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54. Mi profe particular

Abrí los ojos un segundo.
Lo que me habían dado había controlado los cuchillos invisibles que pugnaban por atravesar mi estómago.
Estaba sentada en el despacho del señor López de la forma más cómoda posible, que no lo era mucho porque deseaba tumbarme y lo más que podía era reclinarme sobre aquella silla que me había presentado el director a principio de curso. Qué curioso que ya hubiera estado allí por varias razones en un par de meses.
―¡Lárgate de aquí! ―gritó alguien, una chica, tras la puerta acristalada.
―Solo quiero verla.
―¡No tienes ningún derecho! ―replicó la primera voz.
¿Estaba soñando o esa era la voz de Elena?
―Apártate ―respondió el chico con poca paciencia.
―Mike...
Hice un esfuerzo sobrehumano por erguirme. El dolor amenazó con apoderarse de nuevo de mí, pero ignoré las aguijonadas repartidas por el centro de mi estómago.
Fui hacia la puerta y la abrí.
Elena se encontraba con los brazos en jarras, frente a frente con mi novio. Tania y Ana un poco detrás en actitud defensiva.
―Mike... ―susurré.
Elena, Tania, Ana y Mike me miraron.
No pude aguantarle la mirada. Agaché la cabeza y apreté los párpados. Aquellas agujas invisibles hacían que el dolor fuera insoportable.
De un segundo a otro, Tania y Ana estaban junto a mí.
―¡Te he dicho que no! ―bramó Elena, alcé la vista un instante, y vi cómo empujaba a Mike con saña.
―Dame unos minutos nada más ―le rogó Mike.
―¿Para que termines de reventarla a golpes?
―¡Jamás le haría daño intencionadamente!
No sabía quién estaba más alterado, si él o ella.
―¡Bonita forma de demostrarlo! ―replicó Elena.
El rostro de Mike se contrajo como si le hubiera dado una puñalada a traición.
―Yo... No era mi intención... Me cambiaría por ella sin pensarlo ―reconoció lleno de aflicción.
Quise gritarle que lo sabía. Que era plenamente consciente de que no había querido hacerme golpearme, pero el dolor no me dejaba articular palabra.
―Pues es ella la que está en dirección muriéndose de dolor ―lo lapidó ella sin piedad.
Quería gritarle que dejara de acribillarlo, que no me había hecho daño intencionadamente. Sentía la necesidad de defenderlo ante todos, ellos no conocían al mismo Mike que yo. Seguro que Hugo había hecho algo demasiado malo para arrancar al monstruo que llevaba dentro, pero algo en mi interior me dijo que eso no era excusa para atacar a alguien de esa forma.
Mike agachó los hombros, me contempló un segundo más con aspecto desolado y se dio la vuelta.
―No... ―quise gritar, pero apenas se escuchó un murmullo.
―Nonni, siéntate ―me apremió Tania que, con ayuda de Ana, volvió a meterme dentro del despacho.
―Déjame... Déjame hablar con él ―pedí con la voz entrecortada.
Ambas se sorprendieron ante aquel ruego. Se dedicaron una mirada significativa y luego pusieron sus ojos en mí.
―Si es para cantarle las cuarenta, estaría bien que supieras que lo han expulsado dos semanas.
«Dos semanas», repitió mi mente hecha caldo.
No era capaz de pensar con claridad, así que cerré los ojos y me dejé arrastrar por la oscuridad.

