Capítulo 23
♦ Christopher ♦
–Traje pan de queso y pan dulce, mi amor –tiro las llaves del departamento en la isla del comedor–. ¿Dónde estás?
No tengo respuesta. Dejo la bolsa de pan en el mismo lugar y camino a nuestra habitación. La luz está encendida, así que doy por sentado que está allí.
Nos mudamos hace poco, pero mientras camino experimento una sensación de familiaridad absoluta. Cada mínimo detalle, su olor a vainilla que se mezcla con el mío impregnado en todo el lugar y el echo de saber que es "nuestro" espacio hacen que se sienta como si hubiese vivido aquí años.
–¿Me estuviste llamando? Me quedé sin batería y para colmo, se me ponchó una llanta. Yo no sé qué karma estoy pagando.
–Son casi las 10 de la noche, Christopher –me dice desde la cama y usa un tono extraño–. Fuiste al súper a las 3 de la tarde.
–Por eso. Se me jodió la llanta, no tenía batería y...
–¿Cuántas excusas más vas a inventarme?
–¿Qué pasa?
Me acerco lento hacia ella al toparme con sus ojos hinchados, como si hubiese llorado a cántaros toda la tarde. Odio verla así.
–¿Por qué lloras?
Creo que algo se rompe en mí cuando frena mi intento de acercarme poniendo sus manos en alto con las palmas al frente. Se yergue sobre la cama, toma aire, lo expulsa, y toma una revista que tenía al lado.
–¿Qué pasa? ¡pasa que no soy una estúpida! Y a mí no me van a volver a ver la cara nunca –su voz, cargada de rabia, se rompe a causa del llanto que la golpea–- ¿Se te jodió la llanta o estabas con ella?
–Dul... yo no te entiendo. ¿De qué hablas?
–¡Hablo de esto! maldito imbécil. Te odio –me grita, arrojándome la revista a la cara.
Cuando la recojo del suelo, observo confundido la página que está abierta y manchada con gotas de lo que aparentemente son lágrimas.
Tomo aire, cierro los ojos y vuelvo a abrirlos.
La página en cuestión tiene una foto mía con Belinda en la discoteca a la que fui para celebrar el cumpleaños de uno de mis amigos hace exactamente dos días. En la imagen nos estamos abrazando, y supongo que la tomaron cuando se acercó a saludarme.
"Donde hubo fuego, ¿cenizas quedan?: Christopher Uckermann y Belinda son captados en romántico momento en discoteca exclusiva".
Es el encabezado que acompaña a la imagen. Debajo, yace un artículo que no me detengo a leer y más bien, reafirmo porqué odio tanto a la prensa amarillista. La gente no debería consumir estas mierdas, porque todo lo que se dice es falso, y los periodistas no se dan ni el mínimo afán de comprobar las cosas.
Ellos no me conocen y tienen que vender, a fin de cuentas, en eso consiste su trabajo ¿no?
Pero ¿Dulce?
–¿Desde cuando me engañas con ella? –inquiere limpiándose las lágrimas con furia.
Tiro la revista al suelo y le miro, intentando que mis ojos digan todo lo que tengo atascado en la garganta.
Su mirada, en cambio, no me devuelve amor, ni calma, ni seguridad. Es una mezcla de decepción, rabia, y muchas otras cosas que no puedo ni quiero descifrar.
–Es que mirarte a los ojos me da asco –aparta la mirada, y algo se siente pesado en mi pecho–. ¡Prometiste que nunca me lastimarías! ¿por qué lo hiciste?
–Yo no hice nada, amor –le digo.
–¿A no? estamos juntos y te ves con ella. Me dijiste que irías con tus amigos, Christopher, yo te creí...
–¡Y eso hice! Fuimos a celebrar el cumpleaños de Miguel a una discoteca...
–¿Ah, ¿sí? ¿y esto que es? ¿un foto montaje?
–No. Nos encontramos ahí, y nos saludamos. Eso es todo... supongo que tomaron la foto cuando...
–¡No me veas la cara de estúpida! No me lo merezco. Todo el mundo tiene razón, tú nunca vas a cambiar. Siempre vas a ser un mujeriego que solo quiere jugar, pero que cuando encuentre algo mejor, me va a tirar a la basura.
Lo escucho y no lo creo. No puede ser.
¿Dulce, mi Dulce piensa eso de mí?
La mujer por la que estoy dispuesto a dejarlo todo no confía en mí. Al parecer, nada de lo que he sacrificado por lo nuestro ha valido la pena.
–Muñeca...
–Vete –me pide–. Vete con ella, porque es perfecta. Porque no tiene miedos y a ella sí la puedes lucir en discotecas y hasta en revistas. Adelante, que por fin vas a tener una novia con quien puedas pasear de la mano y...
–Dulce, mírame –me acerco y piso la revista en el proceso–. Soy yo, Christopher, y te amo. Tú eres perfecta, no necesito nada más. Tienes que creerme...
–No te creo. ¡Hay fotos!
–¿Confías en mí? –mi voz suena rota.
No dice nada, no me mira. Empieza a sollozar cubriéndose la cara con ambas manos, como si no quisiera que la vea mal.
Y eso significa más que mil palabras. No confía en mí. La han lastimado tanto, y aunque me ame demasiado, porque nunca he dudado de ello, nada de lo que haga va a ser suficiente.
Lo sé, lo entiendo, quizá puedo vivir sabiéndolo. Sin embargo, me duele demasiado.
Arrugo la nariz saboreando la acidez de la decepción. También hay frustración, pues aparentemente ningún sacrificio ha sido suficiente para demostrarle cuanto me importa.
