Capítulo 24: Bordes afilados
Elliot se quedó tumbado en la cama, sin fuerzas siquiera para colocarse de costado y mirar la hora en su celular. Después de anunciarle a Olivia que no iría a trabajar tampoco esa mañana, permaneció allí tirado, sin echarse nada en el estómago.
Debían ser al menos las cuatro de la tarde. Sabía que si no se alimentaba pronto desfallecería, pero ¿de qué valía hacer el esfuerzo por comer algo si todo terminaría en el desagüe? Tal vez desmayarse era lo mejor que podía pasarle. Solo así podría dormir sin tener pesadillas.
Escuchó que alguien tocaba la puerta de su departamento, pero ignoró el llamado como el día anterior. Esta vez, el sonido era más fuerte e insistente. Cubrió su cabeza con un par de almohadas para amortiguar el estruendo, pero parecía que esa persona no se iría a menos que contestara.
—¡Ya voy! ¡Maldita sea! ¿Quieren dejar de tocar de una buena vez? —vociferó incorporándose de golpe, harto de aquella insistencia.
Sabía que no estaba bien gritar de esa manera sin saber quién le llamaba y por qué lo hacía, pero quién tenía el control de su cuerpo ya no era él, sino la frustración que lo carcomía desde dentro.
Podría ser cualquiera en realidad: Olivia, Elena, Amelia, Hannah, Noah... No tenía intenciones de ver a nadie. Fuera quien fuera, le diría que estaba indispuesto y volvería a tumbarse hasta que la deshidratación o la inanición apagaran sus sentidos.
—¿Quién es?
—Soy Halina.
—¿Halina?
No es que no recordara que ella vivía en la casa principal, solo... se comportó tan mal la última vez que se vieron, que creyó que no volvería dirigirle la palabra. Ese día no solo se negó a responder sus preguntas sobre Hannah, le cerró la puerta en la cara cuando intentó seguirlo, y ahora incluso le gritó y maldijo por interesarse por él. Ya no sabía para qué seguía viviendo.
—No es un buen momento, Halina. Lo mejor es que te vayas.
—Yo... como ya sabes, también sufro ataques de pánico —continuó ella a pesar de su negativa. Él no le abrió la puerta, pero ella parecía resuelta a no irse hasta que hablaran—. No sé qué pasó con tu hermana ayer, y entiendo si no quieres hablar de eso, pero, por favor, solo déjame comprobar que estás bien. Es lo único que quiero.
Pasaron un par de segundos hasta que se escuchó el rechinido de la puerta. Verlo tan pálido y desmejorado hizo que le ardieran los ojos, pero decidió quedarse quieta en su lugar.
—Como ves, estoy bien. ¿Ya estás contenta?
—Sí. Gracias, Elliot. Ahora... me siento mejor.
Un atisbo de sonrisa apareció en su rostro antes de tomar el envase que había dejado sobre la escalinata cubierta de nieve. Se lo extendió enseguida, temerosa de que fuera a cerrar la puerta de golpe.
—Seguro no has comido bien estos dos días, así que te traje la cena algo temprano. Espero que te guste lo que preparé.
Elliot la miró como si sopesara si debía aceptar o no, frunciendo el ceño al escuchar a su estómago delatar sus deseos de probar lo que sea que estaba oculto en la cacerola.
—¿Me darás o no la comida?
—S-sí, claro. Que la disfrutes.
Halina soltó la cacerola. La había estado sujetando tan fuerte que evitaba que él se la llevara dentro. Elliot iba a cerrar la puerta tras de él, pero ella no le quitaba los ojos de encima. Suspiró.
—Elena iba a ir a Charlottetown hoy, ¿no es así? Si quieres puedes cenar con... —Antes de que él terminara la oración, Halina ingresó en el departamento. Parecía querer evitar que se arrepintiera de haberla invitado.