***
―¿Cómo puede ocurrir esto? ―preguntó mi padre cuando fue a recogerme.
Estaba hecho una furia.
―Lo lamentamos mucho, señor Quiroga ―se excusó el señor López, nervioso, a sabiendas de que mi progenitor podría poner una demanda.
―¿Es que no había nadie vigilando?
―Acababan de salir al recreo, son casi adultos...
Los labios de mi padre se cayeron a los lados en una mueca de desagrado.
―Mire lo adultos que son, que dos han intentado matarse y han pillado a mi hija en medio.
―El muchacho ya está expulsado, señor.
―¿Quién ha sido? ―arremetió de nuevo mi progenitor.
Me vi obligada a interceder. Afortunadamente ya tenía la cabeza lo suficientemente despejada como para ello.
―Da igual, papá, no lo vas a conocer. Y ha sido un accidente. Yo no debería haber estado allí.
Papá se tranquilizó un poco al escucharme.
―Nos vamos a casa ―dijo sin más, dejando al director a un lado y pasándome un brazo protector por la espalda.
Ya en el coche, mi padre se serenó un poco, y una profunda preocupación lo invadió.
―¿Seguro que quien te ha hecho esto ha sido un chico del instituto?, ¿no será alguien que se ha colado de fuera?
No entendía la pregunta. No obstante, le di esquinazo a la cuestión.
―Estoy bien, puedes dejarme en casa y segur con tu vida. ―No había pretendido sonar tan lapidaria, pero estar en modo defensivo no ayudaba a que pudiera escoger mis respuestas sabiamente.
Mi padre me miró atónito.
―Nonni... ―me llamó, sin dar crédito a la crueldad que desteñía mi voz―. ¿Crees que voy a dejarte sola ahora mismo? Eres lo más valioso que tengo.
Inmediatamente después, me sentí fatal.
No respondí pero relajé la postura sobre el asiento del copiloto.
―Vamos al hospital ahora mismo ―dijo un segundo después.
―No es necesario, ya se me está pasando.
El centro del estómago aún me ardía, pero no deseaba ir a un centro hospitalario de ninguna manera. Y me habían dado un calmante a petición de mi padre aunque no pudieran hacerlo. Al menos, mientras durara el efecto, estaría bien.
―Solo quiero ir a casa a descansar ―proseguí al cabo de unos segundos.
Asintió dejándome en paz.
Al poner la marcha, su rostro se contrajo.
―¿Y tu pierna, cómo está?
Había venido sin bastón y ya no tenía escayola. Aunque cojeaba de forma evidente.
―Bien.

Enseguida supe que mentía.
―¿No es demasiado pronto para que te quiten la escayola? ―manifesté mis pensamientos en voz alta.
―No podía seguir así por más tiempo.
―Aún cojeas. ―Me había fijado en cuanto había entrado en el despacho del señor López. Aunque intentaba disimularlo.
―Se me pasará ―afirmó escueto.
Ya ninguno de los dos volvió a decir nada en todo el trayecto.

***

Tragué una buena dosis de relajadores musculares que descubrí por casa.

Sabía que eran inofensivos, y tras decirle a mi padre que no quería que me llevara al hospital, ese fármaco se había convertido en mi mejor amigo.

En el centro del vientre, justo al lado del ombligo, me había salido un verdugón de un tamaño considerable.

Suspiré mientras me tumbaba sobre la cama conteniendo el dolor. Palpé el móvil, que descansaba sobre la mesita de noche, y me metí en el WatsApp. Tenía un millón de mensajes de gente a la que ni siquiera conocía bien, pero en algún momento del instituto habíamos intercambiado el número. Algunos me preguntaban cómo estaba; otros, más morbosos, querían saber cómo había sido eso de «la pelea». Joder, no sabía que tenía una agenda de teléfonos tan extensa.

Los ignoré a todos y fui en busca del contacto que más me importaba: «Bombonazo cañón».

Nada. Ni una mísera palabra. Hacía horas que no se conectaba.

Lo había llamado tres veces y no me lo había cogido. Sabía lo preocupado que estaba, y lo mártir que podía llegar a ser.

Estaba segura de que se torturaba a sí mismo más que ninguna otra persona. Y las palabras que Elena había pronunciado seguro que no le habían hecho nada bueno.

Le escribí:

«Llámame, por favor.»

Conocía a Mike lo suficientemente bien como para saber que, cuando estaba herido, era mejor darle espacio. Pero yo necesitaba hablar con él, aclararle que no estaba enfadada. Que simplemente había intercedido en la pelea porque no quería que cometiera un daño irreparable contra otra persona. ¿Qué habría pasado si no se contiene y en vez de darme a mí le hubiera dado a Hugo un golpe de gracia?

Pensarlo hizo que me recorriera un escalofrío. La imagen de ese Mike desconocido grabada en mi mente me atormentaba. Parecía que no era él, sino un sicario vengativo.

Yo sabía que Mike no era así. Pero tenía que reconocer que su padre estaba ahí, perenne, para donarle una imagen para nada acorde con la que un padre debería representarse. Además, tenía mucha rabia contenida. Sabía que Hugo debería haberle dicho algo grave para que actuara así, no se me ocurría otra cosa.

Mike se puso en línea cuando ojeé la pantalla del teléfono una segunda vez.

Como era de esperar, no me contestó y enseguida se desconectó.

Ya ni siquiera me lo tomaba a mal. Ese era el patrón por el que mi novio se regía. Cuando se sentía mal, se metía en un caparazón y se quedaba allí hasta que sus heridas sanaran. Pero no me iba a quedar tan tranquila dejando pasar el tiempo. Tendría que enfrentarse a mí, tendríamos que hablar y aclarar las cosas.

