Capítulo 4: Flores y niños
Mudarse a la casa de Elena fue mucho más simple de lo que imaginó. Halina dejó la mayoría de sus pertenencias en casa de su abuelo paterno, por lo que su inventario actual consistía en las cosas que Olivia le obsequió cuando vivía en su casa, y unas cuantas pijamas que usó en su estancia en el hospital psiquiátrico.
Solo bastaron dos maletas para trasladar sus pertenencias. Contarle a Olivia fue un poco más difícil; haber colocado la fecha de la mudanza para ese fin de semana le obligó a sincerarse con ella.
Olivia no parecía feliz, pero la llevó en su auto y hasta la encaminó hasta la puerta. Elena y ella conversaban en la sala mientras Halina se instalaba. Su nuevo vecino no dio señales de vida. Mejor así.
Halina se dejó caer en la pequeña cama que incluía la habitación tras despedirse de su tutora. Allí, sola al fin, se dispuso a planificar lo que haría en lo adelante. Por primera vez en el día, se dio cuenta de que aquello iba en serio. Se había mudado... con una desconocida. Era cierto que trabajaría la mayor parte del día, pero ¿y si las cosas iban a peor? ¿Y si Elena no era tan amable como parecía? ¿Y si la echaba en solo un par de semanas?
«No podemos tenerla».
A Halina se le erizó la piel ante aquella remembranza. Recordó hallarse en un rincón de la cama que compartía con uno de sus primos. Los tíos de su madre estaban reunidos en la sala, debatiendo su destino tras un año de la tragedia. Un último destello de luz solar se colaba a través de la ventana semiabierta.
—Yo opino que deberíamos llevarla con servicios sociales. Si esperamos a que sea una adolescente no habrá quien la adopte.
—Mamá no aceptará eso.
—Mamá tiene setenta años. Ella es la que necesita que la cuiden. Hazme caso. Un orfanato no será tan malo para ella.
—¿Y si la enviamos con su otra familia? No podrán rechazarla una vez esté allí. Ellos deberían mantenerla después de lo que sufrió Adelina al lado de ese demonio.
Halina lloró en silencio haciéndose un ovillo. ¿Estaría bien si cupiera en una caja de zapatos, comiera como un ratón y no hiciera nada de ruido? Prometía no pedir ni desear nada. En lugar de crecer, ocuparía cada vez menos espacio. Nunca se quejaría.
Halina se sorprendió en la misma posición fetal de aquel entonces. Haría lo posible por ya no ser un estorbo, porque por nada del mundo Elena quisiera correrla.
—¿Comprobando el terreno?
Halina se incorporó de golpe al escuchar la voz de Elena. La señora llevaba una bandeja con un par de tazas de té y algunas galletas. Ella se apresuró a quitárselas de la mano y colocarlas sobre la cama.
—Parece que ya te atacó la nostalgia. —observó Elena tomando asiento en la cama. Limpió una lágrima que rodaba por la mejilla de Halina con uno de sus delgados dedos. Ella usó el borde de sus palmas para limpiar las restantes.
—Yo... bueno... no es eso... es que... es la primera vez que escojo dónde voy a vivir.
—Y tienes miedo de haber elegido mal, ¿cierto?
Halina abrió mucho los ojos. Tenía la sensación de que aquella señora le leía la mente, no de una forma intrusiva y belicosa sino reparadora, empática. Elena le sonrió con mucha dulzura. Algo en ella la invitaba a sincerarse, depositar sus preocupaciones sobre sus enjutos y envejecidos hombros, pero Halina estaba demasiado sensible para ponerse a hablar sin ceder al llanto.
—¿Te cuento un dato curioso sobre esta habitación? —agregó Elena para cambiar de tema, lo que confirmó a Halina que sí podía leerla con mucha facilidad. Deslizaba su mano por la superficie acolchada con cierta añoranza—. Elliot también vivió aquí una temporada.
—¿El doctor Stewart?
—Sí. Tenía quince o dieciséis años entonces, pero a diferencia de ti, él no estaba aquí por voluntad propia. Se veía muy incómodo. En ese entonces era casi imposible lidiar con él. Tenía la sensación constante de haberme ganado su desprecio.
—¿Usted también?
La anciana asintió.
—A Elliot se le hace difícil lidiar con personas nuevas. Le cuesta confiar en la gente.
