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Capítulo 18: Cicatrices

El silbido de la calefacción no le permitía escuchar siquiera sus pensamientos. En solo un par de días, empezarían a descender toneladas y toneladas de nieve de los espesos nubarrones que impedían la entrada de los rayos de sol. La temperatura pronto descendería varios grados bajo cero.

Halina se recargaba contra la isla de la cocina con una taza de chocolate humeante entre las manos. Escuchar los pasos de Elena en tan poco tiempo, le confirmó que Elliot había rechazado su porción otra vez .

—No comerá con nosotras tampoco hoy, así que podemos reducir la porción —anunció su casera al tiempo que colocaba el termo sobre la mesa.

Halina no vio a Elliot ni una sola vez desde el día en que hablaron de los padres de William. Él explicó a Elena que tenía mucho trabajo pendiente y por eso casi no salía de su departamento, pero aquel viernes ni siquiera la acompañó de regreso a casa. Hasta parecía haber salido más temprano de lo usual con tal de no encontrársela.

Era obvio que su comentario lo ofendió de alguna manera; si no hacía algo pronto, terminaría alejándose de ella por completo.

«Pero eso es lo que querías, ¿no es así?».

Lo que quería no. Lo que necesitaba, tal vez. Halina soplaba el humo de su taza. Tenía las yemas de los dedos enrojecidas por el calor. Hacía muchos años que había renunciado a sus deseos y conformado con lo necesario. Tener anhelos y aspiraciones era para chicas normales, no para mujeres que debían estar dopadas con medicamentos la mayor parte del tiempo, en pos de no dejar salir una personalidad en extremo agresiva.

Halina dejó la taza intacta en el lavabo y miró a través de la ventana. El cerezo estaba casi seco. Si era cierto que las plantas compartían los sentimientos de sus dueños, Elliot debía sentirse muy mal.

—¿Todo bien con el almuerzo, Hal? Huele a quemado. —Limpió sus ojos con discreción al escuchar la voz de Elena. Miró la estufa, pero el hedor en el ambiente no venía de la cena.

Las casas de aquel vecindario estaban tan separadas entre sí, que parecía improbable que el olor hubiera llegado hasta allí de alguno de esos hogares; sin embargo, Halina salió fuera para estar segura. Al ver el humo deslizándose por la pequeña ventana del sótano, sintió tanto terror que se quedó sin voz unos instantes.

—¡Oh, por Dios! El departamento de Elliot se incendia —anunció a viva voz. Elena no tardó en salir a su encuentro.

Presas del pánico y la angustia, llamaron a urgencias. La espera les pareció eterna. Elena lloraba tanto que Halina decidió hacerse cargo de la situación; aunque también se estuviera muriendo de los nervios. A duras penas consiguió que Elena le dijera dónde guardaba las llaves de repuesto del sótano. Una vez las tuvo entre sus manos, bajó las escaleras e introdujo la llave en la cerradura. Entró al departamento sin siquiera llamar, buscando el origen del incendio. No había fuego en ningún lugar. El humo provenía de algo en la estufa que se consumió hasta las cenizas.

Halina llevó una mano hasta su pecho y luego soltó una risita. A alguien no se le daba nada bien la cocina.

—¿Quién anda ahí?

Halina se dio la vuelta para burlarse de lo que parecía ser un intento fallido de Elliot por preparar algo de comer, pero el atisbo de sonrisa dibujado en sus labios se desvaneció al verlo salir del baño, con el cuerpo envuelto en una toalla atada a la cintura.

Ni siquiera el hecho de que estaba casi desnudo tuvo relevancia. Los ojos de Halina se enfocaron en algo que le resultó mucho más aterrador que el fuego que podía consumir hasta las cenizas.

—Rayos. Olvidé que hacía esto —refunfuñó mientras se acercaba a la estufa, asegurándose de cerrar el quemador y desechar en el lavabo la materia negra resultante de lo que iba a ser su almuerzo.

Cuando se giró hacia Halina para preguntarle cómo consiguió entrar, notó que tenía la boca cubierta con las manos. Miraba su espalda, su torso, sus brazos....

