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Capítulo 20: Un paso a la vez

Sujetó las manos de la niña a fin de detener su temblor. Elliot tenía una rodilla plantada en el suelo para estar a su altura. La miraba a los ojos. Uno que otro niño pasaba junto a la puerta, y se quedaba mirando la escena con curiosidad, pero nadie se atrevía a intervenir en aquel momento tan íntimo.

Alice rara vez exteriorizaba sus sentimientos, pero en ocasiones como esas en la que su corazón se desbordaba entre lágrimas y sollozos ininteligibles, era importante escucharla con atención y sin juzgarla. La más mínima observación desatinada o interrupción abrupta podía cortar el canal de comunicación y hacer que se encerrara de nuevo.

Elliot permaneció en esa posición hasta que sus piernas empezaron a doler. Cuando la vio detener sus palabras, mientras pequeños espasmos la sacudían en sus esfuerzos por contener sus sollozos, acarició los nudillos de sus manitas.

Un par de copos de nieve se colaban a través de la ventana entreabierta. Ninguna consulta se hacía a puertas cerradas.

—Muchas gracias por conversar conmigo, Alice. Sabes que puedes visitar mi oficina siempre que quieras hablar, ¿verdad?

—Sí, doctor Stewart. Gracias por escucharme.

La niña le rodeó el cuello con sus pequeños brazos. Elliot se sobresaltó al principio y quiso retroceder, pero, en cambio, respiró profundo. Acarició con suavidad la espalda de la niña, como si quisiera recordar quién era y porque lo tocaba de repente.

Alice salió de su oficina, tan pronto se aseguró de que no quedara en su rostro señales de llanto. Sus padres estaban en pleno proceso de divorcio y peleaban su custodia, y eso, verlos actuar como enemigos cuando ni siquiera entendía por qué dejaron de quererse, la tenía en un estado ansioso y depresivo que le impedía concentrarse en las demás actividades de la escuela.

Existían muchos otros niños en la misma situación. Era desconcertante la cantidad de heridas emocionales que dejaba en ellos, el que sus padres no tomaran en cuenta su sentir a la hora de tomar decisiones que los afectarían de manera directa.

Elliot se puso de pie y caminó hacia la ventana al escuchar risas en el patio. Los niños tomaban su primer receso. Esbozó una sonrisa al ver a Alice unirse a sus compañeros tras tantos días aislada, y en el otro lado, sentados en la escalinata, Halina junto a un William rebosante de energía.

Ella lo adoptó como su protegido desde que se enteró de la condición de su padre; estaba pendiente de los cambios en su estado de ánimo. Eso ayudó mucho a William, quien, en poco tiempo, recuperó su alegría y vitalidad. Su caso y el de Madison eran los más destacables, pero no eran los únicos que se beneficiaban de su interés y empatía.

Los niños de la clase de Halina parecían más felices desde que ella les enseñaba, e incluso Lottie, con quien solía hablar por videollamada de forma esporádica, no dejaba de preguntar por ella, y dar largos suspiros cada que lo cuestionaba sobre si ya eran novios.

Parecía que incluso ella —que no sabía cómo rayos descubrió lo que sentía incluso antes que él—, estaba decepcionada con lo lento que era para esas cosas. Se preguntaba si lo mismo pasaba con Halina, si ella también se cansaría de esperar.

A sus ojos, había mejorado mucho en sus acercamientos con ella. No era como si hubiera tomado la iniciativa en abrazarla o besarla aún —lo cual estaba varios niveles más arriba de su lista—, pero tocó sus tobillos en el parque, su antebrazo, sus muñecas, su rostro y recostó la cabeza en su regazo; luego se sintió culpable por haber hecho dos cosas diferentes el mismo día.

Ese día quería probar algo más íntimo, aunque su mente lo condenara después.

«Un paso a la vez, solo un paso a la vez».

Él también deseaba poder ir un poco más rápido, pero temía que, si se apresuraba demasiado, los recuerdos volverían, paralizándolo. No quería que eso pasara, no quería retroceder. Prefería ir un paso a la vez en vez de quedarse estancado de nuevo.

Halina permanecía de cuclillas en el suelo, asegurándose de que sus alumnos estuvieran bien abrigados. A unos tuvo que acomodarles la bufanda, otros insistían en no usar un gorro, a otros tuvo que arreglarles la ropa dos y tres veces consecutivas. Parecían tan encantados con la forma tan dulce en la que los trataba, que querían extender su estancia con ella poniéndole más trabajo del que le correspondía.

Elliot aplaudió con fuerza para dispersarlos. Los pequeños traviesos emprendieron la huida a gran velocidad, agitando los brazos en despedida. Halina soltó un suspiro. Lucía cansada pero feliz. Era cierto que las travesuras de los niños agotaban a cualquiera, pero sus muestras de afecto tenían cierto efecto reparador.

Elliot tomó el abrigo que descansaba sobre el escritorio de Halina y la ayudó a colocárselo. Hizo lo mismo con su bufanda y su gorro con orejeras, el último se lo colocó de tal manera que le cubriera los ojos.