Elena suspiró y colocó un par de terrones de azúcar en su taza. Halina hizo lo mismo. La bebida de un tono ocre estaba hecha de manzanilla y algo más. Halina no pudo distinguir bien el sabor, pero la sensación que le dejó aquel líquido tibio deslizándose por su garganta le hizo sentir mejor.
Tal vez solo era aquella casa. Había cierto aire de cordialidad grabado en sus paredes de colores cálidos.
—Las personas suelen reaccionar con amor al amor, y aun si no lo hacen, es bueno ser fieles a nuestra esencia —dijo Elena de repente, como si se tratara de una reflexión en voz alta—. Hay mucha gente herida por ahí, así que... Es mejor dejar huellas y no cicatrices, ¿no lo crees, linda?
—Sí, es verdad. Lástima que muy pocos piensan como usted —declaró Halina con la mirada fija en el líquido de su taza.
En el mundo en el que le tocó vivir, las personas pensaban poco o nada en cómo sus palabras y acciones repercutían en quienes estaban a su alrededor. Era la ley del más fuerte, del que más gritara, del que más impusiera su opinión.
Para que hubiera alguien fuerte, debía existir un débil al que dominar, que reprimiera sus emociones, que nunca se quejara. Ella solía ser esa presa frágil, la persona que cargaba con la negatividad de los demás hasta que podía derramarlas en forma de lágrimas. En eso se resumía su vida. Tal vez era su culpa que fuera así. Quizás era lo que merecía.
—Me alegra mucho que estés aquí, Halina. —Elena colocó su mano sobre la de ella y la apretó con dulzura. Halina, como si hubiera sido alcanzada por un haz de luz en medio de una cueva oscura y tenebrosa, le dio las gracias lo más alto que se lo permitió su voz quebrada.
Era la voz más dulce que había escuchado en mucho tiempo.
Halina dio un último vistazo a la casa: estaba tan deslumbrante como siempre. Colocó en la mesa la taza de avena con moras que preparó para su casera, al verla aparecer en el pasillo. Elena era tan friolenta como ella, así que llevaba un abrigo sobre el pijama de lana y mangas largas.
—No tienes que hacer esto cada vez, Halina. Ya te levantas muy temprano para ir al trabajo.
—No se preocupe. Me agrada ser de ayuda. Aquí está lo que acordamos. —La anciana esbozó una sonrisa a la vez que tomaba el envase que ella le extendía. Salió a través de la puerta con cierto brillo en los ojos.
Elena tenía mejor salud de lo que se esperaría de una persona de su edad, pero como dormía poco durante las noches, le resultaba cuesta arriba levantarse en las mañanas. Halina notó ese detalle, y como agradecimiento a su hospitalidad, adoptó la costumbre de despertarse antes que ella y encargarse de algunas tareas, entre las que estaba prepararle desayuno al arisco vecino del sótano. Elena regresó poco después, con las manos vacías y el rostro complacido.
—Le brillaron los ojos al ver los trempettes. Hasta creo que me esperaba detrás de la puerta porque abrió enseguida —comentó ya sentada en la mesa, llevándose a la boca la primera cucharada de su desayuno. Elena solía decir algo similar cada que volvía de entregárselo.
A Halina se le hacía difícil imaginar tal escena, pero después de verlo a Elliot rodar en la hierba con los niños durante el recreo, entendió que existían partes de su alma que solo le mostraba a personas específicas, entre las que ella no estaba incluida... aún. Lo único mejor que tener una nueva vecina, era tener una nueva vecina que cocinaba rico y hacía a tiempo sus tareas.
—Más tarde le quitaré la maleza al jardín del frente, así que...
—Eres muy amable al ofrecerte, pero no es necesario. Esas plantas no son mías, sino de Elliot, y él es muy celoso con sus flores. —Esto último, Elena lo dijo en un susurro, como si no quisiera que él la oyera.
Halina se llevó la mano hasta la boca para no escupir su café por la sorpresa. Era la primera vez que escuchaba de un hombre joven a quien le gustaba sembrar flores.
Elliot muy rara vez frecuentaba la casa desde que ella se instaló. Tras un vistazo a su ropa en el tendedero, Halina se dio cuenta de que nunca usaba nada que dejara ver ni un poco de piel de sus brazos o piernas. Incluso vestía de esa manera cuando salía a correr durante las últimas horas del día, acrecentando sus dudas acerca de la clase de vida que llevaba antes de trabajar con niños en una primaria.
