que era colega de Gutts. Yo me quedé observando el cadáver mientras él hablaba con su compañero.

La víctima era un hombre de aproximadamente mi edad. Llevaba una camiseta roja, unos pantalones cortos y unas botas marrones. Tenía el cabello negro. A su alrededor sólo había sangre. Estaba boca arriba, con los ojos cerrados y con una cosa negra saliéndole del pecho. Parecía una barra de hierro. Debía medir unos sesenta centímetros de largo. Si aquello hubiera sido blanco, podría haber hecho un chiste sobre sangre menstrual y tapones. Pero el color de aquella cosa me había destrozado la broma, menuda mierda.

— Por lo que parece, esta cosa negra le perforó parte del corazón y murió prácticamente al momento. Todavía no saben qué es. Además, mis hombres han investigado la zona y han visto todo tipo de desperfectos: grietas, agujeros, trozos de cemento... Parece que aquí pasó algo gordo — me decía Gutts mientras se acercaba.

Alcé la mirada y observé el techo de aquel edificio y los de alrededor. El viejo Gutts tenía razón: aquello estaba hecho polvo. Miré al suelo, cerca del cuerpo, y vi unos pequeños orificios. Me acerqué al borde de la azotea y me fijé en una de las paredes. Estaba llena de estos agujeros tan curiosos.

Bajé a la calle y observé aquellos orificios desde el suelo. Ahora se podían ver mejor y, además, podían verse los que había en el suelo. ¿Qué coño había hecho aquello?

Y una luz familiar distrajo mi atención. Aquella brillantez que parecía querer seguirme estaba allí. Ese azul precioso que tanta curiosidad me había generado. En el callejón de la calle de delante. Sólo tenía que cruzar y el misterio quedaría resuelto. Gutts no miraba, así que tenía carta blanca. Una extraña expectativa me llenó de ilusión.

Una vez allí, al fondo, me encontré con el origen de aquel azulado brillo: una pluma estilográfica. Tenía el plumín de color plateado y en el otro extremo la figura de un octaedro del mismo color, supuse que como decoración. Lo más curioso de aquella pluma era la pieza central: el depósito de tinta. Dentro había un extraño líquido azul, la fuente de aquella luz sobrenatural. Estaba en constante movimiento, pero éste era muy suave. De hecho, se movía tan suavemente que transmitía tranquilidad con sólo mirarlo unos pocos segundos.

La cogí sin dudarlo. Cuando mis dedos tocaron aquella pluma, una extraña imagen apareció en mi mente unos fugaces segundos.

Una mujer, de piel roja y unos ojos amarillos llenos de malicia, me miraba con picardía.

¿Acababa de alucinar? No lo entendía. Tampoco pensé mucho en ello: era la hora de volver con Gutts. Ya examinaríamos más detenidamente la pluma cuando llegáramos a casa. Quién me iba a decir que aquel utensilio en apariencia tan sencillo cambiaría mi vida para siempre.

Aquí empieza mi historia, espero que disfrutes leyendo mis desgracias.

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