Capítulo 8: Bajar la guardia
Avanzó a través del pasto marchito, evitando los diminutos charcos que se formaron tras la lluvia del día anterior. Ese día no había nubes en el firmamento. La posibilidad de una inminente llovizna que la obligara a recoger la ropa recién lavada, como ocurría con cada vez más frecuencia, parecía descartada.
Halina colocó la cesta sobre una piedra de considerable tamaño y miró los cordeles, en ese momento ocupados, que se extendían a su alrededor. Quedaba espacio suficiente para tender su ropa, pero temía que a Elliot le incomodara ver sus camisas tendidas junto a sus bragas.
La idea provocó el furor de sus mejillas. Se dio la vuelta dispuesta a tender todo dentro de la casa con tal de evitar un escenario vergonzoso.
—Sustituta.
Su voz, esa voz que provocaba que su cuerpo se llenara de extrañas sensaciones, hizo que Halina trastabillara, cayera y se sostuviera de los cordeles. Parte de la ropa de la cesta, y algunas piezas de él, terminaron en el suelo enlodado. Decir que quería desaparecer en ese preciso instante no era lo suficientemente gráfico para describir su frustración.
—Lo siento... yo...
Halina se puso de cuclillas en el suelo. El estómago comenzó a dolerle por la agitación. Odiaba tanto su torpeza. Odiaba que incluso ante las cosas más pequeñas, tuviera que ser un manojo de nervios que arruinaba todo a su paso.
—Tener ansiedad significa que la mente es lista, pero el cuerpo torpe. Solo ten cuidado la próxima vez. —Escuchó susurrar a Elliot mientras se unía a su tarea de recoger las piezas de ropa salpicadas de fango. Su habla estaba impregnada de tanta dulzura y comprensión, que no fue capaz de levantar la mirada hacia él, ni siquiera cuando le tendió la mano para ayudarla a levantarse.
Era la primera vez que sus errores no devengaban en recriminaciones e insultos, que alguien, a quien apenas conocía, le decía que las personas como ella también tenían permiso de fallar.
Encargarse de los quehaceres a primera hora de la mañana era la clave que Halina descubrió para cumplir con sus obligaciones, y, al mismo tiempo, darle una razón a su cuerpo para levantarse a diario. Incluso los sábados y los domingos, solía levantarse antes de que el sol exhibiera sus primeros rayos. Quedarse en cama dándole vueltas a la vida no le beneficiaría en nada.
Ese sábado decidió encargarse de la parte exterior de la casa. Incluso limpió las cañerías del techo. Cuando Elena despertó y lo descubrió, la rezongó con fervor por hacer una tarea tan peligrosa, y sin supervisión alguna. Con mucho esfuerzo, consiguió que se sentara un momento y descansara, pero la ansiedad comenzó a ganar terreno con rapidez, y en cuanto su casera se descuidó, Halina se encargó de las ventanas exteriores y los escalones de la entrada.
—¡Esas son muchas bolsas! —exclamó descendiendo la escalinata de madera, al ver a Elliot bajar del taxi que le dejó delante de la casa.
Había tenido que visitar la casa de sus abuelos maternos, en Frederincton, para atender unos asuntos relacionados con los inquilinos que tenía en la actualidad. Al ser un viaje tan largo, prácticamente durmió en el tren el día anterior, pero no lucía cansado, o al menos conservaba el aura distante y ojerosa de siempre.
—Elena me dijo que se acabaron algunas cosas, así que me detuve en una tienda —explicó él, al tiempo que cargaba todo con ambas manos. A Halina le sorprendió que se lo dijera. Elliot hablaba con ella un poco más que antes desde hacía un par de semanas.
—Estas no son algunas cosas. Déjeme ayudarlo.
—No. —Halina ya tenía las manos extendidas, pero las escondió tras su espalda al verlo retraer las bolsas para que no se las quitara. Elliot suspiró. Colocó tres de ellas sobre el camino de piedra que llevaba al pórtico, las más pesadas, y le extendió un par que apenas contenían frutas y vegetales.
—Lleva estas. Son las más ligeras.
—Muy bien —respondió Halina con el ánimo renovado—, aunque usted tampoco debería dejarse llevar por las apariencias, si bien me veo delgada, en realidad soy muy fuerte.
