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capítulo 9

La espero recostado en el capó de mi auto con dos vasos de café a punto de enfriarse. Hacía diez minutos que me envió el último mensaje que confirmaba que ya estaba lista, pero aún no baja. Ya se hace tarde, y Pedro fue bastante preciso al decir que nos quería en casa de los nuevos patrocinadores a las 9:30 empunto.

Puedo subirme al auto, enviarle un mensaje diciéndole que ya no la puedo esperar más y luego irme. De igual forma, la podría ver allá. A fin de cuentas, no tengo por qué esperarla, porque solo somos amigos y ya hay otra persona que vela por su bienestar.

Pero no lo hago. Me arriesgo a recibir un regaño de Pedro, un descuento de mi sueldo y una amonestación de televisa solo por esperarla. Algo en mi interior protesta con la decisión, y para mi sorpresa, es esa misma cosa que protestó un par de meses atrás, cuando no pude alejarme de Dulce al descubrir que ya estaba con alguien más.

Irónicamente, una parte de mi mente es consciente de las coincidencias de ese momento con este, puesto que también sé las consecuencias que tendría la decisión, y aún así, estoy decidiendo quedarme por ella.

La vibración de mi móvil me obliga a hacer malabares para sacarlo del bolsillo del saco sin derramar los cafés. La pantalla se ilumina con un mensaje de Dulce y justo cuando me dispongo a leerlo, el claxon de un auto llama toda mi atención.

Levanto la vista intrigado solo para descubrir que a pocos metros de mi auto se ha estacionado una camioneta BMW que, para mi mala suerte, conozco muy bien.

La música a volumen máximo y el sonido insistente del claxon desconectan a mi mente un poco, pero no lo suficiente como para no entender el mensaje dibujado en medio de la situación. La realidad me golpea de manera abrupta y me deja sin aliento un segundo que parece eterno.

Si escuchar el sonidito de mensaje en el móvil me pareció tranquilizador, ver la camioneta de Guillermo Ochoa al lado de mi auto fue un golpe certero en las costillas.

Pero ese golpecito no se compara con lo que vino después. La puñalada que recibió mi corazón en cuanto Dulce abrió la puerta de su casa y corrió a paso ligero hacia el carro de su novio, sin siquiera detenerse a ofrecerme una explicación.

Más duro aún fue el instante en que me sentí perdido en su mirada nublada por las dudas e inseguridades. Fue terrible la manera en que huyó de la mía, que pedía a gritos una explicación para tan repentino cambio.

Sus labios dibujaron un «Lo siento» antes de darse la vuelta y abrir la puerta. Porque sí, señores, Guillermo Ochoa no podía bajarse para ayudarle a subir.

El auto arrancó un rato después, y mientras veía cómo se alejaba, mi parte racional entendía que había sufrido la peor humillación de toda mi vida.

Y me la había buscado yo, por seguir detrás de alguien que vive con miedos, por esperar una sonrisa de quien prefiere ser la actriz de su propia vida, por el simple echo de estar enamorado de alguien que ya ha demostrado no sentir nada por mí.

A Guillermo no le podía decir que no porque se enojaba, y a mí era fácil cancelarme sin tacto porque sabía que siempre iba a estar ahí, dispuesto para cuando me necesitara.

Quizá era una señal, pero en ese momento no lo entendí. A lo mejor una advertencia que no me llegó a tiempo, porque si en ese instante tomaba la decisión de no insistir más, me hubiera evitado vivir la peor tormenta de mi vida.

Subí al auto aún aturdido por la línea de acontecimientos recientes, y empecé a conducir sin rumbo fijo con la viva imagen de Dulce caminando en dirección opuesta a la mía. Con el vacío inmenso en su mirada cuando se cruzó con la mía, y con la frialdad con que prefirió evadir mis interrogantes.

Era la primera vez que teniéndome en frente, se iba tras alguien más.

Era la primera humillación, el primer desconcierto y el primer «Lo siento» sin mirarme a los ojos.

Ese día, a mi pesar, no entendí que, por miedo, siempre preferiría irse con alguien más antes que conmigo.

Podía dejar de hablarle, alejarme de ella y hacer hasta lo imposible por olvidarla. Podía marcar una línea entre nosotros, establecer un nuevo conjunto de reglas que nos permitiese hablar solo por temas de trabajo, dejarle claro que no era un juguete al que podía tirar a la basura cuando veía a otro forrado con papel plateado al lado. Podía vivir el resentimiento y la decepción en su máximo esplendor, y podía guardarle rencor, porque un desplante de este tipo no se debe perdonar jamás.

Para alivio de unos y desgracia de otros, no tomé ninguna de las opciones acordes a la situación. Mi corazón volvió a interponerse ante la razón, buscando justificar su humillación con uno y mil motivos incoherentes. Decidió no odiarla ni guardarle rencor, porque estaba perdidamente enamorado; la perdonó pese a no estar acostumbrado a recibir estos golpes bajos y no se alejó, ni marcó distancia.

