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Capítulo 9: Luces en la oscuridad

—Niños, por favor, tienen que calmarse —les rogó apremiada—. Maurice, bájate rápidamente de ahí. Harper, no le jales el cabello a Teresa. Timothé... ¡Oh, Timothé! ¿Cuántas veces les he dicho que no pueden escribir en los pupitres?

Halina miró con terror como un par de niños intentaban saltar a través de la ventana, para alcanzar una rama del arce cercano, y casi sufrió un infarto. Estaba agotada. Aquellos niños eran tan inquietos que a diario se iba de allí afónica y con unas ganas enormes de no volver nunca más.

—¿Qué pasa aquí, niños? Sus voces se oyen incluso en mi oficina.

El barullo que se desató en el aula, tan pronto los niños vieron ingresar a Elliot, fue descomunal. En un parpadeo, cada uno de ellos se hallaba al lado de su pupitre, con una serenidad propia de un grupo de uniformados.

—¡Buenos días, doctor Stewart! —dijeron al unísono.

«¿Ahora sí se comportan como niños buenos, mocosos?».

Elliot le dedicó una mirada a Halina, y al verla tan despeinada, con la ropa sucia de quién sabe qué cosa y a punto de sufrir un colapso cerebral, apenas pudo contener una risita burlona que contenía el gran "te lo dije" que se asomaba en sus ojos. Ese hombre de verdad disfrutaba verla ser miserable, como un gato frente a un ratón.

—Creìa que el momento de jugar y hablar entre ustedes era el receso —añadió dirigiéndose de nueva cuenta a los niños. Se paseaba entre los pupitres con expresión divertida—. ¿Alguien me explica por qué nadie le hace caso a la señorita Moore?

Silencio. Tanto silencio que parecían ser muñecos de porcelana. Incluso Halina apenas respiraba en esos momentos. Tal vez era un encantador de bestias profesional o algo así.

—Es una lástima que se porten tan mal —continuó mientras suspiraba como si lo embargara una profunda congoja—. La señorita Moore hace unas barras de Nanaimo deliciosas, pero no creo que quiera traerles dulces a niños que no le obedecen.

—¿En serio sabe hacer barras de Nanaimo, señorita Moore? —inquirió el único niño que se atrevió a abrir la boca; aunque era evidente que el curso completo estaba más que interesado en el tema.

Halina se quedó muda de la impresión unos instantes, pero al sentir los ojos de Elliot puestos sobre ella, balbuceó:

—S-sí, sé hacerlas, pero solo puedo traerles un poco si se portan bien a partir de ahora.

—¿Lo ven? La señorita Moore es una gran cocinera. Yo en el lugar de ustedes sí me portaría bien.

Los niños susurraron entre ellos en voz baja, como si debatieran si valía la pena perder la oportunidad de disfrutar de aquel postre porque tuvieran una mala conducta. Elliot sonrió complacido al escucharlos pedirle perdón a Halina por desobedecerle. Ella se quedó embelesada por su sonrisa, como una mariposa ante una flor.

Parecía que la perspectiva de disfrutar del icónico postre, que contenía una base de chocolate sobre la que se colocaban trozos de nueces y galleta picada, coco y crema espesa de diferentes sabores, fue un poderoso incentivo a la obediencia, pues esa fue la tarde más tranquila que Halina tuvo desde que comenzó a trabajar allí.

Halina salió del aula radiante de alegría. Aquel veintisiete de octubre fue un día perfecto. El sol brillaba en un cielo sin nubes, los niños se comportaron de maravilla, y mejor aún, alabaron el postre que ella hizo para ellos. Se sentía orgullosa de haber logrado conectar con sus alumnos.

Encontró a Elliot esperando por ella en la salida de la primaria, como ya era costumbre. Siempre estaba solo. Bueno, no concretamente solo, los niños lo rodeaban y abrazaban cada que pasaban junto a él, pero su interacción con otros adultos era casi nula. Parecía estar fuera de lugar durante las reuniones de personal. No fuera de lugar como ella, que hablaba sin cesar, sino de permanecer callado y cabizbajo como si se hubiera escapado a otro universo.

Elliot dio un respingo al verla. Lucía encorvado y nervioso, casi como si quisiera hacerse invisible para que no lo viera, a pesar de que su altura y complexión física no lo ayudaba a pasar desapercibido.

