Capítulo 14: Castillo de cristal
—¿Qué haces, sustituta? —Halina se giró en dirección a Elliot, presa de un tremendo sobresalto. El rastrillo se le resbaló de las manos de la impresión. Ya casi había oscurecido, pero ella todavía barría el montón de hojas que trajo el viento. El cerezo de la entrada estaba casi desnudo.
—Pues, amontono hojas —explicó acomodando los mechones de su cabello, alborotado por el viento, detrás de sus orejas. Elliot le ayudó con uno de sus dedos. El roce de su piel caliente casi la mata. Dio un paso hacia atrás por instinto—. Parece que en esta época del año no se terminan.
Elliot se rio de su comentario. Últimamente, se reía más a menudo en su presencia.
—Eso es porque las barres en la dirección contraria al viento. —Ante su mirada atenta, tomó el rastrillo del suelo, moviéndolo entre la hierba para ejemplificarlo—. Por otro lado, si lo haces así....
—¡Ya no se escapan! ¿Por qué no me dijo eso hace una hora? —lloriqueó inflando los cachetes. A Elliot le parecía absurdo, y a la vez, adorable, que no supiera algo tan simple.
—Verte perseguir hojas es divertido.
—Tiene un concepto muy raro de lo que es divertido. Empiezo a creer que solo le gusta burlarse de mí.
—¡No me burlo! —Elliot alzó un poco la voz. A Halina le sorprendió que reaccionara de esa manera tan... ¿nerviosa? La voz grave de Elliot se volvió baja y trémula, casi susurrante. —Solo... —intentó continuar. Inspiró con lentitud y se metió las manos en los bolsillos. Rehuía de su mirada. Tenía los mechones de la frente un poco mojados por el sudor, y llevaba ropa deportiva. Parecía haber estado corriendo hasta ese instante—. Me recuerdas mucho a cómo era mi mamá antes de... —inspiró profundo de nuevo—, distanciarnos. Eso es todo.
La revolución de emociones que provocó en Halina el que le contara algo tan íntimo, aceleró su corazón. Elliot se veía tan melancólico, tan... vulnerable. Era casi como si le confesara que cada vez que la veía actuar de esa manera tan despistada, recordaba algo que ya no formaba parte de la personalidad de su madre, pero que recordaba con cariño. A partir de ese día no podría enojarse con él por intentar sacarla de quicio.
—No... no le veo nada similar a una botella por ningún lado, debe estar deshidratado —murmuró sin mirarlo. No sabía qué decir con relación a su comentario de antes—. Si me espera unos minutos, le preparo algo que solía tomar mi mejor amiga luego de hacer ejercicio.
—No tengo sed, pero me gustaría probarlo.
Halina asintió sin poder evitar que la piel se le erizara ante toda la ternura contenida en su voz. Así era... como le hablaba a sus pequeños pacientes. Se sintió tan feliz que subió la escalinata corriendo.
Elliot recogió hasta la última hoja en su ausencia. Halina le entregó la bebida en un termo de considerable tamaño —exagerar en las porciones sí que era algo habitual en ella cuando estaba nerviosa—, y él le regresó el rastrillo antes de darle las gracias.
Regresaron a sus respectivas viviendas sin cruzar ni una sola palabra más. Halina sentía una gran agitación en las entrañas.
Aquel jueves era tan lluvioso como cada día de esa semana. Halina llegó al aula con las botas llenas de barro tras meterse por accidente en una charca.
Recorrió las filas de asientos con papeles en mano, depositándolos con suavidad sobre los pupitres. Los niños soltaban desde suspiros de alivio, gruñidos inconformes hasta intensas risotadas triunfantes al comparar sus puntuaciones con las del niño a su lado. Halina estaba más concentrada en la comodidad que le aportaban el par de zapatillas que Olivia le trajo para que efectuara el cambio.
Su tutora le aseguró que las había olvidado una madre hacía muchísimo tiempo, pero sonreía como si le hubiera prometido a alguien que no hablaría de su verdadero origen. Olían a nuevo. Incluso olvidaron quitarle la etiqueta. Cierta persona tuvo la vista fija en sus pies durante todo el trayecto, como si intentara adivinar su talla, y en el primer receso, lo vio pasar junto al arce de la entrada casi a escondidas.