¿Se había hecho muchos tatuajes y ahora se avergonzaba de ellos? Tras descubrir lo de su enfermedad, Halina se obsesionó con buscar información al respecto.
Su mente jugaba con escenarios en los que él era algún tipo de hombre promiscuo que se involucró con las personas incorrectas. También cabía la posibilidad de que se contagiara tras entrar en contacto con sangre contaminada, lo hubiera heredado de su madre, tuviera alguna adicción...
A diferencia de ella, a quien él describió como alguien muy transparente, era imposible descubrir lo que escondía tras su actitud tan contradictoria y distante.
Halina odiaba tener la atención fija en su comportamiento, pero su aprobación era vital si quería mantener su vida que actual: si, como psicólogo, concluía que su presencia afectaba de forma negativa a los niños, Olivia no tendría más opción que despedirla, y si ponía a Elena a elegir entre los dos, correrían a la nueva. Una parte retorcida de su subconsciente necesitaba su aprobación para estar tranquila; no dejaría de sentir que todo se iría al traste en cualquier momento, hasta que no consiguiera caerle bien.
Halina tomó su abrigo del armario junto a la puerta para cubrirse de la brisa otoñal. La estela de colores rojizos y dorados de las plantas a su alrededor la llenó de regocijo. Atrapó con los dedos una hoja de arce que viajó hacia ella al abrir la puerta.
En Ottawa y en Quebec, si bien también algunos árboles adornaban la entrada de ciertas viviendas, el paisaje no era como en esa maravillosa isla. Por dónde quiera que pasearas la vista estaba lleno de pinos, abetos, abedules, algunas granjas, y al sur y próxima a la primaria, una hermosa costa de arenas rojizas que brillaba con el sol vespertino. Era un espectáculo que le alegraba el alma.
El vecindario también era muy apacible. Incluso los niños tenían muy buen comportamiento. Claro está, de vez en cuando se topaba con uno que otro inquieto que le ponía los nervios de punta, pero gracias al tiempo que llevaba como maestra, su cuerpo se había acostumbrado —solo un poco—, a esos derroches interminables de energía.
Halina cerró los ojos para disfrutar de la paz y quietud absoluta de aquella casa, perfumada por el delicioso aroma a menta del arbusto plantado frente al pórtico. Extendió la mano para arrancar una diminuta hoja que llevó a su nariz y luego pensaba colocar en su bolso para olerla más tarde.
No importaba lo extraño que fuera el doctor Stewart, un hombre que le dedicaba tanta atención a las plantas y los niños, no podía ser una mala persona. Halina prefería suponer que no lo conocía lo suficiente.
—Buenos días, acosadora. —Halina estuvo a punto de irse de bruces, por los dos escalones restantes, al escuchar a Elliot soltar ese saludo entre dientes.
Allí estaba, con su maletín y una pequeña bolsa con los platos que Elena le entregó unos momentos antes. Sus ojos se posaron en la solitaria hojita que aún tenía en la mano con cara de disgusto. Antes de que ella pudiera disculparse y prometer que jamás volvería a tocar la planta sin su permiso, subió las escaleras, entró a la casa y salió con una nueva bolsa que contenía el almuerzo que, por cierto, también preparó ella.
Halina no tardó en recordar lo que Elliot le dijo al regresar del hospital, y entendió que aquello que percibía de su parte no era animosidad. Se trataba de algo diferente, algo que aún le resultaba incomprensible.
—Muévete, acosadora, o llegaremos tarde.
A Halina se le hinchó la vena de la frente al escuchar como la llamaba. Le había explicado de todas las maneras posibles que el hecho de mudarse donde él vivía era pura coincidencia, pero él insistía en fastidiarla con ello.
Halina le siguió los pasos de cerca con los cachetes inflados, y así empezaron un nuevo día de silencios largos e incómodos, que se repetían a las tres de la tarde al terminar sus labores y emprender el camino de regreso.
No sabía cómo o por qué adoptaron esa costumbre si él nunca hablaba con ella. Las pocas veces que abría la boca era para burlarse o llamarla por aquel tedioso sobrenombre que tanto odiaba. En eso se resumía su interacción cinco días a la semana.