—Elliot, ¿cómo te hiciste esas cicatrices? —gimió con voz trémula. Él desvió la mirada e ignoró su pregunta. Existían cosas tan dolorosas que era mejor no explicar.

Elena permaneció estática sobre la fría superficie de la escalinata: el que Elliot le confesara que sentía amor por Halina la tomó desprevenida. La garganta de Elliot se encalló en un sollozo ante su silencio. Las lágrimas no tardaron en aparecer. Las limpió de inmediato, pero cada vez que lo hacía se agolpaban en sus ojos en mayor cantidad.

—Lo siento. Es la segunda vez que me pasa hoy. Es muy molesto.

—No tienes que disculparte, lo que me dices es muy bonito. No entiendo por qué estás tan triste, ¿no te parece una buena noticia?

—No estoy triste. Estoy muy aliviado. Después de lo que pasó jamás pensé que me fuera a enamorar y mucho menos de una chica. Es solo... también tengo mucho miedo. No quiero que desaparezca de un momento a otro como el doctor Leonard.

»Y aun si no lo hace, yo sí lo haré. Una mañana despertaré y será mi último día. Dígame, Elena, ¿de qué le sirve a Halina gustarle a alguien así? —Elena tomó su mano y la apretó con fuerza. Elliot la tomó con ambas manos y depositó un breve beso en ella. Era obvio que su comentario acerca del repentino deceso de su difunto esposo, y su visión pesimista de la vida, tocó una fibra sensible de su anciano corazón. Elliot no tardó en romper en llanto de nuevo contra sus nudillos.

¿A quién quería engañar con aquella actitud fría e indiferente? Sabía bien lo que se sentía estar desprotegido, que las personas que se suponía debían asegurarse de que nada malo te ocurriera estuvieran ciegos a tu dolor. Sabía lo que era dudar de las personas, de sus razones, de su cariño y vivir en un miedo constante por la misma razón.

Esa tarde, con Halina en sus brazos dormida de cansancio físico y emocional, sorbiendo su nariz para contener el fluido resultante de su llanto, comprendió que sus sentimientos por ella iban más allá de la imagen perfecta que pretendía proyectar. Se enamoró de su pasado, de su alma hecha pedazos, de su necesidad de cuidado y atención, de la idea de brindarle las cosas que le negó la vida. Estaba siendo muy iluso. ¿Qué podía darle un hombre roto por dentro, que aparte tenía los días contados?

Elliot sollozaba con tanta impotencia que su cuerpo se sacudía en espasmos involuntarios. Llegó un momento en el que lloraba tan fuerte que Elena temió que Halina despertara.

—Debería retroceder ahora, ¿verdad? ¿Es egoísta que quiera estar tan cerca de Halina como ella me lo permita?

Elena esbozó una sonrisa compasiva al sentir la mirada de Halina puesta sobre ella. Una vez en la casa, tras asegurarse de que Elliot estaba bien, Halina le preguntó sin tapujos si sabía por qué tenía aquellas marcas en el cuerpo; se negó a darle detalles al respecto. 

Lo ocurrido luego de que Elliot llevara a Halina a casa, tras encontrarla en la parada de autobuses a Charlottetown, resonaba en su memoria.

—Cuando decidí tener a Nathaniel, muchas personas intentaron convencerme de que era demasiado peligroso a mi edad –relató cambiando de tema. Miraba hacia la foto enmarcada de su boda en la pared del pasillo. Tanto ella como su esposo ya tenían el pelo salpicado de canas entonces—. No negaré que tuve mucho miedo, pero no me arrepiento de haber tenido a mi hijo. Valió la pena el riesgo.

Elena llevó la mirada hacia Halina. La muchacha se sujetaba el brazo izquierdo con fuerza, haciéndose daño con las uñas. Tenía todo el derecho a estar asustada por lo que estaba sucediendo.

Se acercó a ella y la refugió en un abrazo. Ojalá existiera una manera de hacerle las cosas más fáciles a ambos. 

