Cuando mi conciencia volvió, no lo hizo en mi cuerpo. Al abrir los ojos, lo que apareció ante mí no fue el bloque de pisos ni ningún lugar que, al menos, mis ojos conocieran.
De hecho, dudaba de que ni siquiera hubiera despertado. Me sentía en las más oscuras profundidades de mi ego. Como si mi conciencia se hubiera introducido dentro de ella misma.
Estaba en el interior de mi mente. Aquello eran las entrañas de Kyle Cross.
Un espacio oscuro, silencioso. Sólo un sonido acuoso, suave y calmado, rompía aquel silencio. Una noche preciosa, con una Luna llena impresionante, decoraba el cielo e iluminaba una gran estancia pavimentada con un material liso y completamente negro.
Mi cuerpo, en forma espiritual, estaba conmigo. Pero no me atrevía a moverme. Sabía que estaba allí por alguna razón, y necesitaba descubrirla. Girando la cabeza no veía más que ese oscuro suelo, que se alargaba hasta más allá del horizonte. La luz del astro que coronaba el cielo proyectaba mi sombra, el único elemento que destacaba en ese monótono paisaje.
Impaciente, bajé la mirada para ver lo que pisaba.
Dos líneas blancas paralelas, similares a las de la carretera, rodeaban mis pies. Indicaban mi camino. Y este camino era ir todo recto.
En lugar de empezar a seguirlo, levanté la cabeza para ver lo que me esperaba.
Y allí estaba mi adolescencia. A unos metros de mí, esa especie de carretera terminaba en una casa pequeña, de dos pisos, con un patio diminuto y una chimenea prominente, que me llenaba de recuerdos. Y delante de la puerta estaba él.
El viejo Arnold, con su vestuario veraniego y lleno de color y el sombrero de explorador que siempre llevaba. Me miraba fijamente, sonriendo. Como si me diera la bienvenida.
Entonces, noté un cambio. Volví a bajar la mirada: dos nuevas líneas habían aparecido, formando una bifurcación con las que ya había. Las nuevas iban hacia mi izquierda. No dudé en seguirlas con la mirada.
Allí estaban los años más felices de mi vida. Aquella casa de tejado naranja, bastante más grande que la anterior y de dos pisos. El hogar que atesoraba los momentos más valiosos para mí. Y delante de la puerta estaban ellas.
Clea e Eve. Mirándome y sonriendo, dándome la bienvenida.
Otro cambio: dos líneas más que me invitaban a mirar hacia mi derecha. Así lo hice, deseoso de saber qué visión sería la siguiente.
Allí se encontraban mis últimos años. Mi estimado bloque de pisos, que tantas alegrías y tristezas me había traído. Y, en la puerta del patio, me esperaba mi mejor amigo.
Gutts, sin su característico sombrero, observándome lleno de felicidad.
Sin saber muy bien por qué, me llené de alegría y nostalgia. Tenía ante mí tres caminos, tres etapas de mi vida que me habían marcado profundamente, cada una a su manera.
Ese cruce me instaba a escoger una. Y ante la elección, la angustia se apoderó de mí.
Podría volver a los estimulantes y maravillosos años con el viejo Arnold, pero entonces perdería la etapa más feliz de mi vida.
Podría volver con Clea e Eve, y revivir una vez más ese paraíso terrenal, aquellos días en los que me sentía vivo y amado. El tiempo en que se únicas cosas que necesitaba para vivir eran las sonrisas de dos personas. Pero al mismo tiempo volvería ese vacío. El vació que desembocó en la tragedia.
Y si lo hacía, dejaría abandonado a Gutts.
Podría volver a mi vida actual, con el calor de Gutts y su entrañable mal humor y compañía, que me impulsa a levantarme cada día. ¿Pero era realmente eso lo que quería? ¿Volver al conflicto y continuar el sufrimiento?
Pensando en ello, me di cuenta de que en ese cruce faltaba un cuarto camino. Un camino que me había marcado tanto o más que los demás. Un camino que, a pesar de pensar en él, hubiera querido olvidar para siempre. La primera etapa de todas. La niñez.
Y un bebé empezó a llorar. Venía del único punto donde no había ningún camino que marcara el trayecto. Aquellos llantos eran familiares, tan familiares que dolían. Eran mis llantos.
Empujado por un impulso desconocido, empecé a correr, abandonando aquellas tres etapas que me daban la bienvenida y aventurándome me hacia la oscuridad. La luz lunar iluminaba mi camino, convirtiendo la negrura que pisaba en un azul marino precioso.
Corrí y corrí, y los llantos cada vez estaban más cerca. Ese bebé me pedía ayuda, necesitaba que alguien lo recogiera. Y yo, más que nadie, quería darle calor.
Finalmente me detuve. Allí estaba el niño. En un callejón que no había visto nunca pero que me era tan familiar como mi casa. Lleno de contenedores, abandonado en medio de la ciudad. El pequeño, de cabello oscuro y envuelto en toallas, lloraba dentro de una caja.
Y ante aquella caja, una silueta negra infantil, pero con mi forma. Era totalmente negra, y no había manera de ver su cara.
Observaba al bebé. Al llegar yo, se giró y me miró fijamente. Yo me sentía impotente.
Y, en ese momento, el cielo empezó a resquebrajarse. Como una pecera a punto de explotar, de los agujeros empezó a surgir un líquido oscuro, del color del cielo. La noche se nos venía encima, literalmente.