Elliot soltó un nuevo suspiro. Colocó todo en la mesa y tomó asiento en el lado opuesto al que Halina ocupó. Si bien supuso que apenas podría llevar bocado a su boca, antes de darse cuenta, tenía el plato casi vacío. Halina ensanchó la sonrisa antes de tomar un par de bocados del suyo. La porción que trajo con ella, tan generosa para alcanzar para ambos, era la prueba de que aun si no se lo hubiera pedido, Halina tenía intenciones de cenar con él.
Elliot llevó la mirada hacia ella solapadamente. El ambiente sufrió una metamorfosis con su sola presencia. Ya no tenía náuseas, no sentía esa presión en la espalda, ni siquiera le dolía la cabeza o estaba de mal humor. Tal vez ese era el alivio que se experimentaba al saber que alguien estaría a tu lado sin importar lo hundido que te sintieras.
—¿Podrás trabajar mañana, Elliot?
—Creo que sí —contestó tras llevar a su boca el último bocado de su plato—. He tenido crisis peores que esta, así que ya sé cómo manejarlas. Lo peor son las pesadillas, pero después de vomitar y ducharme todo el día, yo...
Llevó la mirada hacia Halina y guardó silencio. No podía hablar de ello. No así. No con ella. Estaba seguro de que lo miraría distinto si se enteraba.
Ya eran las siete y diez de la mañana, pero ni un solo rayo de sol se asomaba en el inmenso cielo nuboso. Las gotas de aguanieve repicaban contra los costados de su sombrilla como una leve llovizna llena de ambigüedades. Elliot cargaba la suya recargada contra el hombro, de una manera tan descuidada que se estaba mojando la ropa. Parecía un títere obligado a avanzar por los hilos de un niño caprichoso.
—¡Mira, Elliot, el autobús escolar! Nunca nos habíamos encontrado con él. Supongo que es porque lo usual es que salgamos de la casa muy temprano —dijo Halina. El alargado vehículo amarillo se acercaba a la distancia.
No obtuvo respuesta. Era su tercer intento de llamar su atención, pero Elliot seguía ausente, tan callado e indiferente como cuando lo conoció.
El simple hecho de que se hubiera despertado media hora más tarde de lo habitual demostraba que no estaba en sus mejores días. A juzgar por las sombras bajo sus párpados, estuvo despierto la mayor parte de la madrugada.
Cuando Halina le comentó a Olivia lo poco que sabía sobre el encuentro que Elliot tuvo con su hermana, su tez se volvió pálida. Se sintió tentada a interrogarla al respecto, pero se dio cuenta de que hacerlo implicaría romper la promesa de esperar el momento en el que estuviera listo para contárselo.
Halina retiró la mirada de su rostro adusto e indiferente, sin saber qué más hacer para sacarle al menos un par de palabras. El alegre vehículo amarillo se detuvo frente a una casa, a solo unos metros de ellos dos.
Niños. Tal vez estar con ellos era lo que Elliot necesitaba para volver a la normalidad. Llevó los ojos hacia la mano enguantada que él ocultaba en el bolsillo de su gabardina negra, y decidió tomarla de repente.
—Vamos a preguntar si nos dejan subir al autobús. Seguro llegamos en menos de cinco minutos a la escuela.
—¡No! ¡Deja de intentar obligarme a hacer lo que tú quieres! —vociferó él, soltándose de su agarre de un abrupto tirón. Su ceño estaba fruncido, su cuerpo tenso. Esas palabras ni siquiera parecían haber sido dirigidas hacia ella.
Elliot deslizó los dedos a través de sus cabellos y cerró los ojos. Permaneció en silencio por unos instantes que se antojaron eternos. Dirigió la mirada hacia ella, y al final, le pidió con la voz más calmada que pudo que no volviera a tomarlo de la mano.
—Está mal que dos empleados de la escuela salgan juntos, así que mejor mantengamos las distancias en lo adelante. Además, no tienes que llegar tarde por mi causa, puedes irte en el autobús si eso quieres.
Ese "si eso quieres" parecía más bien una orden. Sus ojos, la manera en la que ahora la miraba, el que su rostro volviera a mostrar tanta frialdad como al principio... Le ordenaba que no lo tocara más.
