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Capítulo 2: Espacios vacíos

—¿De verdad te dijo eso?

—Palabra por palabra. Es obvio que el doctor Stewart me odia —protestó Halina haciendo un mohìn.

Aún no se ocultaba el sol, pero ya estaba acurrucada en el sofá con un pijama de lunares y un cojín circular en el pecho. Su tutora permanecía con el ceño fruncido mientras sorbía de su taza de té de manzanilla, analizando los confusos detalles de lo ocurrido.

Olivia Miller era la mejor amiga de la madre de Halina desde la universidad. Su departamento era el lugar a donde huía tras discutir con su esposo. Cuando ocurrió la tragedia, ella acababa de mudarse a la isla del príncipe Eduardo con su esposo Noah, quien era doctor allí. La madre de Halina no pudo ir a su boda, así que fue a visitarla a escondidas de su esposo tiempo después.

Esa fue la última vez que Olivia vio a su amiga con vida. No hacerla permanecer en su casa ese día la atormentaba desde entonces. Por eso a Halina le aliviaba verla más tranquila. Parecía que después de tanto tiempo, ella también comenzaba a sanar.

—No es tan malo como parece, Halina. Si Elliot te odiara, no te hubiera ayudado con lo de la fotografía. Digamos que le has llamado la atención de una manera poco usual.

—¿Vas a decir que le gusto?

—No, para nada. Elliot es más complicado que eso. —Olivia sorbió de su taza de diseño floral mientras Halina la miraba—. Más bien, digamos que tu caso le ha intrigado. Ya sabes, una maestra de primaria con misopedia, que además sufre ataques de pánico cuando le hacen una foto... Supongo que desde su punto de vista como psicólogo, eso te hace interesante.

—Entonces es borde conmigo porque soy una loca. ¡No te rías, Olivia!

Sus protestas no impidieron que su tutora soltara otra diminuta carcajada. Para Halina, aquello no tenía nada de gracioso. No podía pensar en una peor manera de iniciar su vida laboral.

—¿Por qué estas cosas tienen que pasarme a mí? —Se lamentó escondiendo la cara entre sus piernas. Olivia acarició su cabeza con ternura,

—Solo dale su espacio —le aconsejó—. Elliot no es precisamente un psicólogo convencional, aunque es excelente en su trabajo. Si lo observas con atención, aprenderás mucho sobre cómo tratar con los niños.

—Eso me consta. Resulta evidente que lo adoran.

Halina respiró hondo tratando de recuperar la compostura. Esa era solo una forma de autosabotearse, de buscar una excusa para seguir encerrada. No cedería. Nada la haría renunciar a su trabajo tan cerca de independizarse.

Olivia se puso de pie para dar un vistazo a la cena. Halina posó su mirada en el paisaje bañado por la luz del atardecer, que se extendía a través de los ventanales tras su espalda. Era cierto que esa isla, rodeada por el golfo de St. Lawrence y el estrecho de Northumberland, ya no era como la describió Lucy Moud Montgomery en Ana de las Tejas Verdes —los incendios y las epidemias acabaron con gran parte de su flora—, pero seguía siendo un sitio pacífico, con una temperatura más estable que en cualquiera de las provincias canadienses en las que había estado, y cierto aire mágico que hacía cosquillear su pecho.

Sus arenas rojizas, olas danzarinas y los tonos dorados, verde y escarlatas que le robaron el corazón en cuanto pisó la isla a sus once años, acompañaron sus días solitarios en las cuatro paredes color sepia de aquel apartamento, donde estuvo convaleciente.

Aún no se animaba a explorar lo que aquel pequeño paraíso tenía para ofrecerle, pero la consolaba saber que muy pronto podría emprender el vuelo y recuperar su independencia. Necesitaba sentir que podía hacerlo, que podía salir adelante con sus propias fuerzas.

—¿Cómo que no cenarás con nosotros, Halina? —Olivia torció el gesto ante su anuncio. Cuando fruncía el ceño de esa manera, se le notaban las primeras arrugas de la edad. Halina hizo acopio de sus habilidades de persuasión para evitar sospechas.