Inicié la carrera, esta vez en dirección contraria. Quería recoger todas las personas que había dejado atrás y salvarnos antes de que aquella inundación cayera sobre nosotros.
Pero el cielo cada vez estaba más agrietado, y pronto me costó continuar por culpa del agua.
Al final, todo colapsó. El cielo se rompió al completo y una ola gigantesca cayó y se lo llevó todo. El agua azul, llena de puntos brillantes que antes eran estrellas, m arrastró. El suelo también cedió a la presión, y empecé a hundirme. Desde la lejanía, observé cómo aquellas tres casas y aquellas personas que tanto significado daban a mi vida eran engullidas por la furia acuática.
Mi cuerpo empezó a caer en la inmensidad de aquel líquido. No podía respirar, así que, creyéndome muerto, cerré los ojos.
Y al abrirlos, el agua había desaparecido.
Me levanté del suelo, confuso. Miré hacia el cielo. La Luna seguía estando allí, pero yo me encontraba dentro de un enorme pozo.
Sólo podía ver el cielo a través de aquella abertura redonda, situada a cientos de metros por encima de mí. Incomprensiblemente de unas paredes invisibles, también bastante alejadas del lugar donde me encontraba, manaba el agua que me había arrastrado segundos antes. Y a través de aquellas cristalinas cascadas, veía cómo el cielo continuaba, incluso por debajo del lugar donde yo estaba.
Mis pies reposaban en una especie de isla, suspendida en la ingravidez de aquel cielo nocturno, bordeada por infinitos precipicios.
Un pequeño terreno lleno de hierba, con algún árbol repartido por el lugar. Y justo en medio de todo, como si hubiera sido colocado allí a propósito, un edificio en llamas, ya destruido en el suelo.
Un edificio que conocía muy bien. Que había sido el origen de todas mis pesadillas. Y cuyo recuerdo, llameante y caótico, sólo venía asociado a la felicidad más sincera que había sentido jamás.
Y allí, en medio de los ardientes escombros, un niño de diez años. Ese al que llamaban 253. Yo.
Me estremecí al verlo. Quería huir, pero mis piernas estaban paralizadas.
El niño, de ojos rojos, furiosos, monstruosos y brillantes, y de piel manchada por la rojez de la sangre, me observaba sentado entre las vigas. Me veía desde la lejanía con rabia, llevando aquella ropa ruinosa y desgastada que había vestido durante tantos años.
Se levantó y, con lentitud, empezó a caminar hacia mí.
Con cada nuevo paso, la respiración se me aceleraba. Era como si, con cada movimiento, aquel niño demoníaco y que yo conocía tan bien fuera creciendo. Cuando se encontró a medio camino de encontrarse conmigo, su cabeza ya llegaba a mi pecho.
Un frío sudor caía de mi cuello. No podía hacer nada, mi cuerpo no respondía. Si daba un solo paso atrás, caería por el precipicio que me esperaba.
Y finalmente, aquel ser se plantó delante de mí. Ya no era un chico. Se había convertido en mí, con mi edad y mi mismo físico. La ropa, la mirada roja y furiosa y aquellas manchas de sangre que yo tan bien conocía seguían allí.
Me miraba con una rabia inhumana, como si en cualquier momento fuera a echarse encima de mí para devorarme. Aquello no era humano: era un monstruo salvaje fabricado para hacer daño. Un mecanismo de defensa obsoleto y descontrolado.
En la mano derecha llevaba una pluma. Mi pluma, pero con los colores invertidos. El plateado metal ahora era negro, y la tinta era de un rojo llamativo.
Levantó la mano de la pluma, y con pulso firme, empezó a dibujarme en la frente con una encendida tinta carmesí.
253.
Ese fue el número que me escribió, sin inmutarse. Mi cabeza empezó a arder.
Y, al bajar el brazo, me golpeó con la misma mano derecha: la pluma había desaparecido de repente.
Un golpe bestial, sin piedad. Una bofetada llena de rencor que impactó cargada de calor en mi mejilla. Una hostia llena de recuerdos.
Conseguí mantener el equilibrio. Pero enseguida lo entendí.
Había sido él. Era el monstruo quien había golpeado a Clea. Desde el fondo de mi mente, aquella bestia había tomado posesión durante unos segundos de mi cuerpo y había liberado la furia acumulada en mi mujer.
Ahora entendía el calvario por el que estaba pasando Clea.
Aquello no había sido una bofetada.
Había sido una declaración de intenciones, enmascarada con violencia y agresividad. Un aviso infernal, una muestra de lo que era capaz de hacerle. Aquella acción había marcado el inicio de un tormento que la acompañaría para siempre.
Eso era lo que Clea había sentido al recibir mi golpe. Y ahora lo sentía yo también en mis propias carnes.
Un odio visceral surgió de mi estómago y, durante unos segundos, ambos nos miramos fijamente.
Nos acabábamos de declarar la guerra.
Finalmente, alargó el brazo derecho una vez más y, cargado de desprecio, me empujó hacia el abismo.
La última mirada nos la lanzamos mientras yo caía hacia la inmensidad. Una mirada de enemigos, de dos monstruos dispuestos a aniquilarse mutuamente hasta el desfallecimiento.
Por fin nos encontrábamos en igualdad de condiciones, 253.
La guerra ya había comenzado.
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