—¿Ah, sí? —Una mueca de audacia se dibujó en el rostro de Elliot. De las tres expresiones que conocía de él, aquella era la que ponía más nerviosa a Halina. Nunca sabía si solo quería burlarse de ella o planeaba algo muy malo en su contra. Elliot tomó una de las bolsas del suelo y se la extendió—. Toma esta entonces. Creo que es perfecta para ti.
Halina extendió la mano, algo temerosa. Tuvo que clavar los pies en el suelo para no caer debido a su peso. Elliot ensanchó la sonrisa. Que no la hubiera soltado aún demostraba que sí tenía algo más de fuerza de la que supuso; no obstante, a juzgar por lo roja que se estaba tornando su cara, no tardaría en colapsar.
—Mejor carga las más livianas —dijo tomándola de entre sus manos. Halina soplaba sus dedos enrojecidos frenéticamente, Elliot contenía la risa mientras pensaba en lo adorable que era.
Halina arrastró sus extremidades entumecidas a través de los escalones. Estaba agotada, hambrienta y tenía frío. Siempre tenía frío en realidad. Caminar por horas, buscando una casa que parecía haber sido borrada del mapa, hacía que su agotamiento fuera tres veces mayor.
¿Por qué Elliot tuvo que dejarla sola precisamente ese día? No se molestó en aprenderse bien las calles porque él siempre la acompañaba. Y si bien le aseguró a Olivia que no necesitaba que la llevara, tuvo que auxiliarse de una amable muchacha que le indicó el camino de vuelta en cuanto le explicó a donde quería llegar. Resulta que estaba dirigiéndose hacia el este en vez del norte, ¡este en vez de norte! ¿Acaso su sentido de orientación podía estar más defectuoso?
Una vez dentro de la casa, Halina se percató de que la casa mucho más desordenada de lo que había estado jamás. Casi tropezó con un jarrón roto en el pasillo. Soltó un jadeo al reconocer un rastro de sangre en los trozos rotos.
Elena.
Con la mente nublada por el temor, corrió al cuarto de su casera. Después de tocar con fuerza, escuchó su voz dentro. Se hallaba sentada en la cama; Elliot le trenzaba el cabello. El olor a ungüento y alcohol, y las vendas que recubrían su mano derecha, le revelaron que la sangre en la sala sì era suya.
—¿Qué ocurrió?
—Elena perdió el equilibrio y se hizo daño. La llevaré al doctor para que la revisen —explicó Elliot sin dejar de enlazar los mechones de su cabellera encanecida. El rostro de Elena reflejaba mucha angustia. Halina jamás la vio tan callada y adormecida.
—¿Por qué no me avisó? Pude haberme vuelto de la escuela.
—No era necesario. Seguro que los medicamentos que me dio Elliot surten efecto en unos minutos. No es necesario ir al hospital.
—Ya hablamos de esto, Elena. Hemos esperado lo suficiente. —Elliot depositó la trenza, ya terminada, en un costado de su hombro y la ayudó a ponerse de pie.
Al notar que apenas podía sostenerse, le pidió a Halina que llamara un taxi. Tuvo que repetírselo de nuevo porque estaba un poco distraída. Le sorprendió bastante que supiera arreglar tan bien el cabello de Elena.
—Yo iré por usted. —Se ofreció cuando escucharon el claxon del vehículo en el frente de la residencia. Ya había oscurecido. Elliot volvió la mirada hacia ella con cierto hastío.
—¿Ir tú? ¿Con tu pésimo sentido de orientación? —Halina contuvo la respiración y bajó la cabeza. Elliot mordió el interior de su labio, arrepentido por haber hablado sin pensar. Suspiró profundo a la vez que llevaba los ojos hasta la señora que había cogido en brazos. Se estaba quedando dormida—. Elena no es de mucho quejarse. Si me llamó al trabajo para contarme lo ocurrido, debe dolerle mucho. Me sentiré más tranquilo si la acompaño.
Aquello último lo dijo desde el fondo del corazón. Halina lo percibió y dejó de insistir. Verlo introducirse en el vehículo con sumo cuidado, acariciando la mano lastimada de Elena mientras esta dormía en su hombro, le convenció de no interferir. Si Elena no le hubiera aclarado que solo era su casera, Halina creería que era su madre. Y eso era hermoso.
—Les guardaré algo delicioso de cenar, para que siga haciéndome de guìa.
—¿Haciéndote de guía? —Elliot pareció algo desconcertado, pero luego soltó una risa baja y asintió. El conductor del taxi tuvo que carraspear para que dejaran de mirarse. Elena trató de no sonreír para que no se percataran de que estaba despierta.
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