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6. Amor

Bostecé. Y luego me llevé la cuchara con los cereales a la boca; la mitad se me escurrieron.

¡Joder!

Me había quedado estudiando hasta tarde durante todo el fin de semana. Así que hoy, lunes, me había levantado como un zombi.

Mentiría si dijera que no había estado pensando en Mike Summers unas cuantas veces en todo el fin de semana. Ningún chico se me había arrimado de aquella manera.

Si lo pensaba fríamente, ese breve contacto había sido algo... sensual. Y era consciente de que el cincuenta por ciento de las chicas del instituto hubiera dado lo que fuera por estar así con ese chico. El otro cincuenta, en el que yo me incluía, que era la parte inteligente, seguramente se hubiera apartado de él. Además, en la fiesta había un montón de tías con las que podría haber ligado, e incluso haber hecho algo más que insinuarse en una piscina. Teniendo todo ese catálogo de chicas pululando a su alrededor, ¿por qué había hecho aquello conmigo?

Si hubiera sabido que él iba a estar en la fiesta, le hubiese dicho que no a Elena. No había caído antes, pero Mike era del curso de Mary Anne, y los dos habían venido de Estados Unidos hacía unos años. Sus padres debían de ser amigos y, tonta de mí, no se me había ocurrido que ellos también. En mi cerebro no se había manifestado esa posibilidad hasta ahora.

―Ve cambiándote, Elena llegará enseguida ―me apremió mi madre.

―Ya me he vestido.

Ella suspiró y me señaló con el dedo al pecho.

Miré y... tenía un mazacote de cereal y leche pegado en la camiseta.

―¡Mierda! Voy. ―Salí disparada de la cocina para subir las escaleras hasta mi habitación.

¡Maldito Mike! Ni siquiera cuando estaba ausente podía dejar de molestar. Si estaba zombi, era por su culpa, y si me había manchado porque estaba zombi, por consiguiente, había sido por él.

El timbre resonó en la planta de abajo. ¿Ya era la hora?

―¡Bajo ahora mismo! ―avisé asomándome a la baranda de la escalera mientras me quitaba la camiseta que me había puesto.

Cogí otra limpia del armario y me la puse a la velocidad de la luz.

***

―¿No tienes algo que contarme? ―inquirió Elena mientras cruzábamos un paso de peatones.

Había intentado evadir el interrogatorio desde el viernes por la noche, pero estaba claro que el subterfugio que suponía no tener comunicación vía móvil no iba a durar para siempre.

―Mike me tiró al agua. ¿O es que te creíste el cuento que se inventó?

―Me lo imaginaba, pero ¿qué hacías allí con él? ―Su rostro era la viva imagen de la confusión.

Suspiré.

―Me iba a tumbar en una hamaca porque tenía los pies destrozados para descansar un poco. Y apareció de la nada, literalmente. Si no fuera porque sé que la magia no existe, te juro que pensaría que tiene poderes sobrenaturales o algo.

Elena se rio.

―Pues no lo vi en toda la noche hasta que alguien dijo que había oído gritos en la piscina y fuimos todos a mirar. Lo último en lo que pensaba era en veros a vosotros dos ahí dentro.

Ya, qué me iba a contar; aquello sonaba surrealista.

―Se la tienes que devolver ―sentenció Elena.

Y yo hice una mueca.

―Mi sed de venganza va en aumento, créeme. El problema es que no tengo una mente de psicópata como él.

―Bueno, ya se te dará la oportunidad ―me animó ella.

Y ya no volvimos a mencionar a Mike en lo que quedaba de trayecto.

***

―Los inicios del arte prehistórico se sitúan en... ―empezó a decir el profesor Martín.

Yo quería escuchar todo lo que tuviese que ver con la Historia del Arte, porque era un tema que me encantaba y, además, quería tomar apuntes, pero se me cerraban los ojos viendo las diapositivas que nos mostraba de pinturas rupestres.

―Eran una civilización avanzada pese a lo que muchos puedan creer, y ya usaban utensilios tales como... ―siguió diciendo.

Pero yo no podía prestar atención.

Escuche un bajo «Pst, pst» cerca de mí. Cuando desvié la vista al sonido, descubrí a Elena mirándome.

―Te vas a dormir ―susurró desde la mesa contigua a la mía.

Nos encontrábamos separadas por un pequeño espacio, ya que, en opinión del profesor Martín, si nos sentábamos de forma individual estaríamos más atentos.