—¡Maestra Moore! ¡Doctor Stewart! —La voz del chófer del transporte escolar los hizo dejar de mirarse en silencio. El amable señor de barba tupida los invitó a subir, pero Elliot siguió su camino como si no hubiera escuchado al chófer, ni mucho menos a los niños que lo saludaban con alegría.
Halina ahogó un sollozo ante la impotencia de no saber si debía seguir insistiendo en acompañarlo o dejarle su espacio como parecía desear. Al final subió al autobús ante la insistencia de los niños. A veces, cuando se luchaban con tormentas internas, lo único que deseaba una persona era estar en soledad.
Halina escribía en el pizarrón cuando uno de sus estudiantes ingresó al aula ruidosamente. Pierre tomó asiento en su pupitre con el ceño fruncido y los brazos entrecruzados. Hacía menos de cinco minutos que le había pedido permiso para acudir a la oficina de Elliot, por lo que no esperaba que regresara tan pronto ni mucho menos con esa expresión en el rostro.
—¿Pasó algo malo?
—El doctor Elliot no quiso atenderme. Me dijo que está ocupado con muchos papeles y que dejaríamos la sección de hoy para otro día.
—A mí me dijo lo mismo cuando intenté mostrarle mis nuevos dibujos.
—Y a nosotros cuando lo invitamos a jugar Muk.
El cambio de actitud que ella notó en Elliot no pasaba desapercibido ni siquiera ante los niños, que, acostumbrados a tener toda su atención, no eran capaces de entender por qué su psicólogo se negaba a escucharlos.
Halina intentó avanzar hasta Pierre para convencerlo a él, y al resto de la clase, de que era natural que de vez en cuando Elliot no tuviera tiempo para hablar con ellos, pero verlo pasar a prisa junto al arce cubierto de nieve de la entrada la desarmó.
Aquello, el que se fuera más temprano de lo habitual y sin avisarle primero, le hizo sentir ira y tristeza. Estaba cansada de rogarle, de intentar entender por qué un día parecía que la amaba, y al otro la trataba como una molestia. Tal vez debía dejarle su espacio, tal vez debía evitar dirigirle la palabra hasta que él decidiera dejar de encerrarse en sí mismo y confiar en ella de una buena vez.
—¿Y eso qué? ¿Cómo pueden decir que lo quieren si se enojan y abandonan porque se porta mal una sola vez? —Benjamín, con su semblante serio, miraba a la clase desde su pupitre en busca de una respuesta.
Los demás niños y su maestra bajaron la mirada, avergonzados por su actitud egoísta.
Elliot hizo un movimiento de cabeza para responder al saludo de una de las maestras. Ese día se levantó tan tarde que llegó al trabajo casi dos horas después de lo habitual, y eso, considerando que solía estar ahí incluso antes que el portero, era bastante grave.
Le alegraba no tener que encontrarse con los niños, a los que, una vez más, tendría que ahuyentar de su oficina. El simple hecho de sonreírles o pasar tiempo con ellos le resultaba imposible: era inevitable que alguno saltara a sus brazos en cuanto lo viera, y justo en ese momento, estaba tan sobresaltado que temía su reacción si recibía algún tipo de contacto físico repentino.
No quería lastimarlos, ni con sus palabras, ni con sus acciones. Demasiado tenía con haber ahuyentado a Halina al soltar su mano y pedirle que se fuera en el autobús de manera tan abrupta. Le alegraba haberlo hecho. Solo minutos después, tuvo que correr hacia un bote de basura y vomitar lo poco que tenía en el estómago. El día anterior le pasó lo mismo varias veces en la escuela, y ese día, a juzgar por cómo se sentía, tendría que marcharse incluso más temprano que la última vez.
Tal vez debía solicitar a Olivia una semana libre para intentar recuperarse; no sabía si resistiría la cara de decepción de alguno de esos pequeños cuando volviera a enviarlos de vuelta a su clase.
Elliot giró la perilla de su oficina y entró sin reparar en nada a su alrededor. Las persianas estaban cerradas, por lo que solo un débil rayo de luz entraba a través de la puerta ahora abierta. Encendió la bombilla, se colocó en la silla de su escritorio, y solo entonces, se percató del objeto que adornaba una de las paredes inmaculadas.
