Capítulo 28: Empujándome lejos
—Buenos días a todos. Me alegra verlos de nuevo.
La tenue sonrisa que Madison dedicó a la clase, estaba atiborrada de cada uno de los sentimientos que la acompañaron durante el mes que llevaba sin ir a la escuela. Un pequeño brillo de su inocencia perdida afloró en sus ojos, al ver a sus compañeros correr hacia ella y abrazarla. Llevó la mirada hacia Elliot a punto de ceder al llanto. Él le asintió desde la puerta.
—Me mudaré a Winnipeg con mi papá, así que... ya no podré estudiar con ustedes.
—¡¿Qué?!
El desconcierto de la clase fue tanto o mayor al que experimentó Halina al recibir la noticia aquella mañana. Arrancar a una niña de lo que conocía después de pasar por una experiencia así... Jamás entendería como pensaban los padres en situaciones como esas.
—En realidad yo se lo recomendé —reconoció Elliot una vez se hallaban de camino a la casa de Elena—. Cuando pasas por algo como eso, cualquier cosa puede ser un detonante para el trauma, así que... creo que le vendría bien alejarse un tiempo de todo lo que le recuerde a lo ocurrido.
—¿Por eso tú y tu familia se mudaron a Canadá? —Elliot no respondió. Estaba en la etapa en la que se encerraba en sí mismo y guardaba distancias con ella.
Lo vio colocar en sus oídos un par de dispositivos de audio que parecieron aislarlo del mundo. Halina se adelantó para quedar delante de él. Agitó la mano ante sus ojos, consiguiendo que se retirara uno de ellos.
—¿Ocurre algo?
—Decía que tienes auriculares nuevos.
—No son nuevos. Los encontré en un cajón y pensé en usarlos. ¿Te molesta qué...?
—No. Para nada. Es bueno escuchar música. —Él asintió y volvió a colocarse el auricular. Así siguieron el resto del camino sin intercambiar ni una sola palabra, no solo ese día, sino todos los que le siguieron después.
Si bien Halina suponía que después de revelarle lo que pasó de niño, su relación mejoraría, él estaba aún más distante con ella. Era como si el que conociera su pasado hubiera abierto una brecha entre ellos.
Una semana más tarde, al verlo a punto de marcharse a su departamento, Halina, agobiada por su silencio, lo tomó del brazo. Le plantó un beso en los labios con la esperanza de que aquello lo animara, pero fue lo contrario.
Elliot la sostuvo de los hombros, antes de salir corriendo hasta su departamento sin siquiera molestarse en cerrar la puerta. Escucharlo vomitar en el cuarto de baño, mientras ella se quedaba petrificada en la sala, fue lo más doloroso que experimentó en meses.
Después de asegurarse por teléfono de que Madison se estaba adaptando al cambio de domicilio, el ánimo de Elliot mejoró.
Ninguno de los dos se atrevió a mencionar lo ocurrido la semana anterior, pero el que él la tomara de la mano todo el camino de regreso, y le sonriera cada tanto, era la prueba de que al fin había rebasado los efectos durmientes de su trauma. A Halina le pasó lo contrario. Cuidar de la salud de él, y ser paciente con sus altibajos, hizo que descuidara su alimentación, descanso y medicamentos. Se le hacía cada vez más difícil despertarse en las mañanas. También lloraba mucho y cada vez más a menudo, pero trataba de no hacerlo delante de él. Era como si su depresión hubiera empeorado, como si estuviera a un paso del colapso emocional.
A medida que se acercaba el mes de marzo, la puesta de sol era cada vez más tardía. Aún se veían a algunos niños correteando en la nieve, a diferencia de noviembre, cuando oscurecía antes de la cinco, y los padres se aseguraban de que sus hijos estuvieran en el calor del hogar más temprano. La perspectiva de la pronta llegada de la primavera, y el cambio de temperatura subsecuente, llenaba de ilusión a Elliot.
No solo significaba el renacer de las plantas y el reverdecimiento de los abetos, arces y hayas que embellecían el paisaje, sino el florecimiento del cerezo que adornaba la entrada de la casa de Elena, y que a Halina le encantaba observar desde la ventana de su habitación.
Era cierto que, con los cuidados que le daba normalmente, se mantenía saludable y repleto de blanquecinas flores, pero quería conseguir que ese año fuera el más florido de todos, como una manera de agradecer la paciencia que ella tuvo con sus cambios de humor.