Mi terco corazón siguió fiel a su promesa de intentar enamorarla, y al día siguiente, cuando Dulce María Espinosa tocó la puerta de su camerino con una tasa de café expreso y una porción enorme de galletas con chispas de chocolate, la dejó pasar. Cuando intentó explicarle la situación con escusas baratas y lamentos torpes, se encargó de que mi boca, adormecida por esos latidos intermitentes de mi pecho, le dijera.

–No pasa nada, Dul. Todo está en orden.

–No sabes cuanto me tranquiliza escucharte, Chris. Eres mi mejor amigo y te quiero un montón.

Sonreí con nostalgia, porque dolía seguir entusiasmado con alguien que ya había dejado claro que solo me quería como amigo.

Christopher Von Uckermann había resultado ser un conformista, que, por miedo a perder momentos con ella, enterraba sus sentimientos en lo más profundo de su alma.

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Estoy a su lado cuando un par de semanas después, es internada en el hospital por una fuerte neumonía que hace que se pierda la celebración de su cumpleaños y un par de conciertos por la república.

Su novio, que se supone debería estar aquí, no llega la primera noche, ni a la mañana siguiente, ni la noche que sigue. Soy yo quien se escapa de las grabaciones para hacerle compañía.

Vemos series dramáticas, le cuento cosas estúpidas y jugamos muchas partidas de cartas. Tengo la oportunidad de detallarla cuando duerme, de acariciar su cabello y velo por sus sueños.

Dul no puede cantar, pero el Show debe continuar. Así que sin ella partimos al norte el fin de semana y los conciertos sin ella no saben igual. Extrañar su voz en las canciones hace que tenga una urgencia extrema por volver a México cuanto antes, así que pese a estar agotado, cuando termina la primera presentación tomo un bus que me lleve a verla.

No me importó que el viaje estuviese programado para la mañana siguiente, ni que se tuviese prevista una sesión de fotos antes de partir. Pasé por encima de la autoridad de pedro y dejé a mis compañeros por ella.

Al llegar a México no fui a mi casa. Con maleta y ropa de concierto llegué al hospital, ansiando el momento de volver a escuchar su voz y ver su sonrisa.

–¿Qué tal, Chris? –me saludó Mari, una de las enfermeras de turno–, te había echado de menos. ¿Por qué no viniste?

–Estuve fuera un par de días por los conciertos, pero ya estoy aquí. ¿Cómo está ella?

–también te extrañó –sonreí a medias, queriendo ocultar esa sensación de inconformidad que abarcó mi pecho–. Pero ya está mejor, creo que mañana ya podrá irse a casa.

–Gracias al cielo ¿puedo pasar a verla?

–Por supuesto.

Le regalé una sonrisa antes de adentrarme al pacillo que me conducía a la habitación de Dulce y justo cuando estaba por abrir la puerta, me topé de frente con su novio que venía de salida.

Él se frena, yo también. Me dedica una sonrisa descarada que respondo con un levantamiento ligero de ceja.

En cuanto nuestros ojos se chocan me reta con la mirada. Supongo que quiere intimidarme, pero lo que consigue es que levante la cabeza y afiance el contacto visual.

–Buenos días, Guillermo. No sabes que gusto me da verte.

–¿Qué haces aquí?

–Vengo a ver a Dulce –rueda los ojos–, más bien, eso debería preguntarte yo a ti ¿qué haces aquí?

–he venido a ver a mi novia ¿no es evidente?

–Y Se puede saber ¿por qué recién?

–No tengo que darte explicaciones, idiota. Si querías saber como está, déjame decirte que está muy bien y no necesita nada.

–Voy a comprobarlo ¿me permites? –digo antes de retomar mi camino.

No puedo pasar por su lado, puesto que emplea esa fuerza descomunal de arquero para llevarme contra la pared.

–Tú no vas a ir a ningún lado, imbécil. Que te quede claro de una buena vez que con ella ya has perdido tu oportunidad –empieza susurrando–. Aunque... pensándolo bien, nunca has tenido una oportunidad.

Sus palabras son un golpe bajo, pero lo disimulo ejerciendo la misma cantidad de fuerza por soltarme.

–Quien no sabe aprovechar la oportunidad que tiene eres tú. He venido a verla y ni tú ni nadie lo va a impedir.

–No te necesita y yo no quiero verte por aquí.

–Lo que tu quieras me importa muy poco ¿sabes? Mi rey, podrás cumplirte muchísimos caprichos, y habrá quienes quieran complacerte también, pero yo no pertenezco a ese grupo. Tus deseos me vale muy poco, así como a ti te vale el bienestar de Dulce.

–Escúchame una cosa, Christopher. Mientras tu la persigues como un perro faldero, yo la tengo a mis pies y si yo quiero, ella no te vuelve a hablar en la vida.

Me río, porque dudo mucho que Dulce pueda hacerle caso en algo como eso.

Me río sin saber que, en su afán por mantener su relación perfecta, es capaz de eso y mucho más.

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