Era un enorme árbol verde hecho de cartulina, con cientos de flores y frutas de papel de varios colores que parecían contener un mensaje individual. Tuvo que levantarse de la silla y caminar hacia él para poder leerlas, pues había olvidado sus lentes en casa.
«Gracias por enseñarme a hacer las divisiones de tres cifras».
Harper.
«Gracias por escuchar mis historias de princesas».
Moniqué.
«Gracias por haber corrido hasta el faro para buscarme a pesar de que me porté mal en clase».
Benjamín.
«Gracias por intentar que mi familia esté contenta».
William.
«Gracias por quedarse hasta tarde, para que no estuviera sola hasta que mi mamá me recogiera».
Charlotte.
—Espero no te moleste que haya escrito el de Lottie. Le conté del proyecto cuando hablé con ella por teléfono y me dijo que quería participar.
Elliot deslizó el dorso de su mano por sus mejillas para que Halina no viera las lágrimas que esos mensajes le provocaron, pero estaba tan conmovido que no podía dejar de llorar. Ella se quedó en silencio unos pasos detrás de él, hasta que Elliot se calmó lo suficiente para girarse en su dirección. Halina sostenía una corbata azul celeste. Elliot llevó la mano hasta su cuello: había olvidado la suya en casa.
—¿Me dejas colocártela? —preguntó. Él pareció dudarlo por unos segundos, pero terminó por asentir y cerrar los ojos mientras ella extendía la pieza de tela alrededor del cuello de su camisa.
El roce de sus dedos tan cerca de su piel le provocó un escalofrío, no del tipo que le causaba temor e incomodidad, sino que lo hacía buscar desesperadamente su cercanía. Contuvo la respiración hasta que la sintió hacer el giro final y acomodarla sobre su camisa.
Halina se alejó un par de pasos para observarlo.
—Sabía que te quedaría bien el color. Resalta incluso más tus ojos.
—¿Cómo sabías que no traería corbata?
—No lo sabía. La llevo en mi bolso desde que fui a visitar a Olivia, pero no había encontrado el momento para dártela.
—Halina...
—Gracias por tratar de ayudarme con mis problemas a pesar de luchar con los tuyos. —Le interrumpió—. Olivia me contó que te entregó mi historial psiquiátrico antes de que me conocieras, y... bueno... me alegra que no huyeras a pesar de conocer la peor parte de mí.
Halina sonrió para ocultar sus ojos cristalizados. A Elliot le costaba trabajo mirarla, encajar en su campo de visión a aquella mujer que sufría por su causa.
No tenía el valor suficiente para contarle lo que le impedía ser él mismo en esos momentos. Estaba seguro de que no lo entendería, que Halina pensaría que un hombre que no era capaz de defenderse a sí mismo, no era tan confiable como quería aparentar.
—En fin, debo regresar a clase. Le diré a los niños que te gustó su regalo. Se pondrán muy contentos cuando se enteren.
—Halina —susurró Elliot con la voz apenas reconocible. La tomó de la mano al verla dar la vuelta para marcharse, tal vez para siempre—, sigo creyendo que no debes llegar tarde por mi causa, pero creo que no hay problema si regresamos juntos de vez en cuando. No sé cuánto tiempo tardaré en volver a la normalidad, pero...
—Descuida. Tómate el tiempo que necesites. Los niños y yo esperaremos a que estés mejor.
—Gracias, Halina... por todo.
Ella asintió incapaz de girarse en su dirección sin ceder al llanto en el proceso. Quería hacer más por él, brindarle algún tipo de consuelo, pero hasta que Elliot no decidiera abrirse con ella, tendría las manos atadas.
Continuó su camino hacia afuera, dándole un breve vistazo antes de cerrar la puerta. Elliot seguía leyendo los más de doscientos mensajes en la pared. Masajeaba su muñeca derecha en el proceso. Estaba vendada y ligeramente manchada de sangre.
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