–Tomaré el silencio como un no –retrocedo despacio, intentando contener mis ganas de echarme a llorar–. Si para ti saludar a alguien por cortesía es una infidelidad, me declaro culpable. Porque solo fue eso, un saludo. Me imagino que también eres de las que cree más en las revistas, y no sabes cuánto me duele. No sé que más puedo hacer para que veas cuanto es que te amo de verdad, porque lo he intentado todo, te lo he demostrado de todas las maneras posibles... y ya no sé qué hacer.
No me detiene cuando salgo de la habitación. Tampoco me devuelvo a abrazarla cuando su llanto se intensifica, pese a que las manos me pican por tocarla para tranquilizarla.
Esa noche, duermo por primera vez en el sofá de nuestro departamento.
En ese momento no lo sé, pero ese "no" que me gritó su silencio cuando le pregunté si confiaba en mí, es la cereza del pastel que termina por condenar nuestra historia.
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Desayunamos como dos completos extraños. Aunque hago café y tostadas para los dos, nunca voy a la habitación para despertar con muchos besos en la cara ni le llamo cuando la mesa está lista. Solo dejo su taza y el plato de tostadas en la encimera, y ella deduce que es suyo.
Cada quien lava sus propios utensilios. Nos chocamos en el vestidor de la habitación, sin embargo, nunca hablamos. Nadie intenta nada.
A mí me duele su desconfianza y me frustra no saber que más hacer para mostrarle cuanto es que me importa de verdad. Y de ella no sé nada.
No hay motivo, pero me espera sentada en el sofá donde dormí para irnos juntos a la sesión de fotos de RBD. Bajamos al estacionamiento igual, como dos completos desconocidos que tienen que hacer una misma ruta, incluso compartiendo auto, pues no duda en subirse al asiento del copiloto del mío en cuanto desbloqueo los seguros.
Conduzco con la radio a volumen alto, tarareando las canciones aleatorias de manera descuidada. Ella va todo el trayecto mirando por la ventana, y cuando llegamos, nos separamos como si fuéramos dos polos que se repelen.
–¡Hasta que por fin! Buenas tardes –me saluda Maite–. ¿Tan buena estuvo la noche?
–¿Ya están todos?
–Solo faltaba la parejita feliz –dice luego de asentir–. Si ese departamento hablara... vaya que sí lo están estrenando bien. ¡Dulce! –extiende la mano para llamarla–, ayer te llamé toda la tarde, porque quería que me ayudes a buscar un libro de poesía...
–Nos vemos luego, Mai –le digo alejándome.
Me alejo, porque tenerla cerca duele mientras tengo tan presente el silencio con el que gritó muchas cosas. No confía en mí. Haga lo que haga, nunca va a hacerlo.
Mi pecho arde al recordar que prefirió creerle a una revista y no a mí, aún cuando ese día me exigió hablar con uno de mis amigos para corroborar donde estaba. Aún cuando le pedí que me acompañara a esa fiesta y se negó, alegando que quería pasar tiempo con sus amigas.
Así que la evito todo lo que puedo mientras preparamos todo para la sesión. Ella llega y yo me voy. Se acerca y me alejo.
Evidentemente, no soy nada profesional en comparación a Dulce María, la que debería llevarse el Óscar a la mejor actriz de su propia vida. Ella sí separa la ficción de la realidad ¿no?
Sí separa los problemas personales del trabajo...
–¿Qué pasa? ¿discutieron? –pregunta Anahí en el vestuario.
–No pasa nada –le respondo en cambio, buscando entre los percheros.
–Sí pasa, Chris. Puedes confiar en mí... están raros y...
–Pregúntaselo a ella, entonces.
–No me dejes...
Cierro la puerta del vestuario sin dejarle terminar, ahora resulta que todo el mundo se da cuenta de lo que nos pasa y quiere saber. Perfecto, ella lo inició, y tiene que solucionarlo.
El ser humano soporta muchas cosas por necesidad o hasta por amor, pero todo en la vida tiene un límite. Y me aterra pensar que mi límite puede ser este. Estoy agotado, física y mentalmente; estoy hastiado, frustrado, dolido.
Para cuando empezamos con la sesión en sí, todos están involucrados de alguna u otra manera en la discusión. No sé si saben a ciencia cierta el motivo, pero la tensión es bastante notoria como para fingir que no está pasando nada. Christian se acerca a hablar conmigo, Poncho también lo hace; Maite me reprueba con la mirada cada que puede; Anahí es otra que me come con los ojos.
Y ella solo existe. Intentando fingir que no ha pasado nada, trabajando con todo lo que eso involucra.
Anahí nos separa en un momento de las fotos, y se lleva a Dulce no sé por qué. Pero se lo agradezco, la verdad.
–Tienes que entenderla –me susurra Maite, que evidentemente, ya sabe todo.
No le digo nada. La abrazo y poso con ella para otra de las fotos, y luego es quien se encarga de hacer que dulce se coloque a mi lado.
Christian la empuja hacia mí, pero nadie dice nada. ¿por qué quiere acercarse si ni siquiera se ha disculpado?
¿Por qué me busca con la mirada cuando ya ha dejado claro que no confía en mí?
No lo entiendo, así que poso a su lado con las manos en los bolcillos.
–No podemos trabajar así –murmura ella en un momento.
¿Así como?
¿Qué quiere? ¿Que la abrace?
Decido ignorarla, y quien viene a su rescate, como un caballero con capa y sombrero es Christian, quien sí la abraza.
Supongo que mientras estamos enojados y tristes a la vez, no dimensionamos que luego estas imágenes darían la vuelta al mundo y despertarían, como no podía ser de otra manera, miles de sospechas.
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