—Quedé con una amiga esta tarde. No creo que llegue a tiempo —explicó apartándose de la salida para que la oleada de niños no la arrastrara.

La primaria de Greenfield era un edificio grande de dos plantas, con tres secciones conectadas por un pasillo largo que empezaba en las puertas de entrada, frente al aparcamiento. La sección izquierda tenía las aulas de los alumnos, y las de la derecha contenían la administración, el gimnasio, el salón de actos, el comedor, la enfermería y la oficina del psicólogo escolar, respectivamente.

Por desgracia para Halina, su aula se hallaba a inicios del primer nivel de la derecha, por lo que debía recibir la embestida de los niños que corrían a toda velocidad hacia la salida, tan pronto el reloj marcaba las tres de la tarde.

—Deberías aprovechar para pasar tiempo con Noah. Los noto algo distanciados —agregó dejando de lado su temor de morir pisoteada por aquellos duendecillos. Un niño de unos cinco años y un corte de hongo que casi le cubría los ojos, halaba a Halina de la falda mientras repetía la palabra profesora una y otra vez. Ella lo ignoró.

—No te preocupes por nosotros. Todo está bien. ¿Segura de qué estás lista para ver a una amiga de la universidad? —Olivia se veía tan angustiada que Halina se sintió culpable por insistir en mentirle.

—Se trata de Lexie. No puedo dejarla plantada de nuevo.

—Profesora —repitió el niño. Halaba a Halina de la ropa cada vez más fuerte.

—Entiendo —suspiró Olivia con resignación—. Llámame si necesitas que vaya por ti.

—¡Profesora! —gritó el infante con todas sus fuerzas. Halina lo miró con tanto desprecio que este retrocedió.

—Es de mala educación interrumpir a los adultos. Mientras más maleducado seas, más voy a ignorarte.

Fue una respuesta muy agresiva. La mirada que Olivia le dirigió se lo gritaba. Halina suspiró profundo y lo intentó de nuevo. A veces olvidaba lo mal que se sentía cuando sus familiares la trataban de esa manera.

—Escucha, pequeño. —Halina se puso de cuclillas en el suelo para estar a su nivel. El niño tenía los ojos enrojecidos. Parecía asustado—. Debes pedir permiso antes de interrumpir a los demás. Ya terminamos de hablar, así que puedes decirme que pasa.

—Es que se me desataron las agujetas y no quiero caerme —contó entre hipidos. Halina se sintió como un monstruo desalmado e irascible.

—Perdóname, no quise hablarte feo —murmuró arrepentida—. Para compensar que fui grosera, ¿qué tal si te enseño una canción que te ayudará a saber como atarlas?

El niño asintió mientras se limpiaba las lágrimas con el antebrazo. Halina tomó las agujetas de su zapato derecho y empezó a cantar aquella melodía que le había enseñado su madre hacía muchísimo tiempo:

"Los cordones van a bailar, juntos lo hacen fenomenal. 

Separarlos por las puntas 1, 2 y 3. Es un baile pegadizo. No muevas los pies...".

El niño reía por lo bajo a medida que completaba los pasos. A Halina aquello le trajo tantos recuerdos que estuvo a punto de ceder a las lágrimas.

—¿Quieres continuar tú? —El niño asintió emocionado. Ella le ayudó con las partes de la canción que no recordaba.

En cuanto terminó de atarlas, el pequeño emprendió la carrera, no sin antes darle las gracias con tanta energía como intentó llamar su atención. Halina no tardó en sentir la mano de Olivia acariciándole la cabeza. No necesitaba que dijera nada para saber lo que pensaba. Tenía una voz tan clara y bonita como la de su padre... pero no quería seguir sus pasos.