Suspiró un par de veces antes de empujar la puerta doble que le permitiría la entrada a la primaria. Elliot perdió la cuenta de las veces que se detuvo en el trayecto para recuperar el aliento. Le dolían tanto las articulaciones que caminar era una tortura.

Saludó al conserje con un movimiento de cabeza, avanzando con sigilo por el pasillo desierto. Olivia lo esperaba frente a la puerta.

—¿Qué haces aquí? Te he dicho que puedes quedarte en casa si tienes consulta.

—No es necesario. Estoy bien. —Sin siquiera dedicarle una mirada, Elliot pasó de ella e ingresó a su oficina. Agradecía que tantas personas buenas se preocuparan por su bienestar, pero al mismo tiempo, el que fueran tan condescendientes le hacía sentir inútil, desamparado.

Olivia le siguió dentro. Insistía en que volviera a su departamento e intentara descansar. Estaba más pesada que nunca. Al parecer, Noah le había contado sobre el retroceso en su estado de salud: tendría que volver a los medicamentos.

Odiaba tanto esas pastillas. Tampoco le gustaban los pinchazos de las vacunas, pero los prefería a tomar antirretrovirales cada día de su vida. A veces estaba tan cansado que se preguntaba por qué lo intentaba sí, tarde o temprano, iba a morir demacrado y solo.

¿De verdad valía la pena? En días como esos estaba seguro de que no. Ver el rostro de los niños, y darse cuenta de lo mucho que aún lo necesitaban, era lo único que le impedía soltar aquello con lo que cargaba en sus espaldas desde los quince años.

—Buenas tardes, Elliot.

—¿Halina?

El desconcierto que le provocó verla en su oficina durante el almuerzo, le hizo olvidar su resolución de volver a erigir un muro entre ellos. Quiso decirle solo sustituta, pero ya era muy tarde para remediarlo.

Elliot se alejó de la ventana a través de la que observaba a los niños jugar en el patio de la escuela, y caminó sin mirarla hacia su escritorio. Tuvo que sujetarse de la madera del mismo al sentir un pequeño vértigo. Noah se enojaría si sabía que todavía no tenía nada en el estómago.

—¿Qué haces aquí? —preguntó extendiendo la mano para detenerla cuando se apresuró a socorrerlo. Ya recordaba por qué trataba de mantenerse saludable. Odiaba que las personas lo miraran así. Con compasión.

—Vine a traer el informe de los niños. Pensé que no vendrías hoy, por eso entré sin llamar.

—Entiendo. Lo revisaré en un momento. Solo... —Otra vez el vértigo. Elliot intentó aferrarse del escritorio una vez más, pero sentía el cuerpo entumecido. Sudaba frío, todo le daba vueltas. Sin poder evitarlo, terminó tendido en el suelo de la oficina.

Mientras estuvo inconsciente, Elliot sintió que colocaban su cabeza contra una superficie suave y cálida. Cuando al fin pudo recuperarse y abrir los ojos, Halina estaba sentada en el suelo, con su cabeza apoyada contra el pecho. Le acariciaba el cabello.

Aquello le hizo sentir tan nervioso que quiso alejarse, pero no tenía fuerzas ni siquiera para eso. Seguro iba a preguntarle de nuevo por las malditas cicatrices. Sin duda querría saber si su enfermedad y esas marcas tenían alguna relación. Ese era el día en que menos quería hablar de ello. No quería siquiera recordar cómo terminó tan jodido. ¿Sería demasiado egoísta pedir que su sufrimiento terminara de una buena vez?

—Elliot...

—Halina, sé que tienes preguntas, pero en verdad no quiero...

—¿Quieres almorzar conmigo el día de hoy? Traje suficiente para que comamos los dos, así que si quieres podemos... bueno... me gustaría...

Halina guardó silencio ante su incapacidad de terminar esa oración. El golpeteo que se desató en su pecho fue tan reconfortante que Elliot no sabía si quería llorar o reír por ello.

Llevó los dedos a sus cuencas al darse cuenta de que su cuerpo tomó la decisión sin consultarle. ¿En serio se sentía tan feliz como para llorar por algo como eso? O solo ella... cada que estaba cerca de ella sentía más ganas de vivir.

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