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Prólogo

En la quietud de una fría mañana de otoño, el campo consumido por la espesa neblina que todo lo pinta de gris, se convierte en el escenario de un duelo inevitable.

La mansión de Blackthorn Hall ni con toda su imponencia en lo alto de la colina, consigue bloquear por completo el paso de los primeros rayos de la luz matinal. Luz que enmarca los perfiles de Nate Langstone y el Conde Edmund Deveraux, quienes pronto romperán la quietud con dos disparos que definirán el final de la trama. El viento helado corre por entre las piernas de los cuatro hombres que se han reunido a un lado del robusto fresno que corona el campo.

Gem tiene razones de sobra para arder en rabia, con los puños apretados y los dientes castañeando toma el arma destinada al duelo que acabará con su vida y la de Nate Langstone, el personaje secundario de un romance de regencia.

Todo el trabajo que ha hecho tratando de protegerlo no ha servido de nada, la bandera de muerte ha sido levantada y Gem no sabe cómo salir de esta.

Si tan solo Nate le hubiera hecho caso, si tan solo hubieran escapado en dirección contraria, no tendrían que notar en las manos el peso de una condena o una salvación.

«Ni siquiera sé cómo se usa esto, Nate. Vas a hacer que nos maten, grandísimo idiota» piensa mientras trata de empuñar el arma de un solo tiro, idéntica a la que el Conde Deveraux debe tener en sus manos en ese mismo instante.

El asistente del duelo da un paso hacia atrás e insta a Gem a tomar su posición, él obedece y cierra un momento los ojos antes de inhalar con fuerza.

Delante de él, el Conde Edmund Deveraux lo observa, frío y altivo. La brisa arrastra el aroma a tierra húmeda y pólvora, y Gem siente un escalofrío que no tiene nada que ver con el frío.

«No tenías que aceptar esto» le había dicho a Nate anoche, cuando aún estaban a salvo dentro de su mansión. Pero Nate había sido inflexible.

—Llegó la hora, Langstone —La voz de Edmund corta el aire. Es grave, medida, y tan cortante como la hoja de una navaja—. Has sido un cobarde toda la vida, siempre huyendo, siempre escondiéndote. Estoy sorprendido de que esta vez decidieras hacerme frente.

Gem alza la vista, la imagen del Conde le roba el aliento. Todo en Edmund es impecable: desde su postura hasta la forma en que sostiene la pistola con una mano firme. Sus ojos de un café rojizo como sangre oscura reflejan un rencor contenido que echa por tierra la fachada estoica de su semblante. Gem ha llegado a reconocer las grietas en esa máscara y le duele el potencial desenlace. Si Nate muere aquí y ahora, el final del Conde es de un sabor amargo.

Merecido para un villano, injusto para el hombre agrietado que ha llegado a conocer.

El asistente del duelo da un paso al frente.

—Caballeros —dice con voz firme, juntando las manos enguantadas en el aire—. Espalda con espalda, por favor.

Gem se da la media vuelta y nota cada músculo tensarse cuando la espalda de Edmund se pega a la suya y el calor del hombre le repta por la nuca.

Gem se traga las lágrimas, las piernas le tiemblan y se pregunta qué tan factible es aún echara correr y no volver a mirar hacia atrás. ¿Cambiaría algo la narrativa o solo empeoraría el final de Nate? El peso de la pistola en su mano parece mayor con cada segundo que pasa. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Qué puede hacer para cambiar esto?

—Diez pasos, por favor.

«Uno...»

La cuenta comienza. Cada número golpea como un tambor en su cabeza. Gem avanza entre la hierba alta y húmeda por el rocío.

«Dos...»

No sabía con quién estar más enojado en este momento, a quién culpar. Nate sin duda tampoco quería este final ¿Pero no había sido empujado hasta este extremo? El Conde había comprado las minas de los Langstone hacía semanas, un movimiento que atrapó a Nate en una red de humillación y control. Buscar una salida con Theo Hargraves había parecido una buena idea...

«Tres»

No lo fue.

Gem se maldice por inútil. Siempre supo que esta tarea le quedaba grande pero tampoco había tenido más remedio desde que la novela se lo tragó.

¡Ojalá nunca haber entrado a esa tienda!

Él no tenía nada que ver con Nate ni con el conde ni con Lady Rosé, la protagonista. Solo había sido un lector curioso tratando de evadir su propio mal de amores.

Si hubo un culpable entonces era él mismo por haber aceptado aquella inocente petición.

«Ocho...»

¿Morirá aquí cuando Nate reciba el disparo?

¿Podrá volver a su realidad o él también verá su final en el cuerpo de este personaje secundario?

«Nueve»

—El Señor está cerca de los que tienen quebrantado el corazón; él rescata a los de espíritu destrozado —grita Edmund, el tono de su voz quebrado.

«Diez»

Ambos se giran al mismo tiempo. Gem levanta la pistola. El disparo de Edmund rompe el silencio como un trueno.

Gem solo piensa en que, si sobrevive, matará al anciano que le dio el libro.

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