Cuando Halina fue dada de alta tras su colapso, tanto ella como Noah parecían muy contentos con la idea de hospedarla en su casa, pero hacía semanas que el esposo de Olivia apenas iba a casa, si es que acaso llegaba alguna vez. Halina no quería ser la causa de su ruptura matrimonial, por eso aprovecharía lo que quedaba de la tarde para encontrar un departamento.

Después de intentar convencerla de reunirse con su amiga en el departamento, Olivia se dirigió hasta su coche y emprendió la marcha. Tras asegurarse de que no volvería, Halina sacó el teléfono de su bolso y colocó la aplicación de mapa. Esperaba que eso le ayudara a no perderse en su misión de encontrar una vivienda cerca del trabajo, que pudiera pagar con su salario de sustituta.

—Sustituta —masculló entre dientes al recordar que así la llamaba el doctor Stewart desde el día de la ceremonia.

Él no le dirigía la palabra, a pesar de que su oficina estaba tan cerca de su aula que se cruzaban en el pasillo en cada receso. Ella hacía el esfuerzo de intentar entablar conversación con él, pero si acaso le devolvía algún monosílabo, era tan frío y distante que la hacía desear que se hubiera quedado callado.

No importaba cuántas veces Olivia le asegurara que él no tenía nada en su contra, ese molesto apelativo indicaba que, o no le interesaba lo suficiente para recordar su nombre, o solo la detestaba tanto que quería hacerla renunciar a su trabajo lo antes posible.

Fuera lo que fuera, no tenía tiempo para pensar en ello. Debía comenzar la búsqueda cuánto antes si quería obtener algo decente antes de que cayera la noche.

—Profesora Moore, ¡qué bueno que todavía está aquí! —Halina se giró al escuchar a la maestra Sarah, y antes de darse cuenta, tenía en las manos una enorme carpeta que esta le pidió entregarle al doctor Stewart.

No solo era Sarah, los demás maestros también la adoptaron como una especie de recadera. La teoría de Lexie, su mejor amiga de la universidad, de que dónde sea que iba las personas se aprovechaban de ella porque era incapaz de decir que no, estaba confirmada. Las posibilidades de que se negara a hacer algo que le pidieran era una en un millón. Le era más fácil decir que sí, sin chistar, que explicar las razones por las que no quería hacer las cosas.

Halina suspiró profundo. Le quedaba un largo camino por recorrer si quería sobrevivir sola con una actitud como esa.

Acomodó la enorme carpeta roja en su pecho, sintiendo el peso y el olor a papel mezclado con marcadores. Dio una ojeada al contenido mientras avanzaba por el pasillo casi desierto. Durante aquella semana, cada maestro preparó una carpeta similar para el doctor Stewart. Era un registro detallado del comportamiento de los niños, y unos cuantos dibujos que les pidió realizar de manera individual.

Recordó que los diferentes psicólogos que siguieron su caso le pidieron que hiciera dibujos similares. Se sorprendió al pensar en qué un solo hombre fuese a revisar tantos papeles, y dar un diagnóstico a casi doscientos estudiantes de diferentes edades y antecedentes.

Ser psicólogo no se trataba solo de transmitir conocimiento a niños curiosos y ávidos de aprender, como hacían los maestros como ella; tenía que descubrir lo que había en su interior, lo que condicionaba sus actos y, ¿por qué no?, constituía una amenaza a su inocencia y futuro.

Halina se preguntó si su madre aún estaría a su lado si alguien hubiera puesto tanto interés en su condición, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Pensar en ella hacía que se le encogieran las entrañas.

Se colocó junto a la puerta abierta de la oficina de Elliot, y después de limpiar el par de lágrimas que resbalaban por su nariz, observó a una niña junto a la ventana abierta. Estaba sentada en una diminuta mesa amarilla, con bloques de colores encima y muchas crayolas. El doctor Stewart se hallaba a unos metros de ella, en su escritorio. Revisaba una carpeta similar a la que ella traía.