—¡Oye! —Halina le asestó un golpe en el brazo. Elliot se rio de esa forma tan grave y estruendosa que lo caracterizaba. A Halina le encantaba oírlo reír de esa manera.

—Debo reconocer que no te pareces a la sustituta desprecia niños que llegó a la escuela hace tres meses. Te has esforzado por mejorar tu relación con los niños.

—Si con mejorar la relación con los niños te refieres a que me dieron una paliza en el muk, pues sí, voy de maravilla.

Elliot soltó una nueva carcajada. El objetivo del muk, era hacer tantas caras graciosas como fueran necesarias para que tu contrincante abandonara su expresión seria, y Halina era muy mala en el juego.

—Practicaré frente al espejo para ser una rival digna o los niños no me invitarán a jugar con ellos por lo fácil que es ganarme. Tú deberías entrenarme, a ti no te ganaron ni una sola vez.

Elliot asintió con una sonrisa; era imposible que los niños dejaran de invitar a su maestra favorita.

Halina poseía el feliz don de ganarse y mantener el afecto de las personas a su alrededor. Por ello se llevaba tan bien con los demás maestros y todo aquel que tenía la dicha de conocerla. Él se sentía presa del mismo encantamiento. Halina sacaba lo mejor de él, mental, moral y emocionalmente, incluso... lo hacía un poco más valiente cada día.

La vio desviar la mirada hacia el auto verde de vidrios ahumados que recogió a Madison en la entrada de la escuela y aprovechó para tomar su mano y guardarla dentro del bolsillo de su gabardina. Sonrió de oreja a oreja al verla sonrojarse al estrechar sus dedos contra los de él.

Tomar su mano le parecía un importante logro, porque, en la mayoría de los casos, solo los novios se tomaban de las manos. ¿Ella habría captado la indirecta o pensaría que en verdad lo hizo para resguardar su mano del frío? A veces le preocupaba que le pareciera demasiado infantil, pero cada vez que la veía sonrojarse de esa manera tan adorable, se daba cuenta de que su inocencia seguía intacta a pesar de sus experiencias pasadas.

Por su parte, le parecía increíble como el simple contacto de su mano, incluso con aquellas gruesas capas de tela de por medio, le hacía sentir tan aliviado y dichoso. Quería mucho a Halina, tal vez demasiado. La quería tanto... que no sabía que sería de él si algún día la perdía.

—Elliot... ¿q-quieres dar un paseo en la costa conmigo? Hay algo que quiero mostrarte.

Abrió los ojos con desconcierto. Una cita no estaba contemplada en su lista de objetivos hasta muchos niveles más adelante. ¿Estaría bien saltarse la confesión y el beso? ¿O eso significaba que debía hacer todo el mismo día? ¡¿Cuatro niveles en un solo día?! Se sintió mareado con solo pensarlo. Dos pasos juntos casi lo matan, cuatro... tal vez estaría en coma varias semanas.

Extendió las comisuras de los labios en una dulce sonrisa, dispuesto a ser el hombre en estado vegetativo más feliz del mundo. Halina jugueteaba con su cabello rojizo esperando la respuesta.

Cambiaron de dirección hacia el sur de la isla. En pocos minutos, llegaron al faro delantero del rango exterior de Summerside, una torre piramidal cuadrada de nueve metros, con una franja vertical roja montada en la cara que daba al mar.

Ese faro, junto a su torre casi gemela, comenzaron a operar en 1991, dieciocho años antes de que él se mudara allí con su familia. Cuando estaban alineadas, las luces rojas de alcance guiaban a los barcos hasta la desembocadura del puerto de Summerside, cerca del faro de Indian Head, desde donde podían usar las luces de alcance para avanzar por el puerto.

Elliot solía visitar la costa durante sus caminatas vespertinas. El contraste glorioso del ambarino de las arenas, el verde etéreo del estrecho de Northumberland y el azul irreal del cielo coloreado con traviesas nubes blancas, le hacía sentir tan diminuto en comparación con tanta belleza, que podía quedarse horas solo sintiendo el aire salino inundando su nariz. En esa época del año, la isla estaba cubierta de marfil, por lo que no podía gozar de la vista en su mayor esplendor, pero ver a Halina descender a través de las piedras que separaban la calzada de la arena de la costa, le hacía sentir unas cosquillas en el estómago que superaban con creces toda aquella fascinación.

—Debimos ir a St. Eleanor y pedir un par de cafés. Estás a punto de congelarte, Halina.

—Podemos hacer eso al terminar. Hay algo que quiero hacer antes.

Elliot la siguió de cerca. Trataba de no reír ante lo cómica que se oía su voz por cómo le temblaban los labios por la baja temperatura. Él también tenía escalofríos, no por la gelidez en el ambiente, sino por las ansias de saber qué era "eso" que iban a hacer allí. Fuera lo que fuera, debía sacarla de la costa cuanto antes o sufriría una hipotermia.