Mi padre me dio tregua un par de días, y de mutuo acuerdo, decidimos no decirle a mamá ni a Mario nada sobre el incidente.

Se había quedado todo el tiempo en casa cuidándome. Seguía cojeando, e incluso con pantalón, creía que su pierna se había hinchado de los esfuerzos que hacía por caminar. Mi nivel de rabia había bajado considerablemente. Y ya no estaba enfadada. De hecho, había seguido siendo borde por el hecho de no bajarme del burro, pero él se había esforzado por estar al pie del cañón si necesitaba algo.

Mike seguía sin responder a mis wasaps, así que opté por no llamarlo siquiera. Tendría que ir a su casa personalmente. Aunque, por otro lado, no me atrevía sabiendo que su padre podría estar allí.

Ana y Tania me llamaron varias veces al día, y Elena... bueno, leía lo que escribía en el grupo de la aplicación cuando las demás ponían algo.

Volver a clase fue un poco más incómodo de lo que habría imaginado. Antes podría pasar desapercibida, pero ahora que todos sabían que yo era la chica que había intercedido en la paliza del patio, todos me miraban. No podía evitar que me subieran los colores. En dos ocasiones me había puesto la capucha de mi sudadera y había bajado la mirada intentando desaparecer del mundo.

¿Quién iba a decir que me sentiría más segura dentro de clase, donde los profesores apenas me prestaban atención?

―¿Vendrás esta tarde? ―me preguntó el profesor Martín.

Su clase había acabado, ahora nos tocaba Lengua.

―Aún no lo he deci...

―Has suspendido Lengua, Nonni. Marta vendrá ahora con los exámenes de la semana pasada y os dará las notas. Me ha dado una correlación de los alumnos que quiere que estén en el grupo de estudio, y ahora mismo tú encabezas la lista.

Sentí que mi rostro se contraía.

―Yo no puedo...

Había pensado ir a casa de Mike, a echar la puerta abajo si era necesario, hasta que Mike saliera. Si no lo había hecho ya, era por lo que me imponía su padre. Pero llevábamos tres días sin hablar y ya me parecía demasiado.

―Te quiero aquí a las cinco. No me hagas llamar a tu padre para que él mismo te traiga ―sentenció serio, como nunca antes lo había visto.

No esperó a que le respondiera, directamente se fue.

Resoplé.

Mierda.

―¿Qué quería? ―me preguntó Tania.

―Que me apunte a clases particulares con él ―resoplé.

Tania alzó las cejas.

―Si eres la empollona de la clase.

―Ya no. El otro día me dio una charla sobre que quiere que saque matrículas de nuevo.

―Bueno... es obvio que últimamente no estás en lo que debes, pero te está empujando a pasar un rato con los... esto... ―Tania no quería decir una palabra hiriente sobre lo que iban más retrasados en clase.

―¿Con los alumnos menos aventajados? ―sugerí.

―¡Eso! ¿Ves? Aún eres lista.

Reí por su comentario.

―Aún ―repetí yo.

Pero ella tenía razón, pasaría dos horas tres tardes por semana con gente con la que ni siquiera me relacionaba. Y no porque no fueran bien en clase, sino porque no había tenido la necesidad de hacerlo. Y, además, no tenía ganas de dar clases extra por la tarde. Mi mente ya tenía bastantes cosas en las que pensar. Sin embargo, no podía rechazar la proposición de mi profesor de Historia. Si llamaban a mis padres por las notas... no sabía cómo iba a salir ilesa de aquello.

―Bueno, seguro que no será para tanto ―intentó animarme.

Por la tarde, le expliqué a mi padre que habían organizado grupos de estudio y que requerían de mi presencia. Tal y como se lo planteé, parecía que la que iba a dar clase era yo, y no me molesté en desmentirlo cuando él lo insinuó.

Suspiré frente la puerta del edificio. ¿Y si me iba a otro lado y no entraba? ¿Y si llamaba diciendo que estaba enferma?

Volví a suspirar. No podía hacer eso. Seguro que el señor Martín acababa llamando a mi casa.

Arrastrando los pies, me interné en el instituto dispuesta a pasar un par de horas asqueada.

Con un cartelito en la entrada, se nos indicaba a los perdedores académicos dónde podríamos encontrar el aula de estudio, que era la biblioteca.

