Capítulo 11: Desde el interior
Halina caminaba con paso vacilante. Tenía la tez pálida y el cuerpo tembloroso, pero se sentía mucho mejor que unas horas antes. Se ajustaba discretamente los vaqueros cortos que Lexie le prestó. No le importaba que esa ropa mostrara más de lo que solía enseñar, tenía otras preocupaciones más urgentes.
Respiró hondo y se detuvo. La chica de melena negra con luces rojas que la acompañaba hizo lo mismo. Estaban a pocos metros de la casa de su abuelo, ocultas por la oscuridad de la noche fría de principios de primavera. El ver a su mejor amiga, una persona tan extrovertida, mirarla con angustia en los ojos, le recordó el estado lamentable y nervioso en el que se hallaba.
—Estoy bien, Lexie. Puedes volverte desde aquí —dijo con un intento de sonrisa.
Por suerte, Lexie le dejó quedarse en su habitación hasta la hora en la que solía volver de la universidad; ni siquiera estar tumbada esas cuatro horas, lejos del lugar del horror, bastaron para tranquilizarse. Su estado de ánimo estaba lejos de ser bueno. Se sentía mareada y débil. No quería separarse de Lexie, ni mucho menos volver a esa casa donde solo empeoraría su estado emocional, pero no tenía más remedio que enfrentarse a su realidad.
—Prométeme que me llamarás si sigues mal. Prométeme que no vas a luchar con esto sola, Hal —susurró Lexie apretando su mano, abrazándola al oírla sollozar.
Halina le agradecía que no la abandonara, que no la juzgara como un monstruo desalmado a pesar de que así era como se sentía. Le agradecía tantas cosas que no podía expresar... Solo esperaba recuperarse lo suficiente para devolverle el favor.
Se separó de ella, respiró profundo y se dirigió hacia el lugar al que llamaba hogar, pese a que no lo sentía como tal. Dudaba haber sentido algún lugar así desde que tenía memoria.
La casa en la que vivía con sus padres era un campo de batalla. Los primeros meses después de lo ocurrido, pasaba más tiempo en el psicólogo que en casa o en la escuela. Cuando dieron libertad condicional a su padre tras declararlo demente, hasta que cumplió dieciséis, estuvo viviendo con los pocos familiares que tenía su madre en ese país. Con ellos aprendió a cuidar de una casa, a cocinar y hasta lo básico para cuidar de un bebé, ya que su tía vivía cerca y tenía gemelos.
En ese entonces, sus familiares estaban encantados con lo laboriosa que era. Sus padres decían que a las personas holgazanas nadie las quería, así que Halina se esforzaba por hacer lo que hiciera falta para caerles bien. En el fondo eso le beneficiaba. Estar ocupada le ayudaba a no pensar en lo cruel de su destino, a sentir que había cosas que todavía estaban bajo su escaso control.
Cuando terminó la secundaria, su vida dio un nuevo giro: su abuelo paterno y las hermanas de su padre le propusieron irse a vivir con ellos con la promesa de pagar sus gastos de la universidad. En ese entonces, su abuela materna estaba tan enferma que apenas podía hacerse cargo de ella. Al final, se fue a vivir con personas con las que no tenía relación previa, y que si bien cumplieron su promesa de ayudarla con sus estudios, le hicieron descubrir por qué su padre era un psicópata.
—Menos mal que llegaste, Halina. Nos morimos de hambre. —Llevó la mirada al lugar donde dos de sus tías paternas, sus hijos y sus esposos veían televisión en el salón, y estuvo a punto de soltar una maldición. Tenía la vana esperanza de colarse escaleras arriba sin que se dieran cuenta de su presencia, pero al parecer, ese día no podría librarse de ellos.
—Lo siento, pero hoy no podré hacer la cena. Tengo muchos quehaceres de la universidad y una de las chicas de mi grupo...
—Pero eres la mejor cocinera de esta casa —protestó la hija menor de su abuelo. Era casi de la edad de Halina, pero ya tenía un hijo y varios meses de gestación del segundo—. Vamos, a los niños les encanta la pasta que haces. Solo serán unos minutos de tu valioso tiempo.
Halina sabía que la razón por la que querían que cocinara no era que lo hiciera mejor, sino que no querían hacerlo, pero a esas alturas, y como simple invitada permanente en esa casa, no podía negarse.
Les pidió que sacaran los ingredientes del refrigerador mientras dejaba sus cosas en la habitación, ansiosa por meter la blusa que escondía en el interior de su bolso en la lavadora, y así eliminar las manchas escarlatas en ella. El vaho de la sangre seguía impregnado en su nariz, a pesar de que sus manos estaban limpias. Halina temblaba. El recuerdo de sus dedos ensangrentados le revolvía el estómago.