Él nunca fue sensible al frío, de hecho antes de enfermarse le encantaba esquiar, patinar sobre hielo y cualquier otra actividad que se pudiera realizar en el lago cercano a su casa de Pensilvania durante los meses invernales. En verano visitaban el Nockamixon, para pescar, pasear en bote, hacer senderismo, ciclismo de montaña, y en contadas ocasiones, caza. Él era muy bueno en la mayoría de esas actividades; alardeaba sobre lo difícil que era enfermarse a pesar de lo mucho que le gustaba estar al aire libre.

En ese entonces, no se preocupaba por los virus, las bacterias, los hongos, ni mucho menos tenía que darse un atracón de pastillas para llevar una vida relativamente sana.

No era que le molestara estar enfermo. Muchas personas que conocía también lo estaban, y aun así, no podían hacer las mismas cosas que él. Le molestaba pensar qué sufriría por el resto de su vida las consecuencias de algo que, el que sus padres le prestaran un poco más de atención, habría podido evitar. Cargaría con ese estigma invisible hasta su último aliento, con aquella enfermedad que le hacía sentir avergonzado y asqueado de sí mismo.

—¿Has escuchado la leyenda de las sirenas de Summerside, Elliot?

Deslizó la mirada hacia Halina al escuchar su pregunta. Se hallaba en la orilla de la solitaria costa. Sus manos temblaban al tiempo que le extendía una hoja de papel y un bolígrafo sacados de su bolso. Él tomó el par de objetos sin entender bien para qué eran.

—¿Sirenas?

—Sí, sirenas. Cuenta una antigua leyenda, que solo conocen los más fieros marineros, que al sur de la isla del príncipe Eduardo habitan hermosas sirenas que encierran las penas de las personas en botellas de corcho, y las hacen flotar más allá de la bruma, arrancando de raíz el sufrimiento de las personas —relató Halina con una convicción digna de una niña de cinco años. Saltaba de un pie al otro mientras sacaba algo más de su cartera—. Escriba sus penas en la hoja y metámosla en esta botella. Hemos sido buenos niños, así que creo que las sirenas nos ayudarán.

La risa de Elliot, profunda y llena de vida, eclipsó el silbido del viento. Tuvo que contener las ganas que sentía de halar los cachetes de Halina, hinchados en un adorable mohín.

Madison le había contado que sacó un A+ en literatura por el cuento de sirenas que hizo para la clase. El que Halina usara la idea de una niña de diez para convencerlo de contarle sus cosas, le parecía el intento más desesperado y puro de sacarle información.

—Si quieres que te diga cómo me enfermé, solo debes preguntarme, Halina. No es que no pretenda decírtelo, es solo...

—No quiero que me lo digas, no hasta que estés preparado para hacerlo. Solo quiero que eso, lo que sea que ocurrió, no constituya un impedimento para que te acerques a mí. Me... me agrada tenerte cerca. —Halina enrojeció tras sus palabras. Tal vez se dio cuenta muy tarde de lo que implicaba.

Desvió la mirada hacia su bolso para tomar una nueva hoja con algo escrito. Quitó el corcho y la introdujo en la botella. Elliot no sabía lo que decía, pero, por la expresión de su rostro, debía ser algo relacionado con sus padres.

«No quiero cometer sus errores».

—De acuerdo, siempre quise ver una sirena. ¿Crees que también usen abrigos en invierno? —Halina soltó una risita al verlo guiñarle un ojo antes de usar su maletín como apoyo para escribir. Se mantuvo a una respetuosa distancia para darle privacidad, pero no pudo evitar contar las palabras que iba escribiendo.

Solo fueron cuatro, pero titubeó en cada una de ellas. Cerró los ojos antes de envolverlo hasta que cupiera en la boca de la botella y la introdujo justo al lado del que ella escribió, situándolo más tarde en la orilla de la playa, donde las olas empezaron a arrastrarla con parsimonia.

El cielo estaba lleno de nubes grises cargadas de nieve. Elliot sabía que no existía ninguna sirena con la habilidad de hacer desaparecer las penas de la gente, pero se sintió aliviado al ver la botella con su más grande secreto alejarse ante la mirada de ambos. A Halina le pareció ver sus ojos cristalizarse.

—Tu nariz está muy roja, Halina. ¿Tanto frío tienes?

—Me estoy congelando —gimió mientras se frotaba los brazos. Tiritaba—. Me tomaré no uno ni dos, sino tres enormes vasos de chocolate caliente en St. Eleanor. ¡Cómo odio el invierno! No puedo esperar a que sea primavera y...

Halina detuvo sus palabras al ser rodeada por una abrumadora calidez. Elliot, situado detrás de ella, la abrigó bajo los extremos de su gabardina. El calor que desprendía su cuerpo, aunado al de aquella prenda de vestir atiborrada con su aroma, la hicieron sentir en pleno verano.

Ninguno de los dos dijo nada durante los siguientes minutos en los que veían la botella alejarse. Halina deseó cruzar a nado esa masa de agua helada y descubrir qué produjo tantas marcas en su alma como en su piel.

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