Asomé la cabeza por la ventana circular de la puerta de la biblioteca. Quizás fuera la última en llegar porque había al menos diez alumnos repartidos en un par de mesas. El señor Martín se apontocaba de la cadera sobre uno de los escritorios mientras le explicaba algo a una de las alumnas.

Entré despacio. Pero la puerta chirrió y todas las miradas se posaron en mí.

El señor Martín sonrió satisfecho.

―Nonni, me alegro de verte. La verdad es que dudaba de que vinieras.

Yo también lo había hecho.

Asentí por toda respuesta.

―Tienes sitio allí ―me indicó con una mano uno de los escritorios.

Vislumbre a un par de estudiantes más. Una de ellas era Daria.

Me observó unos instantes como pensando qué hacía yo allí.

Me dirigí al lugar, pero dejé al menos dos sitios entre nosotras. Daria me ponía los pelos de punta con su look oscuro y satánico. Ahora se había hecho unas mechas blancas sobre el pelo negro, estilo Morticia Adams. Sus ojos pintados de negro no pararon de escudriñarme hasta que me senté.

―¿Qué haces tú aquí? ―me preguntó en la distancia.

Me encogí de hombros.

―Ya ves, he sido una de las afortunadas en el plan de estudios ―me dediqué a decir indiferente.

Dejó caer la cabeza en un puño, mientras me observaba con expresión inmutable.

La miré de reojo unos segundos, pero cuando se me erizó la piel me centré en sacar los libros de la mochila.

―Siempre puedes largarte ―dijo sin más.

El señor Martín me explicó las oraciones subordinadas, me liaba un poco con los subtipos, pero fue una buena nota aclaratoria. Hice el análisis de unas cuantas y, cuando la última me salió medianamente bien, decidí cambiar a Química, otra de las hormas de mi zapato. Había elegido esa asignatura porque mi madre me había obligado, pero ya estaba bastante contenta con Latín y Griego. Ahora debía de superarla.

―En Química no soy tan bueno. Voy a buscar a mi ayudante más aventajado en esa materia ―me dijo el señor Martín.

¿Quién sería el pobre vasallo que se habría buscado? Más teniendo en cuenta que aquí todos brillábamos por nuestros suspensos.

―Ponte con ella ―oí que decía el profe a mi espalda mientras copiaba el enunciado del primer ejercicio que debía hacer.

Un jersey gris con trazas negras entró en mi campo de visión. Pero no fue eso lo que hizo a mi cerebro reaccionar. Sino su olor. Me giré hacia aquella persona y me encontré con unos ojos marrones que ni siquiera en mi mejor sueño recordaba tan bonitos. Ahora no lucían brillantes como en otras ocasiones, el fuego que siempre portaban se había extinguido, y círculos morados se cernían a su alrededor, amenazando la integridad de su piel pálida y perfecta.

―Mike... ―susurré.

―Dime, ¿qué necesitas? ―preguntó amable, como si atendiera a una desconocida en una tienda. Tenía la vista puesta en mi libro de texto.

―Mike ―dije, más contundente.

Sus ojos leyeron el enunciado que acababa de copiar.

―Lo que tienes que hacer aquí es...

Di una palmada sobre el libro. Él dio un respingo y, por primera vez, sus ojos se encontraron con los míos.

―Si no necesitas nada, me voy a otro lado ―dijo bajito, rompiendo el contacto visual.

Lo cogí de la mano y él se detuvo en seco, sin terminar de levantarse. Como si fuera a cámara lenta, su rostro se giró hacia mí. Le supliqué con la mirada que volviera a sentarse.

Cerró los ojos un nanosegundo y luego se dejó caer en la silla, sin zafarse de mis dedos.

―Mike, tenemos que hablar.

Él miró hacia las estanterías del frente, una nota de angustia cruzaba sus facciones.

―No veo de qué.

Lo contemplé a cuadros.

―De nosotros ―le contesté igualmente, por si no era obvio.

Volvió a cerrar los ojos, demorándose un poco más que antes, como si le doliera lo que iba a decir a continuación:

―No hace falta que cortes conmigo en persona. Yo solo me doy por aludido.

Mi mente cortocircuitó unos instantes.

―¿Qué? ―pregunté, seguramente con cara de tonta.

Mike posó sus indudables ojos tristes en mí.

―Lo que he dicho, que no necesito que me dejes verbalmente. Lo entiendo.

Hizo el amago de levantarse de nuevo.

Pero tiré de él más fuerte, antes de que me soltara la mano. Se extrañó y elevó una ceja a modo de interrogante.