Halina no podía explicar si le molestaba o no su compañía. Suponía que simplemente era alguien que le intrigaba, admiraba y estresaba a partes iguales. Aunque su sonrisa... Verlo sonreír tras regresar del hospital le confirmó que era un hombre muy apuesto.
«No importa qué tan guapo sea, es un sujeto demasiado arisco. Eso le quita el encanto».
Halina llevó los ojos en su dirección para demostrar sus palabras, pero su teoría quedó descartada al darse cuenta de que no le parecía más grotesco porque no la tratara bien. No existía manera alguna de ignorar aquellos ojos tan llamativos, enmarcados por los mechones de su pelo texturizado oscuro cayendo a ambos lados de su rostro. A eso le seguiría el color de su piel un poco tostada y su impresionante estatura.
Elliot no era demasiado corpulento, pero estaba bastante bien, lo suficiente para hacer que se le quedara viendo de vez en cuando. En conclusión: Elliot era atractivo. No de modelo de revista, sino atractivo de hacerte contener el aliento y detallar sus facciones, de robar miradas y suspiros inconscientes. De ese tipo de belleza exterior e interior... aunque esa admiración se convertía en desconcierto puro en cuanto abría la boca.
—No es por ahí, acosadora —le corrigió él en un tono burlón.
—¡Ya lo sabía! —replicó Halina mientras volvía al camino principal y desviaba la mirada. Ya ansiaba llegar al trabajo. Tal vez estaría más segura en su nada apacible aula llena de niños revoltosos.
Se detuvo tras atravesar las puertas de la primaria, refugiándose de las ráfagas de viento helado que producía el cada vez más cercano invierno. A diferencia de ella, Elliot se quedó de pie en el primer escalón de la entrada, como un árbol de ramas ennegrecidas que no se deja amedrentar por la gelidez del ambiente.
A esa hora de la mañana, el sol apenas empezaba a avistarse en el horizonte. Los niños llegaban uno a uno, arrastrando las piernitas. Tenían frío y sueño, pero sus rostros se iluminaban cada que su psicólogo les sonreía al pasar a su lado. Algunos le dispensaban un abrazo mientras los demás lo rodeaban en manadas para hablar con él. A todos los llamaba por nombre. Halina apenas recordaba los de la mitad de los niños de su curso.
Motivada por el deseo de superar la barrera que la separaba de sus pupilos, pensó en volver sobre sus pasos y unirse a él en aquella labor diaria autoimpuesta, pero se puso tan nerviosa al ver un autobús escolar estacionarse para dejar una oleada de niños de diferentes edades, que sus pies se movieron en la dirección contraria. Todo el mundo tenía un talento oculto que aguardaba a ser explotado: lidiar con niños no era el de ella.
—Profesora Moore.
Halina clavó sus pies en el suelo, asolada por un escalofrío. La voz de Elliot diciendo su apellido la perturbó por unos instantes. Captó el mensaje tras el movimiento de su cabeza, y se acercó con paso vacilante al lugar en el que él yacía junto a una niña recién llegada. Sus padres debían ser la pareja que caminaba tomada de la mano, mirando a su espalda cada tanto para comprobar que su niña aún estuviera bien.
—Aimeè comienza la escuela hoy —explicó Elliot para recapturar su atención.
En ese momento, su voz y su rostro adoptaron un matiz cálido y cariñoso en pos de tranquilizar a la pequeña de largas coletas que parecía a punto de ceder al llanto al verse en un sitio lleno de extraños.
—Sus padres recién se mudaron de Alaska, así que no sabe dónde está su aula. ¿Puede ayudarla a ubicarse?
Halina abrió y cerró la boca en un par de ocasiones. Estaba convencida de que, cuando se trataba de lidiar con niños, Elliot se convertía en una persona diferente. Se tomaba su trabajo muy en serio.
—Claro, Aimeè. Con gusto te acompaño hasta que llegue tu maestra —contestó tendiéndole la mano, la niña la tomó algo insegura.
—Lo ves. No tienes que estar nerviosa. Verás que te gustará mucho esta escuela. —Elliot acarició la cabeza de la niña. Su sonrisa era tan tierna y apacible que consiguió desvanecer el nerviosismo de ambas.
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