Capítulo 13: Lluvia y sonrisas
Halina solo pisó el juzgado una sola vez durante el juicio contra su padre. Le pidieron que señalara el arma con la que él abrió la puerta y atacò a su madre. Al ver que no respondía, se le preguntó si las peleas y las agresiones eran comunes entre ellos. Tampoco pudo hacer aquello. Empezó a llorar de manera tan histérica que tuvieron que sacarla de allí de inmediato. Poco después, su padre fue liberado y recluido en una clínica psiquiátrica.
—¡Malagradecida! ¡Maldita niñata ignorante! Espero que recuerdes este día cuando te arrastres a pedirme asilo. —Halina observó por encima del hombro como su abuelo, atajado por un par de guardias, vociferaba todo aquello.
Habían conseguido una orden de alejamiento de trescientos metros tras un corto proceso penal. Olivia la envolvía con su brazo y empujaba con delicadeza para que no dejara de avanzar. Elena, Noah y ella la acompañaron en el proceso. Elliot hizo de testigo.
Mientras abordaban el auto de Noah bajo un cielo cenizo y ventoso, se escuchó una voz femenina gritar un "¡ojalá te mueras!" que sonó más a una amenaza. Era una de las tías de Halina. Los demás miembros de la familia no decían nada, concentrados en calmar a su patriarca, pero ella sabía que actuarían como si no existiera a partir de ese día. Eran unos expertos en echar a un lado aquello que ya no necesitaban.
Transitaron por las calles de Charlottetown, lejos del bullicio iracundo de Theodore. Halina permanecía con la cabeza recostada en el hombro de Olivia. Elena le acariciaba la mano izquierda como si quisiera sanar con su roce una herida invisible.
Estaba acostumbrada a ello, dijo Halina para tranquilizarla, pero nadie se acostumbraba a que te repudiaran y maltrataran quienes llevaban tu sangre. Solo ocultabas el dolor, solo lo enterrabas en lo más profundo de tu subconsciente, donde empezaría a echar raíces que agrietarían los cimientos de tu autoestima.
¿De verdad estaba siendo malagradecida? ¿No debía tener más compasión por una persona mayor? Además... Tal vez no era para tanto. El que le pegara de vez en cuando y no dejara de recordarle que era una carga, no era más que un efecto colateral por los beneficios obtenidos. Tal vez debió ser más paciente, tal vez, aunque le doliera, debía...
—Vayamos por helados.
—¿Helados? ¿Con este frío? ¿Por qué no pides un café, una taza de chocolate...?
Halina abrió los ojos y llevó la mirada hacia el asiento de copiloto. Para su sorpresa, aquella extraña petición vino de Elliot.
—No. Quiero helado. Hay heladerías abiertas en esta época del año, ¿no? Entonces comerlos no es tan loco como suena. ¿Tú no quieres, sustituta?
—¿Sustituta? ¿Qué forma de llamar a Halina es esa, Elliot? —preguntó el confundido doctor, pero él no le prestó ni la más mínima atención.
Las miradas de Elliot y Halina se encontraron a través del espejo retrovisor. Ella recordó haberle contado lo mucho que le gustaban. Había sugerido aquello como una forma de animarla.
—Sí... quiero —murmuró vacilante. De repente, la idea le pareció incluso atractiva y cobró más entusiasmo al decir—: Podemos detenernos en aquel bonito lugar al que me llevaron una vez, ¿se acuerdan?
—Bueno... Si eso es lo que quieren. —Olivia se encogió de hombros ante las palabras de su esposo. Esa fue la señal que Noah necesitó para cambiar de rumbo y dirigirse a su nuevo destino.
Halina no pudo terminar su helado, pero se sentía mucho mejor.
Al día siguiente, Halina tuvo que hacer un esfuerzo enorme para disimular su estupor. Elliot preparaba la mesa junto a Elena. Sentir el roce de sus dedos cuando intentaron alcanzar la sal durante el desayuno, fue lo único que la convenció de que no estaba soñando.
Cuando le preguntó a su casera sobre el extraño acontecimiento, ella le reveló que, tras dejarla en su cama después de hacer las compras, Elliot le pidió permiso para hacer de aquello una costumbre. Parecía tan contenta que Halina no tuvo ánimo de reclamarle por no consultarlo con ella antes.