―Necesito cafeína o algo ―afirmé controlando un bostezo.

Elena iba a decir algo, pero entonces alguien tocó a puerta de clase y todos enfocamos nuestra atención en ella.

El profesor abrió y Mike Summers asomó su cabeza, despeinada aposta, por allí.

―Disculpe la interrupción ―empezó. Echó una ojeada al interior del aula. Encontró mis ojos y sonrió con aquella sonrisa altanera suya―. El director me ha pedido que venga a buscar Mónica Quiroga, ya que tenemos un asunto pendiente.

Me puse rígida al instante.

El profesor se rascó el mentón, un tanto confuso.

―¿Ahora? Estamos en mitad de una clase.

Las facciones de Mike simularon una mirada de inocencia que hasta yo me creí mientras alzaba las manos como si lo hubieran apuntado con una pistola.

―Órdenes del dire, profe ―se excusó.

―Vale, sí, todo el asunto de los globos ―murmuró el señor Martín. Después me localizó con la mirada y, con el dedo índice, me instó a que fuera hacia ellos―. Señorita Quiroga, en cuanto terminen con el director, vuelva a clase.

Me levanté, un tanto indecisa por tener que quedarme sola con Mike Summers aunque solo fuera el trayecto de la clase a la dirección. No sabía con qué historia me podría salir y, francamente, me daba un poco de reparo estar en su presencia después del acontecimiento de la piscina.

Retrasé todo lo que pude el momento, pero cuando llegué a la puerta, supe que fue en vano. Si el director nos había mandado llamar, estaba claro que no era para nada bueno. Seguramente, nos iba a decir cuál sería nuestro castigo que empezaba esa misma tarde. Lo que no entendía era que requiriera nuestra presencia a segunda hora, puesto que el recreo llegaría pronto.

Mike se apartó del umbral y, como un caballero, me indicó con una mano que saliera. Tragué saliva viendo al chico que me esperaba; tenía un brillo en la mirada que no supe interpretar. Me daba la impresión de que, en cuanto cruzara esa puerta, iría directa al infierno con el mismísimo diablo.

Aunque hubiera dado lo que fuera por pedir ayuda y alejar a ese gamberro de Summers de mí, hice de tripas corazón, suspiré y salí al pasillo. El profesor cerró la puerta detrás de mí.

―Vamos ―me dijo él, sin dejar de enseñar los dientes.

Me abracé a mí misma en un intento de infundirme ánimos. Bueno, iba a pasar todas las tardes de esa semana con él; qué más daba empezar por la mañana.

Abrió camino por el pasillo y yo lo seguí en silencio.

Sin embargo, donde debería haber girado para ir a dirección, no lo hizo, dobló a la derecha, hacia la salida del edificio.

Me detuve en la división del pasillo, observándolo con el ceño fruncido.

―Por ahí no se va a dirección ―apunté.

Mike se detuvo, se metió las manos en los bolsillos vaqueros y se encogió de hombros.

―Es que el director no me ha dicho exactamente que teníamos que ir a dirección: me ha dicho que tenemos que hacer un recado para él. Es la primera parte del castigo ―expuso.

Aquello me dejó más confusa aún.

―¿Nos va a tener de recaderos?, ¿en mitad del horario lectivo? ―pregunté más que sorprendida.

Él volvió a encogerse de hombros, como si aquello no tuviera mucho que ver con él.

―No soy yo quien dicta las órdenes aquí, amor. Si fuera por mí, le daría el día libre a todos los alumnos. ―Y, al igual que el profesor de Historia del Arte, me indicó con el dedo que lo siguiera.

Lo hice, no muy segura de ello. Cuando llegamos a la entrada, esta estaba abierta.

―¿Ves? El conserje nos ha abierto la puerta y todo: ya te lo he dicho, órdenes del mandamás.

Giré los ojos sobre las órbitas.

―Vale... ―arrastré un poco la palabra, harta de su arrogancia―. Pero no vuelvas a llamarme «amor» ―le exigí con los ojos como rendijas.

Una risita tironeó de sus labios.

―«Amor» ―remarcó él―, eso no lo decides tú.

Inspiré aire y lo solté con lentitud. Que alguien me diera fuerzas para soportarlo lo que me quedaba de semana, porque, si continuaba así, quizás cometiera asesinato.

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