―No quiero dejarte, Mike ―contesté contundente, para que no pensara que había dudado ni un solo instante al pronunciar esas palabras.

Eso pareció chocarle. No salía de su asombro.

―¿Cómo que no? ―inquirió sin entender.

―¿Por qué iba a querer hacer algo así?

La sangre se le fue del rostro antes de tragar saliva.

―Pues porque... ―Señaló mi estómago.

―Sé que no querías hacerlo. Que tu puño quería estamparse en Hugo.

Durante un momento la furia cruzó sus ojos. Pero justo después la angustia regresó a él.

―Debería haberlo evitado. Yo... ―Suspiró y se pasó las manos por la cara, como si hiciera días que no dormía―. Yo debería haberme dominado ―se regañó.

Eché un ojo a nuestro alrededor, esta conversación era demasiado personal como para compartirla con el resto de los alumnos. Genial, todo el mundo iba a lo suyo. Le aparté las manos del rostro y sonreí afable.

―Era imposible que supieras que me iba a meter en medio. ―Fruncí el ceño―: Lo que me lleva a preguntarme, ¿qué te hizo ese capullo para que reaccionaras así?

Pensar en cómo lo estaba machacando hizo que me estremeciera, pero busqué toda la fuerza de voluntad que poseía para no manifestarlo delante de él.

Desvió la cara hacia otro lado.

―Da igual, no quiero saber nada de ese miserable.

―Me metí en medio porque creía que estabas a punto de cometer una locura. Hugo estaba muy mal... y, no sé, me asusté.

Agachó la cabeza.

―No lo digo solo por Hugo. ―Le levanté la barbilla con el índice―. También por ti. Si lo hubieras mandado al hospital inconsciente, ¿qué crees que habría ocurrido?

―Tienes razón ―me concedió con la voz ronca. No hacía falta que contestara a la pregunta, los dos sabíamos que nada bueno habría podido salir de ahí en el caso de darse esa opción―. Perdóname, por favor, Nonni.

Creía que estaba a nada de echarse a llorar.

―Yo ya lo he hecho, creo que más bien debes perdonarte a ti mismo ―repliqué con amabilidad, para que supiera que no le tenía ningún rencor.

―No te merezco. ―Un destello casi invisible rodó por su mejilla. Alcé el dedo para atrapar la lágrima y la difuminé sobre su piel. Él me cogió la mano y la besó por el dorso.

―Yo sí que no merezco esto ―se quejó Daria desde su posición.

Puse los ojos en blanco.

―¿Tienes algún problema? ―le pregunté un poco borde.

―Sí. Vosotros. Estáis a punto de follaros con la mirada en plan Romeo y Julieta, con drama y todo, y me parece de mala educación estando en una institución escolar. ―Su rostro lleno de hastío.

La mandíbula se me desencajó y los ojos salieron de mis cuencas. Mike, por el contrario, rio.

Volví a mirar a mi novio. No sabía por qué aquello le hacía tanta gracia.

―Prometemos portarnos bien, Daria, no sufras ―replicó Mike, aún con la risita floja bailando en los labios.

―Más os vale ―murmuró ella arrastrando la silla hacia atrás. Se levantó y se marchó, previsiblemente al baño porque no se había llevado nada.

―¿Qué tiene tanta gracia? ―inquirí con un punto ofendido.

Mike contuvo la risa.

―Pues... ―Me dedicó una tímida sonrisa, ya más calmado―, no sabía que los demás pudieran percibir lo que ella ha dicho cuando nos miramos.

―Es un poco exagerada ―repuse, también aflojando los labios y enseñando mis dientes―, pero, por otro lado, tiene algo de razón, porque estoy atraída hacia ti como un imán y no puedo despegarme, no sé por qué pensabas que iba a cortar contigo.

Mike suspiró.

―Sé que a veces soy... algo difícil.

―Mike, todo es difícil y complicado a veces. Todas las personas tenemos épocas en las que no nos soportamos ni nosotros mismos. ―Le di un suave apretón en las manos.

El fuego de sus ojos chispeó sobre el marrón de sus iris. Ahí estaba de nuevo aquella mirada que arrebataba el sentido. Aquella que hacía que mi cuerpo se pusiera a hervir como una olla exprés a toda presión.

―Ahora mismo no sabes lo que haría contigo sobre este escritorio ―declaró con la voz enronquecida―. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida Mónica Quiroga, y te prometo, aquí y ahora, que estaré en tu vida hasta que te hartes de mí.

Eché la cabeza hacia atrás y reí.

―Eso jamás pasará ―afirmé feliz.

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