Solo fue un accidente. Algo que hizo por el calor del momento, llevada por la indignación, pero aun así... aun así...
Colgó las piezas de ropa para que se secaran y regresó a la estancia. Su corazón le martilleaba el pecho. Halina se mordió la lengua al comprobar que aún estaban frente a la pantalla sin haber hecho el más mínimo caso a su petición. Una montaña de trastos sucios en el lavabo le dio la bienvenida, a pesar de lo bien que limpió antes de irse a la universidad.
Sintió la ira subiendo como lava desde sus pies, pero recordó lo que había hecho solo unas horas antes, gobernada por la indignación, y su enojo se transformó en terror. Abrió la llave del lavabo y restregó sus manos compulsivamente. Todo le daba vueltas.
«¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío! Esto no puede ser real».
El agua del grifo se escapaba entre sus dedos, confundiéndose con sus lágrimas. Si sus familiares se enteraban, la mandarían al mismo lugar que a su padre. Sus esfuerzos por graduarse y dejar atrás su pasado quedarían destruidos por haber seguido sus impulsos una única vez.
Consiguió calmarse después de llorar en silencio y se encargó de los quehaceres lo más rápido que pudo. Quería subir a su habitación y quedarse encerrada hasta la mañana siguiente, pero supo que sus planes no resultarían al escuchar la voz de su abuelo en la estancia.
Theodore Moore, era alto y de ojos negros, aunque andaba un poco encorvado. La cojera en una pierna y una personalidad explosiva eran los recuerdos que le dejó su participación en la batalla de Normandía durante la Segunda Guerra Mundial. Tuvo cinco esposas a las que engañó y maltrató en incontables ocasiones. Su padre era el resultado de una de sus innumerables aventuras, y también aquel que tuvo que probar de manera más directa su desprecio y puñetazos. Halina tenía el tabique de la nariz ligeramente desviado después de que él estampara su cara contra la pared tras llegar tarde de una cita con su novio. Exnovio más bien.
En resumen, vivir con su abuelo implicaba estar bajo el estado más destructivo de su padre de forma permanente. Nadie en la casa se salvaba de sus reproches y malos tratos, pero era la hija del bastardo que absorbía sus recursos desde las sombras, según sus propias palabras, la que recibía la peor parte.
Después de ser humillada y acusada de ser una holgazana y vivir en las nubes por el lapso de una hora, Halina comenzó a subir las escaleras llevándose su porción; no creía comer nada con lo revuelto que tenía el estómago.
Se dejó caer en la cama tras colocar su plato en el escritorio. Sus manos temblaban sin parar. Aún las veía teñidas de rojo, su párpado derecho temblaba. Su corazón estaba acelerado también. Aquel nudo en su estómago no desaparecía.
No era como ellos, sabía que no era como su papá ni como su abuelo. Ella no podría matar a nadie, ella no atacaría a nadie gobernada por la ira.
«¿Y cómo le llamas a lo que acabas de hacer?».
Halina comenzó a hiperventilar y llorar profusamente. Se encerró en el baño y permaneció sentada en la bañera tratando de normalizar su respiración, mientras se clavaba las uñas en los brazos.
«Frunce los labios y cubre una de tus fosas nasales y la boca durante unos minutos. De esta forma inspirarás la mitad de aire, y controlarás tu respiración», recordó le había recomendado la enfermera que la atendió tras lo ocurrido. Halina intentó controlar la cantidad de aire que entraba a sus pulmones, pero todavía le faltaba el aliento: sentía la necesidad de coger oxígeno en grandes bocanadas, y temblaba, temblaba demasiado. Le hormigueaba cada parte del cuerpo, su visión se estaba nublando, parecía como si alguien presionara con fuerza su pecho. Sentía que se iba a desmayar.
Continuó exhalando mientras la recorría un intenso escalofrío. Después de un par de minutos, solo quedaba uno que otro reflejo involuntario de sus sollozos. Halina aprovechó que estaba allí y tomó un largo baño sin quitarse la ropa. Nadie la echó de menos en ese tiempo a solas.
Se sentó frente al escritorio y trató de comer. Su cabello aún goteaba, pero ya respiraba bien. Tomó el primer bocado de su cena y no le supo tan amargo como suponía. Se animó a tomar uno más y pensó en que, si bien tal vez no terminaría el plato, era bueno que su estómago tolerara mejor la comida.