El día que le dio una mano con los niños, Olivia lo había citado en el pasillo de la escuela, tan cerca del aula de Halina que el alboroto dentro no les dejaba conversar. Elliot se sintió indignado por aquella forma de apelar a su sentido de responsabilidad. Le resultó evidente que solo quería que ayudara a su ahijada a lidiar con la rebeldía de los niños.

Luego de debatir con su jefa al respecto por un buen rato, Elliot se dirigió al aula jurando al cielo que nunca, ni aunque lo matara la curiosidad, volvería a aceptar nada que viniera de la mano de esa mujer de cuarenta y tantos que siempre se salía con la suya. Ver a Halina tan adorablemente desesperada por controlar a los niños, hizo que olvidara su molestia, y las palabras salieron con tanta espontaneidad de su garganta que no alcanzó a meditarlas hasta que fue demasiado tarde.

Desde luego que, tras encerrarse en su oficina y pensar las cosas con detenimiento, se arrepintió de alabar su don en la cocina de manera tan efusiva, pero decir que su apetito era insaciable ahora que ella cocinaba para ellos, era poco para describir lo mucho que le gustaban las cosas que preparaba.

—Esta es su porción. Es una forma de agradecerle por darme la idea.

Elliot se giró hacia ella con su habitual actitud indiferente, pero al reconocer un generoso trozo del postre que Halina hizo para sus alumnos en un tupper transparente, recibió el empaque con cierto brillo en los ojos que no consiguió disimular.

Antes de que Halina pudiera comenzar a avanzar, lo vio abrir el envase, tomar el postre y empezar a comerlo con expresión complacida. A Halina le sorprendió que no esperara a estar en su casa. Hizo un esfuerzo enorme por no sonreír satisfecha, aunque seguro lo hizo de todas formas, porque, por alguna razón que no podía explicar, se sentía inmensamente feliz, como Ana en el lago de las aguas refulgentes.

Lexie, a quien mantenía al tanto de las novedades de su nueva vida por teléfono, aseguraba que esa conducta tan extraña obedecía a una mala gestión de sus nervios: que ella en realidad le gustaba —como el niño del vecindario que te lanza piedras solo para llamar tu atención—, pero su opinión no era confiable.

Por su enfermedad, Lexie interpretaba cualquier muestra de interés masculina como amor o deseo, así que Halina, que no creía en esos cuentos, se encontraba ridícula tal conjetura. Un hombre como él no podía enamorarse tan rápido ni de una manera tan infantil.

Elliot emitía pequeños gemidos de complacencia al masticar. Hasta se lamió los dedos. A duras penas Halina pudo contener una risita.

—Lo siento. ¿Querías un poco? —preguntó Elliot con los ojos desorbitados. Halina comprendió que había interpretado su mirada atenta como ansias porque le convidara. Negó con la cabeza para tranquilizarlo.

—No soy de comer cosas dulces. Me gustan más los cítricos.

—¿Cítricos como clementinas, pomelos, piñas, naranjas...?

—Así es. Aunque también me gusta el helado. El helado es algo dulce después de todo.

Elliot asintió. Tomaba nota mental de sus palabras.

—Te llevaré a comer helados en primavera. Ahora hace mucho frío. Las frutas si puedo conseguirlas en el supermercado.

—No me refería a... —El repique de su teléfono hizo que Elliot detuviera su andar y tomara la llamada, dejando a Halina con la palabra en la boca. La persona detrás de la línea lloraba al hablar.

—Entiendo... —Elliot se puso pálido de golpe—. No, no hay ningún problema. Tómese el tiempo que necesite. Señora Lee... —Se quedó unos minutos al teléfono sin decir nada. Pareció ahogar un sollozo antes de cerrar los ojos y murmurar—: En verdad lo siento mucho.

—¿Pasa algo malo? —preguntó Halina, impaciente.

Elliot se pasó los dedos por el cabello mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Halina sintió que el corazón se le encogía al verlo respirar hondo para no romper a sollozar.

—Es el padre de Lottie —intentó explicar—. Hace unos meses le dijeron que tenía cáncer y... —Su voz se partió sin remedio—. Acaba de fallecer de camino al hospital.

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