La simple expectativa le producía un cosquilleo que no sabría describir como agradable o aterrador. Todo lo que sintió aquella mañana cuando él salió de la casa junto a ella, y no tres pasos delante como era lo usual, constituyó solo un bocado de lo que le esperaba en lo adelante.
Elliot seguía sin hablar mucho y escasamente la miraba, pero su corazón palpitaba con tanta fuerza, ahora que había abandonado los monosílabos y respondía a sus intentos de entablar conversación con frases completas, que llegó sofocada y con las mejillas teñidas de bermellón al aula.
Contrario a estar feliz por el cambio de actitud de Elliot, a Halina le asustaba la posibilidad de que comenzara a tratarla bien de repente, porque lo único que le parecía malo en ese hombre, era justo lo poco amable que era con ella.
«No, no, nada de eso. No comiences, Halina», se ordenó, moviendo la cabeza con frenesí.
Desde el día que Elliot la defendió de su abuelo, comenzó a temer que aquello que borboteaba en su pecho fuera algo más que agradecimiento o admiración, así como le ocurrió con su profesor de sexto, su compañero de primero de secundaria y el guardia de seguridad de su cafetería favorita.
Según el doctor Trembley, lo malo de no haber tenido una figura paterna confiable conforme crecías, era que terminabas buscando el amor y la atención de otros hombres como una forma de llenar ese vacío emocional, haciéndote vulnerable a enamoramientos fugaces que te dejaban con el corazón roto. Con el tiempo, Halina aprendió a despertar de dichas ensoñaciones, a comprender que solo se sentía enamorada de la protección que parecían ofrecerle; pero era mucho más difícil conseguirlo si tenías que ver a esa persona a diario, y para colmo, comían de la misma mesa.
Como si todo el tema psiquiátrico no fuera suficiente, aquel mal parecía ser de familia.
Adelina, su madre, era de Nueva Escocia, una provincia marítima de Canadá situada al sur de aquella isla. Quedó huérfana a los nueve años luego de que el auto de sus padres perdiera los frenos en mitad de la carretera. Consentida por sus familiares que temían que la carencia de sus padres la volviera taciturna y nerviosa, se convirtió en una muchacha alegre y desinhibida. Rebosaba de pretendientes, tuviera o no tuviera pareja.
A Harold eso lo sacaba de quicio. Sus arranques de celos lo volvieron famoso en la universidad. Cuando hablabas con Adelina al respecto, ella le restaba importancia. Tenía la vana esperanza de que su amor lo volviera un hombre apacible, pero si alguien cambió durante su tiempo juntos fue ella. Se convirtió en justo lo que sus familiares intentaron evitar.
No sería como su mamá. Halina no cometería el error de dejarse llevar por los sentimientos y terminar con alguien que solo le hiciera daño... o eso quería pensar. Las posibilidades de que aquello se descontrolara y su corazón tomara el mando eran abrumadoras, sobre todo porque, mientras miraba el reloj al fondo de la clase, no dejaba de desear encontrar a Elliot junto a la entrada de la escuela, con su dulce sonrisa y esos ojos selenitas que le quitaban el aliento.
No, no, no. Claro que no. Hacía menos de tres meses que lo conocía, y había lidiado con más silencio de su parte que con palabras agradables, ¿por qué sentía tanta ansiedad ante la idea de tenerlo cerca?
—Ya terminé, maestra. —Halina sufrió un sobresalto al escuchar aquella vocecita a su lado. Estaba tan sumida en sus pensamientos que no había escuchado la lectura de su alumno.
Agradeció al pequeño por su participación, y le pidió a la siguiente en turno que se acercara. Debía centrarse cuanto antes. No podía dedicar tanto tiempo a reflexionar en algo que debía tener una explicación más lógica que la de un enamoramiento fortuito.
—Muy bien, Madison. Puedes comenzar.
La niña comenzó a leer. Halina jamás se imaginó que alguien de su edad pudiera leer con tanta fluidez. La sorpresa que experimentó Halina fue tanta, que consiguió despedir el tema de Elliot.