Halina le ordenó a su corazón que no latiera tan aprisa, pero no dejaba de sonreír como boba al pensar en un sujeto como él buscando un calzado que no fuera desfasado, pero no luciera tan glamuroso como para que alguien lo hubiera olvidado en una escuela.
—Algunos tendrán que esforzarse un poco más para el próximo examen, pero a otros les ha ido muy bien —anunció casi eufórica. Debía centrarse de una vez en lo que hacía.
Se pasó la noche corrigiendo pruebas llenas de una letra casi ilegible. Solo la de Madison no le causó ninguna dificultad. Su grafía no solo era cursiva y delicada, casi no contenía errores gramaticales.
—Felicidades, Madison, Sacaste la nota más alta —anunció a la pequeña con un tono de voz lo suficientemente alto para que los demás se enteraran.
Volvió a su asiento tras entregar los demás exámenes, pero la voz temblorosa de Madison la hizo llevar la vista en su dirección. La rubia niñita miraba el examen con angustiosa fijeza.
—¿Solo saqué A menos, señorita Moore?
—¡Ah, sí! Cometiste un pequeño error en una de las preguntas, pero comparado con las demás notas, esta... —Halina se levantó del asiento de un salto al notar que Madison rompió en llanto. Tal y como aseguró Elliot, algo en ella no andaba bien.
—Es que la madre de Maddy es muy exigente. He escuchado que la regaña si no saca una nota perfecta —explicó Sarah mordiendo un trozo de zanahoria.
Ahora que Katie no le dirigía la palabra, Ruby apenas comía con los malestares del embarazo, y las demás estaban obsesionadas con el ejercicio y la dieta, el grupo casi no se reunía en el comedor. La mayoría de los niños de la clase de Halina habían estado en la de Sarah el año anterior, así que a veces hablaban sobre cómo lidiar con sus rabietas. Su cercanía con Elliot parecía ya no ser novedad, pues ninguna le preguntaban nada al respecto.
—Pero eso es exigir demasiado a un niño. Es cierto que deben esforzarse por sacar buenas notas, pero es abusivo presionarlos de esa manera.
—A ella le ha funcionado. Maddy es la mejor alumna que ha pisado esta escuela —acotó Sarah encogiéndose de hombros—. Además, esa mujer tiene muy mal carácter. Yo te aconsejaría que no te involucres en su forma de criarla, o en su defecto, le digas a Stewart que hable con ella. Él sabe cómo lidiar con esos padres difíciles. Te aseguro que remediará la situación en un dos por tres.
El pecho de Halina cosquilleó de nuevo. Sentía la tentación de pedir ayuda a Elliot, pero prefirió hacerlo por su cuenta. Quería huir de situaciones que lo convirtieran en una especie de salvador y la empujaran más al abismo de la idealización romántica.
«... Como el VIH daña el sistema inmunitario, es más probable que las enfermedades transmitidas por los alimentos sean más graves, y duren más tiempo, en las personas seropositivas que en aquellas con un sistema inmunitario sano. La observancia de las guías sobre la seguridad alimentaria reduce el riesgo de esas enfermedades».
Halina colocó el teléfono a un lado del florero, tras terminar de leer aquella información de la web. No tenía idea de lo delicado que era todo eso de los microbios, bacterias y demás microorganismos que traían algunos alimentos que no eran procesados de forma correcta. Sería más precavida en lo adelante. No quería que Elliot se enfermara porque no tenía el suficiente cuidado en la cocina.
Agitó la cabeza y se haló los mechones de cabello con fuerza. Ya estaba pensando en él otra vez; pero no podía esperar otra cosa si buscaba información sobre ese tipo de temas todos los días.
Halina se levantó del taburete frente al desayunador, lavó sus manos por quinta vez desde que comenzó con la cena, midió la temperatura de la carne que tenía en la estufa y repasó sus defectos: silencioso, arisco, silencioso de nuevo... No le gustaban los pimientos. A ella tampoco, pero ese no era el asunto.
—¿Estás haciendo Tourtiére? —Halina se sorprendió tanto que colocó la mano sobre una de las ollas sobre la estufa por accidente. Se suponía que él nunca entraba a la casa si Elena no estaba allí.
—¡Lo siento! No quería asustarte —exclamó azorado al verla alejarla con expresión dolorida. Con suma presteza, tomó su muñeca y la llevó bajo el grifo—. ¡Oh, cielos! Está muy enrojecida. Avísame cuando te duela menos, Halina.