Vio la pantalla del celular encenderse debajo de la almohada, y recordó haberlo dejado allí con sus demás cosas la primera vez que entró a su cuarto al regresar a la casa. Tomó el teléfono, dispuesta a asegurar a Lexie que no debía seguir angustiada, dejándolo caer al suelo al ver la imagen en la pantalla: la confirmación inequívoca de que no debía, bajo ninguna circunstancia, confiar en nadie jamás.
Halina dejó que su teléfono repicara hasta el fin de la llamada. Cualquier notificación que recibiera después de las cinco de la tarde activaba sus alertas y revivía sus traumas. Temía que se tratara de alguna mala noticia, de algo de lo que por nada del mundo debía enterarse.
Era lo que pasaba cuando tu exnovio colgaba en su muro las fotos íntimas que te tomó sin consentimiento, con mensajes como "puta", "asesina" y otros insultos hirientes. Desde entonces, Halina decidió no fotografiarse nunca más, sin importar quién se lo pidiera o en qué circunstancias se encontrara. No quería confiar en nadie. Era cierto que ella le había hecho un daño irreparable en el ojo izquierdo, pero él acabó con lo poco que le quedaba de autoestima para siempre.
Caminó hacia el diminuto baño de su habitación y tomó los medicamentos de varios de los frascos tras el espejo: antidepresivos, ansiolíticos, antipsicóticos, tranquilizantes y demás. Debía tomarlos a diario para evitar una crisis nerviosa.
Según le explicó el doctor Trembley tras recuperar el sentido, ver las imágenes en su teléfono provocó en ella lo que llamó "fuga disociativa", una forma poco frecuente de amnesia en la que la persona se escapa de una profunda angustia o vergüenza desconectando sus sentidos de la realidad. Le pasó lo mismo tras lo ocurrido con su madre, por eso no recordaba casi nada de la semana siguiente.
Estar sola era un caldo de cultivo para los recuerdos desagradables, y, por tanto, un factor de riesgo para una nueva disociación. Su psiquiatra le aconsejó hablar con Lexie u Olivia cuando se sentía inquieta, y si ambas estaban tan ocupadas como en ese momento, leer un libro, dibujar o salir a correr. Esa tarde haría lo tercero, aprovecharía que Elena estaba visitando una pariente y saldría a dar una vuelta a la manzana.
Le tomó un buen tiempo conseguir que su resolución se convirtiera en acción. Le costaba despertarse en las mañanas, solo hacía las cosas porque era su obligación, y en cuanto llegaba a su cabeza algún pensamiento del pasado, terminaba cediendo a las lágrimas sin importar dónde se encontrara o qué hacía. Era como si los sentimientos negativos jamás hubieran desaparecido, como si cada uno de sus progresos se trataran de una mera ilusión momentánea.
El viernes anterior incluso tuvo que abandonar el aula porque no era capaz de controlar su llanto.
Elliot la encontró en el pasillo y la animó, con una amabilidad inusual en él, a que tomara algo de aire fresco en el patio de la escuela mientras él se encargaba de los niños. Eso fue lo mejor. Cada que intentaba calmarse y volver a sus labores, acababa llorando incluso más. Solo quería marcharse de la escuela y meterse entre las sábanas.
Olivia no tardó en salir a su encuentro y llevarla a casa, sin duda porque Elliot le contó el estado en el que se encontraba. Habían transcurrido dos días desde entonces y no se sentía mejor. Temía abandonar el trabajo porque no podía lidiar más con su aversión hacia la vida.
Con mucho luchar, arrastró su cuerpo hasta la puerta. Con suerte terminaría tan cansada por el ejercicio que se dormiría enseguida. Lo último que quería era estar agotada y ojerosa en el trabajo al día siguiente, si es que conseguía asistir.
La muerte del papá de Lottie revivió todos aquellos sentimientos dolorosos que tenía enterrados, y ahora, mientras descendía las escaleras sin fuerzas, teniendo que repetirle a su cuerpo que no podía seguir así, se preguntaba si algún día podría liberarse de aquella herida invisible que la dejaba tan dolorida, o sí, tal y como temía, estaba condenada a repetir los errores de sus padres una y otra vez.
—Así es, aquí vive la señorita Moore. De hecho, ahí está.
Halina se giró en dirección al patio frontal de la casa al escuchar la voz de Elliot a poca distancia. Un grito se atoró en su garganta al reconocer al anciano con el que hablaba.
Ni siquiera pudo reaccionar durante los siguientes segundos. El ardor de sus ásperos dedos contra su mejilla la hizo colocarse contra la puerta. No estaba segura de como su abuelo ascendió la escalera tan rápido a sus sesenta y tantos, pero sabía que solo era cuestión de tiempo para que comenzara a gritarle.