Le dedicó una mirada al árbol antes de subir los escalones que llevaban al pórtico de la casa. Sonrió al constatar que a pesar del duro invierno que vivió, el tronco del cerezo seguía fuerte y saludable. Las demás plantas también parecían listas para llenar de color la fachada de la casa, y encantar el lugar con su aroma.
—¡Cielos! Hace mucho frío aquí dentro.
Elliot ascendió las escaleras. Halina se rodeaba el torso tras retirarse el abrigo junto a la cocina. Tocó el interruptor que se suponía encendía la bombilla, pero no había electricidad; la caja eléctrica principal tenía el cableado chamuscado.
—Parece que hubo un corto circuito. Elena es quien conoce a quien puede repararlo. —Elliot llevó la mirada en dirección a Halina y le colocó su abrigo al verla tiritar.
Intentó usar el teléfono para contactarse con su casera, pero el celular repicó dentro de la casa. Elena era de esas personas mayores que no se habían acostumbrado al uso de la tecnología.
—Verificaré si hay leña en el depósito. Creo que tendremos que dormir junto a la chimenea si queremos sobrevivir esta noche.
—¿Quiénes? ¿Tú y yo? —La pregunta salió de la boca de Elliot de manera involuntaria, y tal vez demasiado brusca, pues, como si hubiera soltado algún insulto contra ella, Halina frunció el ceño, atravesó el pasillo y se quedó en el patio de la casa por largo rato.
Durante ese lapso, Elliot no fue capaz de ir por ella, aunque quería. Explicarle lo ocurrido sacaría a relucir lo de la vez anterior, y temía que lo que iba a decirle solo empeorara las cosas. Halina volvió con los ojos enrojecidos y algunos trozos de madera entre los brazos.
El ambiente se tornó pesado y asfixiante. Aquello ocurría cada vez que el tema salía a colación de manera incluso indirecta. Era evidente que Elliot aún no se sentía cómodo hablando con ella del asunto, y Halina... tenía tanto miedo de que él retrocediera en sus avances, que no se atrevía a indagar al respecto.
Con la escasa luz que quedaba del día, Halina se encargó de preparar la cena; él de encender la chimenea y buscar algunas mantas que los ayudaran a mantenerse en calor durante la noche. Cuando se reunieron nueva vez en la sala, con el fuego crepitando en la chimenea, y una especie de cama improvisada extendida en toda la zona donde alcanzaba su calor, ninguno de los dos se animó a decir ni una sola palabra. Se recostaron en los extremos de la misma, dándose la espalda, separados por la distancia de casi una persona.
—Le preguntaré a alguien en la escuela por un electricista que revise todo. Seguro que mañana en la tarde tendremos calefacción de nuevo.
—De acuerdo.
La escueta respuesta de Halina hizo que Elliot confirmara que seguía molesta. Suspiró un par de veces para serenarse, y después de pensarlo por largo rato, giró su cuerpo en dirección a ella. A pesar de ser la que estaba más cerca del fuego, Halina temblaba encogida sobre sí misma. Elliot se puso de pie, se recostó a sus espaldas y la abrazó. Ella se tensó por la sorpresa.
—¿Mejor?
—Sí —murmuró como única respuesta. Ambos permanecieron en silencio por varios minutos sin que alguno cerrara los ojos e intentara dormirse.
Se sentían como en una escalera mecánica que solo retrocedía, viendo impotentes como se alejaban uno del otro, aun estando tan cerca. Elliot sabía que era su culpa, que su silencio destruía los cimientos de lo que tenían. Siempre era su silencio lo que le robaba la felicidad.
—Te juro que mis reacciones no tienen nada que ver con lo que siento por ti —explicó él al fin. Le costó tanto hacerlo que perdió la voz unos instantes.
Sintió como una de las lágrimas de Halina caía sobre el brazo que mantenía debajo de su cuello. No intentó girarla hacia él para enjuagarlas. No podría hablar si la veía llorar por su culpa.
—Lo sé, sé que es algo involuntario, pero... no puedo evitar sentirme impotente. —La voz de Halina sonaba descompuesta y temblorosa. Era una amalgama de tristeza, enojo y frustración—. ¿No te sentirías igual si no supieras qué decir o cómo actuar, para que la persona que está a tu lado no se sienta incómoda contigo? A veces he pensado que simplemente no me quieres cerca.
—Eso no es verdad. Por supuesto que te quiero, te quiero muchísimo, Halina. Si no estuvieras cerca... si un día te alejaras...