¿Dolerle? Halina ni siquiera recordaba cómo se sentía el dolor. La respiración agitada de Elliot contra su nuca, la calidez de su mano, que aún no había soltado su muñeca a pesar de estar siendo salpicado por el agua helada, y más que todo... su nombre, ¿por qué su nombre se escuchaba tan bonito pronunciado con su acento?
—Bien, creo que es suficiente. Elena suele tener ungüento, gasa y analgésicos en la casa. ¿Sabes dónde está el botiquín de primeros auxilios?
—En el baño. Tras el espejo.
—Entiendo. Siéntate aquí hasta que vuelva —sugirió guiándola hasta la caldeada sala. Halina asintió mientras tomaba asiento en uno de los sofás.
Afuera, se formaban pesados nubarrones en el cielo. Delgadas gotas de lluvia golpeaban contra el cristal tras la espalda de Halina. Su mirada se quedó fija en dirección al pasillo en el que él se perdió. Su espalda era tan amplia, sus brazos tan robustos y sus piernas... Sentía cada vez más calor.
Elliot regresó enseguida con lo que necesitaba para curarla, y tomó su muñeca para revisar bien la herida. Era una quemadura muy leve, ni siquiera debía preocuparse porque se ampollara, pero la trataba con mucho cuidado. Le preguntaba cada tanto si le hacía daño. Halina hubiera deseado quemarse el brazo completo si eso significaba que él la cuidaría con tanta delicadeza. Su parte racional le recordó que esa emoción que nacía en su pecho solo era la necesidad natural de sentirse protegida. No era amor. Solo le interesaba tenerlo cerca porque la hacía sentir bien.
Ajeno a sus reflexiones, Elliot aplicó el ungüento de áloe vera en el área enrojecida, cubriéndola con uno de los apósitos que encontró en el botiquín de primeros auxilios. Halina detallaba sus facciones contra su voluntad. Era la primera vez que podía ver su rostro tan de cerca.
Las cejas de Elliot eran pobladas y oscuras. El puente de su nariz tenía una curva inclinada que se parecía ligeramente a un gancho, tal y como esas esculturas romanas que vio en fotos alguna vez. Poseía un mentón espléndido debajo de aquella boca que... bueno...
Desvió la mirada para ya no observar aquellos labios rosáceos coronados por escasos vestigios de barba, pero no podía quitarle los ojos de encima. Examinó el pelo castaño oscuro en maravilloso desorden que se arremolinaba sobre su cabeza. Era tupido y muy lacio. Cubría su cráneo de una manera tan uniforme, que casi no podía distinguir la piel entre los mechones, excepto en esa parte... esa parte a la derecha de su cabeza dónde tenía una gran cicatriz.
Contuvo el aliento ante la posibilidad de que aquello tuviera que ver con su enfermedad. Él soltó su mano al terminar de curarla. Casi parecía evitar su mirada.
—No tienes que hacer eso siempre —dijo con precaución. Elliot señaló el termómetro que descansaba en la isla de la cocina y que ella usaba para verificar la temperatura de los alimentos. Desde tan cerca, era imposible no notar el sonrojo que adornaba sus mejillas. Su voz era tan apacible y baja que le concedía cierto aire infantil—. Mi doctor dice que nunca he estado tan saludable como ahora. Estoy seguro de que en buena parte se debe a lo cuidadosa que eres en lo que haces. No tienes que esforzarte más de la cuenta por mi bienestar; ya debe ser muy molesto cocinar para el vecino del sótano.
Halina sintió tantas cosas cuando lo vio sonreírle tras terminar sus palabras, que no supo si decirle que no le molestaba hacerlo, que le alegraba que su presencia allí lo ayudara a sentirse mejor, o abrazarlo y besarlo con tanta pasión como se lo demandaba cada parte de su cuerpo. Al final se decantó por una opción más segura. Se puso de pie luego de murmurar que debía terminar la cena. No se alejó de la cocina hasta que Elena regresó y se sentó a la mesa entre ellos dos, pero aun entonces la sensación no mejoró.
No podía comer, no podía hablar, no podía siquiera mirar a Elliot a la cara. Las mariposas en su estómago la hacían sentir saturada, y si no encontraba la manera de matarlas pronto, aquello terminaría muy mal.
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