Pese a que allí no eran estrictos con el código de vestimenta, no le había visto vestir más que colores neutros. Parecía tan concentrado en su trabajo, que a Halina le dio miedo entrar. Él elevó la vista, como si hubiera escuchado el silbido de su respiración agitada, y con un movimiento de cabeza que casi pareció una orden, le indicó que pasara. Sus enigmáticos ojos grises estaban clavados en su dirección mientras dejaba los lentes de lectura, que no sabía que usaba, sobre el escritorio.

Las manos de Halina no paraban de transpirar mientras se adentraba en la oficina. La iluminación del lugar se hizo más tenue. El sol empezaba a esconderse tras unas nubes rojizas.

Para empeorar su nerviosismo, los brazos de Elliot permanecían entrecruzados, haciendo su expresión adusta aún más imponente. Era obvio que el simple hecho de respirar el mismo aire que ella le era desagradable. Los escasos metros a recorrer se volvieron millas ante su silencio helado. Mientras más se sostenían la mirada, más tensos se veían sus amplios hombros.

—¿Me va a decir o no lo que quiere, sustituta? —espetó mientras fruncía el ceño. Halina colocó el objeto sobre su escritorio alejándose al instante, como si creyera que la mordería si se acercaba demasiado. Él dejó de mirarla para llevar la vista hacia la carpeta. Halina aprovechó para apartar la atención de su mirada penetrante y severa.

Elliot debía ser el hombre más minimalista que conocía. En su rápido barrido visual, no encontró una foto familiar, ni un cuadro o cualquier otra cosa que le diera una pista de su verdadera personalidad. Lo más destacable en aquel espacio de paredes neutras era una planta solitaria, pero en excelentes condiciones, muy cerca de la ventana. Era un fragante eucalipto, de color verde grisáceo y hojas alargadas. También había una estantería con libros infantiles, juegos y cosas inherentes a su oficio.

Halina se concentró en la niña que vio al entrar, la misma que se escondió tras su falda en su primer día allí, y una idea le vino a la mente. ¡Por supuesto! Si Elliot la odiaba porque no le simpatizaban los niños, debía demostrarle que podía ser amable y considerada con ellos. Avanzó hacia ella, inclinándose en su dirección.

—Ese dibujo es muy bonito, pequeña. ¿Acaso lo hiciste tú? —comentó para llamar la atención de la chiquilla de siete años. La niña se giró cuando le acarició la cabeza, frunciendo el ceño de una forma tanto adorable como aterradora.

—¿No cree que debe preguntarme si quiero que me toque antes de hacerlo? No la conozco y no le he dado ese grado de confianza. —Halina sintió el cuerpo agarrotado ante sus palabras.

—¡L-lo siento! Yo no tenía idea... yo... pequeña...

—Charlotte.

—C-charlotte, lo lamento mucho —balbuceó como pudo.

El consultorio se llenó de un sonido tan desconcertante que le hizo llevar los ojos hacia Elliot, quien se carcajeaba desde su asiento. No solo se carcajeaba... ¡Se burlaba de ella a todo pulmón! Pocas veces en la vida se sintió tan avergonzada.

—Está bien, maestra. Tiene una mano muy suave y cálida. Puede tocar mi cabeza cuando quiera. —La niña le sonreía con inocencia, pero ya era demasiado tarde, nada eliminaría el recuerdo de ese entrecejo arrugado y esas palabras que hasta a un adulto se le haría difícil pronunciar.

Un "¡Lottie!" resonó fuera de la oficina y la pequeña se puso de pie como un resorte. Elliot agitó la mano para despedirla, pero ella no fue capaz de responder a la niña, que también se despidió de ella en su carrera. Halina escuchó pesados pasos antes de que una enorme silueta se colocara a su lado, engulléndola con su sombra.

—Cuidado con los niños de esta primaria. Los he entrenado muy bien —soltó él casi a su oído, justo antes de salir de la oficina con seis carpetas, su maletín y una sonrisa socarrona dibujada en los labios. Una sonrisa que le anunciaba que no descansaría hasta hacer cada día suyo en la primaria un sufrimiento lento y silente.

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