Elliot dio una larga inspiración, pidiéndole a su voz que no se partiera todavía. Odiaba el nudo que se hacía en su garganta cada vez que intentaba reconocer que estaba harto de la vida y de todo lo que implicaba luchar por ella.
—Solo no me gusta que me sorprendan. Me hace sentir acorralado. Por eso, si soy yo quien toma la iniciativa, es poco probable que me sienta incómodo con el contacto físico; pero si lo haces sin avisarme, mi cuerpo reacciona en defensa, rechazándote. No quisiera hacer eso, pero yo...
Halina se giró para que quedaran frente a frente. Quiso abrazarlo al escucharlo romper en llanto, pero ver cómo se quedaba a cierta distancia sin saber qué hacer, solo hizo que él se sintiera incluso más miserable. ¿Desde cuándo se debía sentir miedo de tocar a la persona con la que se suponía que salías?
—Tal vez sería más fácil si estuvieras con otra persona. Yo solo te pongo más cargas de las que tienes.
—No digas eso ni en broma, Elliot. Esto no se trata de que sea fácil o difícil, sino de buscar una solución juntos —replicó al verlo intentar incorporarse y abandonar la sala.
Se quedaron en silencio, de esos que eran cada vez más comunes en los casi dos meses que llevaban en aquella extraña relación. Ella se incorporó también. Quería ver todos los ángulos de la situación en vez de ceder al llanto de nuevo. Odiaba cuando por más que se repetía que debía ser fuerte y seguir, su cuerpo decidía declarar la rendición sin siquiera intentarlo.
Llevó los ojos hasta él, y encontró cierta similitud entre su expresión y la de Lottie el día que le tocó la cabeza sin permiso. Ensanchó la sonrisa con alivio.
—Si te pregunto antes de hacer las cosas no te tomaría por sorpresa, ¿verdad? Así que... ¿puedo besarte, Elliot? —preguntó con el mismo tono de voz que usaría con uno de sus pequeños estudiantes. Casi no pudo contener la ternura en su pecho al verlo asentir con las orejas teñidas de carmín.
Elliot se giró en su dirección para quedar frente a frente. Pareció abrumado al sentirla sujetarle el rostro antes de depositar un breve beso en sus labios, pero asintió una vez más cuando ella le preguntó si podía besarlo de nuevo. Esta vez, cerró los ojos mientras ella profundizaba el beso.
Halina sintió como la piel del cuello de Elliot se erizaba contra sus dedos y se separó por precaución. El que él suspirara sin abrir los ojos al liberar sus labios, le confirmó que su reacción no fue de desagrado sino de placer. Repitió la pregunta recibiendo otro "sí" de él. Para ese momento, Elliot tenía la voz ligeramente enronquecida.
Lo besó una vez más, él deslizó sus manos hasta su rostro como si quisiera impedir que se separaran.
Los besos que compartían eran apenas tibios roces que aumentaban la expectativa de sus cuerpos, luego se volvieron más ansiosos, demandantes. Era tal la necesidad que sentían de estar cerca del otro, que Elliot terminó dejando que se sentara a horcajadas sobre él, extremando la cercanía.
Se besaron por largo rato, los suficientes para que sus labios ardieran, y aun entonces, no consintieron en separarse. Era como si hubieran acumulado toneladas de deseo durante aquellos dos meses, como si el instinto y el anhelo fueran más poderosos que el temor.
Halina, motivada por su respuesta positiva al estímulo, deslizó los dedos a través de su espalda, al tiempo que los de él se perdían en sus cabellos. Una vez en su cintura, intentó retirarle el suéter. Elliot abrió los ojos y detuvo sus manos. La expresión de su rostro gritaba que había sido involuntario.
—Lo siento. Lo hice otra vez.
—Descuida. Fue mi culpa por no preguntarte antes —reconoció Halina con la voz entrecortada. Sonreía de una manera que no la había visto hacerlo jamás: con deseo. Elliot la acomodó en su pecho, aspirando el aroma de su cuello como si intentara obligarse a desear estar con ella de esa manera.
Le asustaba que no fuera así, que nunca sintiera ese impulso que se suponía debía experimentar al convivir con la mujer que quería, a solas. Desearía sentir algo, al menos lo más mínimo de ello.
Elliot miró la escarcha que brillaba en la ventana de la sala. El melancólico fuego de la chimenea danzaba en la oscuridad de la estancia, y viejos temores y dudas volvieron a hacer mella en su corazón.
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