—Increíble. ¡Eres muy buena lectora, Madison!
—Gracias, maestra Moore. —Halina esbozó una gran sonrisa mientras la seguía con la mirada. Madison era tan apacible, obediente y responsable, y lo mejor de todo, parecía que le caía bien.
Halina se quedó de pie a unos centímetros de la puerta semiabierta. Elliot se ofreció a cubrirla para que terminara algunos trámites pendientes en la dirección, así que no le sorprendía que a pesar de estar a solo minutos de sonar la campana de salida, el aula estuviera en completa armonía.
Afuera llovía a cántaros. La temperatura había descendido dramáticamente, pero con solo ver la sonrisa de Elliot mientras examinaba un dibujo en el pizarrón, Halina sentía una inmensa calidez recorriéndola de adentro hacia afuera.
—Mire, doctor Stewart. ¿Verdad que este dibujo es igualito a la maestra Moore?
—¿La maestra Moore? —dijo él de repente tocándose la barbilla. —. No lo sé. La maestra Moore es mucho más bonita. Tal vez si haces un cambio aquí y aquí...
—¡No, doctor Stewart! Dibuja muy mal.
—¿Ah sí? Parece que lo mejor es que siga como psicólogo entonces.
Los niños rieron mientras él masajeaba su nuca, fingiendo estar apenado. Halina también soltó una risita al asomar la cabeza y ver el dibujo que su autora, con el ceño fruncido, se esforzaba por arreglar. Fue solo cuestión de tiempo que sintiera esos ojos grises sobre ella y luego... una demoledora sonrisa que la dejó sin habla por unos instantes.
¿Qué significaba? ¿Acaso él intentaba transmitirle aquello que su pecho gritaba a viva voz?
—Aquí estás, sustituta.
Halina saltó en su sitio al escuchar la voz de Elliot a su izquierda. Contemplaba el dibujo de la pequeña que tuvo la gentileza de dibujarla con una corona y un vaporoso vestido de princesa.
El que hubiera ido por ella, al notar que no llegaba a la entrada de la escuela, le produjo un delicioso cosquilleo difícil de describir. Halina intentó enfocarse en que si bien sabía su nombre, no lo usaba, pero no podía odiarlo cuando tenía esa cálida sonrisa dibujada en los labios.
—Nada de lo que diga arruinará mi buen humor, doctor Stewart. Hoy hablé con una niña que me agradó. Justo me retrasé trabajando en su perfil.
—Madison, ¿no es cierto? Me extrañaba que no hubiera derramado su polvo mágico en ti aún.
Halina llevó la mirada hacia la carpeta que tenía abrazada al pecho, para confirmar si acaso Elliot leyó el nombre de la niña en su informe. No era así. En esos momentos examinaba un garabato de uno de los pupitres.
—¿A qué se refiere con polvo mágico? ¿Es una hadita del bosque o algo así?
—Me refiero a que es una niña muy bien portada. Todos en la escuela la aman.
Elliot recostó la espalda contra el pizarrón entrecruzando los brazos. Era un hombre imponente. Halina se sentía tan diminuta a su lado que se vio obligada a tragar en seco ante su escrutinio visual. Sus 1.65 metros y 52 kilos no eran nada comparados con los 1.87 metros y 85 kilos de él.
—Eso es muy bueno —luchó por articular—, sus padres deben estar muy orgullosos. Ojalá cada uno de mis estudiantes tuvieran una conducta tan buena como la de ella.
Halina intentó salir del aula, pero Elliot le cerró el paso arrugando el entrecejo. Sus ojos seguían muy fijos en ella. Extendió su brazo hacia la puerta, de tal forma que solo unos escasos centímetros separaban sus cuerpos.
—Los niños deben jugar, reír y hacer travesuras. El que un niño no haga esas cosas nunca es una buena señal, sustituta —soltó en conclusión antes de girar sobre sí mismo y ser el primero en salir del aula.
Halina acomodó sus cosas lo más rápido que pudo y salió tras de él, reparando con fugacidad en el dibujo que Elliot había estado observando: un árbol lleno de ramas puntiagudas, con un tronco que se ensanchaba justo en la mitad.
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