—¡¿Hasta cuándo pretendes seguir con este juego?! ¿Acaso no te cansas de traer vergüenza a nuestra familia?
—No estoy jugando, abuelo. Después de lo ocurrido yo...
—¿Lo ocurrido? ¿Hablas de que seas una puta desvergonzada que ni siquiera es capaz de saber con quién se revuelca? Eres igual a tu madre, no hacen más que abrirle las piernas al primero que se lo pide y luego huir de las consecuencias.
Halina cerró los ojos con fuerza al verlo levantarle la mano otra vez. Su abuelo, ese hombre que trataba de mostrarse como alguien justo y correcto, era la razón por la que su padre creía que a las mujeres debía doblegárseles a base de puños y patadas.
Debería morirse. Él también debería morirse. Ella... debería matarlo de una buena vez.
«Empújalo».
Halina sintió como le sujetaban la mano con la que se disponía a empujar a su abuelo escaleras abajo. Llevó la vista en la dirección en la que Elliot mantenía el puño de Theodore en alto con la mano que le quedaba libre.
Su postura firme y su rostro adusto provocó que Halina se sintiera intimidada. Su abuelo también parecía amedrentado. Tal vez ella estaba indefensa ante sus ataques, pero un hombre de la edad y complexión física de Elliot no era alguien con el que en su sano juicio alguien quisiera meterse.
—¿Q-qué haces? —preguntó el anciano intentando soltarse de su agarre.
—Señor Moore, no creo que pegarle a una mujer sea la forma de resolver los problemas —contestó con voz firme, pero apacible—, ¿por qué no hablan con tranquilidad y entonces...?
—¡No me digas! También se revolcó contigo, por eso la defiendes. ¡Eres una...!
—¡Ya basta! No puede venir a su casa a tratarla de esa manera. Si no se marcha ahora, llamaré a la policía. —El grito de Elliot consiguió erizar el vello de la nuca de Halina. Era la primera vez que escuchaba una voz tan potente que no provenía de alguien de quien sentía debería huir cuánto antes. Su abuelo parecía haber perdido las ganas de provocar una discusión. Nunca lo había visto sin saber qué responder.
—Olvídalo. De todas formas, esta cualquiera no vale la pena. Nunca fue más que una carga. Me alegra haberme deshecho de ella. —Su abuelo volvió a tirar de su brazo para soltarse, pero esta vez, Elliot accedió a dejar que se fuera—. Tu padre... —Continuó escupiendo el anciano sin quitarle los ojos de encima a Halina—: no vale la pena que haya perdido el juicio por mujeres como ustedes.
Tras soltar aquel último chorro de veneno, Theodore volvió cojeando a su auto, estacionado junto a la acera. Elliot regresó a su departamento una vez lo vio perderse en la distancia. Halina permaneció allí, con unas ganas horribles de dormirse para siempre.
Esa era la manera en la que su abuelo le pedía que volviera, en la que intentaba convencerla de que todo lo ocurrido era su culpa, que solo debía olvidarlo. Tenerla en su casa, según parecía, era la manera en la que él lidiaba con su propio remordimiento, en la que se convencía de que no era su culpa el que su hijo estuviera en esas condiciones. Sí, era su culpa. Era su culpa el que su padre fuera un maldito demente.
Se dejó caer en el último escalón, en el mismo que en ese momento estaría manchado de sangre si Elliot no la hubiera detenido. Ocultó su rostro entre sus piernas y comenzó a llorar, maldiciendo su instinto asesino. No quería ser como él. Ella no quería... ella no quería ser como su padre.
Elevó la mirada al sentir el roce helado de una compresa contra su mejilla. Elliot, sentado en uno de los escalones inferiores de la escalera, la sostenía con ojos compasivos. Halina ni siquiera se dio cuenta de cuando regresó.
—Esto evitará que se inflame. Tal vez debas usar algo de maquillaje mañana para que los niños no se preocupen.
—Sí. Muchas gracias —susurró casi sin voz, tomando el objeto que heló sus dedos al instante. La brisa otoñal les agitaba el cabello.
—Halina... nadie tiene derecho a decirte si vales la pena o no, eso es algo que solo tú puedes decidir. No dejes que los comentarios ajenos te afecten. —Escuchar a Elliot decir su nombre por primera vez en dos meses, fue más reparador que cualquier medicina. Sus ojos grises se volvieron cálidos y comprensivos. Ya entendía cómo se sentían esos niños cuando él los miraba.
La gélida brisa del crepúsculo helaba el resto del cuerpo de Halina, mientras el dulce aroma de la menta los envolvía. Sus manos temblaban de frío, pero las palabras de Elliot le mantenían caliente el corazón.
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