3. La fiesta de Mary Anne
Elena me esperaba, impaciente, en la puerta del edificio estudiantil. Se fumaba un cigarrillo mientras miraba su móvil. Cuando me vio, guardó el aparato en el bolsillo trasero de sus vaqueros, cogió su mochila y se la cargó al hombro.
―¿Tan mal ha ido? ―preguntó observando mi gesto de hastío.
Resoplé poniendo los ojos en blanco.
―Ha sido peor que eso: ahora tengo que hacer trabajos sociales con el proscrito ―contesté componiendo una mueca.
Elena se rio un poco.
―Yo no le veo el problema, está tremendo de bueno ―apuntó ella con mirada soñadora.
Vale, sí, Mike Summers estaba como un quesito francés. Sus ojos marrones eran bonitos, su pelo dorado y alborotado tenía algo de atrayente y reconocía, que esa sonrisa que escondía más de un secreto, podía producir desmayos entre las féminas. Pero a mí eso no me valía para nada. Era el último chico de la Tierra en que quería pensar. Sin embargo, en esos momentos, mi deseo era imposible.
―Ahórrate esas tonterías conmigo: ¡lo odio! ―espeté mientras caminábamos hacia nuestra casa.
Elena, que no solo era mi compañera de clase, también era mi vecina y mi mejor amiga desde que tenía memoria. De hecho, me había esperado en la puerta por amor al arte, porque cuando el director me había llamado los últimos cinco minutos antes de que terminara la última hora para que fuera a su despacho, le dije que podía irse sin mí.
―Te juro que no sé por qué la ha tomado conmigo. Yo nunca le he hecho nada a ese chico ―confesé agotada de todo―: Es más, no se me ha ocurrido dirigirle la palabra en la vida.
Elena intentó darme ánimos.
―Ya se le pasará, Nonni.
―Sí, claro. ¿Y mientras qué? ¿Tengo que cargarme sus estúpidos jueguecitos y los castigos por su culpa? ¡No es justo! Me espera una buena semana por ese capullo.
Elena me dio una palmadita consoladora en el hombro.
―¿Y si salimos esta noche de fiesta y te despejas? Es viernes, en casa de Mery Anne siempre hay algo.
Mary Anne era una chica muy popular en el instituto, hacía un año que se había ido a estudiar a la universidad, pero todos los fines de semana volvía y montaba unas fiestas espectaculares, ya que sus padres se marchaban de viernes a domingo. Eso no era nuevo; era famosa por liar las de dios ya a los dieciséis. Su casa era la más grande del barrio Estación, y no solo la suya, ahí todo el mundo tenía unas propiedades increíbles. Nunca habíamos asistido a ninguna, pero este curso Elena se había apuntado a clases de teatro y allí había conocido a Wen, una de las mejores amigas de Mary Anne. Desde el principio de curso la había invitado a asistir a varias de esas glamurosas juergas vespertinas. Que yo supiera, Elena no había ido a ninguna, aunque no estaba segura.
―No sé si es buena idea... Tengo que adelantar todo lo que no podré hacer en los próximos días, ya que malgastaré mi tiempo pasando las tardes en el instituto.
―Es una idea estupenda, te lo digo yo. ―Elena lanzó el cigarrillo al suelo y lo pisoteó.
Me quedé mirando la colilla. ¡Cuántas veces le habría podido decir que dejara ese vicio tan asqueroso!
―No conozco de nada a Mary Anne. ¿Cómo voy a autoinvitarme?
―¡Eso lo arreglo yo! No te preocupes, tú solo relájate y déjate llevar. ―Me guiñó un ojo cómplice.
Después de la cena, me puse a mirar modelitos para «la gran fiesta». No tenía ni idea de qué ponerme para eso. Nunca había ido a una casa que, presumiblemente, iba a estar llena de gente borracha con la música a toda hostia. Aunque una parte de mí sentía el gusanillo de saber cómo se desarrollaban esa clase de eventos. Yo solía ir con Elena y otros amigos a la discoteca de la ciudad, sobre todo los sábados; aquello iba a ser toda una experiencia.
Al final elegí una falda negra por encima de las rodillas y una camiseta gris de brillitos y hombros caídos, lo cual realzaba visiblemente mis encantos. No tenía pensado ir con algo que, a mi parecer, era tan sexi, pero es que no había encontrado nada mejor en mi armario. Y, además, en esa fiesta habría gente mayor que nosotras, no quería que me vieran como una niña. Me enfundé en mis tacones negros, cogí mi pequeño bolso plateado y esperé a que Elena llamara a mi puerta. Eran las once menos cuarto, así que no tardaría mucho.
―¡Vaya! Estás impresionante ―me halagó mi madre desde el sofá en cuanto bajé las escaleras del piso de arriba de la casa.
Papá estaba a junto a ella, dormido.
―Gracias ―dije un poco tímida.
Nunca me había puesto algo tan atrevido para salir. La camiseta me la había comprado una semana atrás a insistencia de Elena, que decía que ya era hora de que renovara mi vestuario de chica preadolescente. Yo me había quejado porque exponía demasiada piel, pero Elena casi me había obligado a quedármela.
Ahora se lo agradecía.
Y también agradecía que mi padre estuviera en el séptimo sueño.
Alguien golpeó a la puerta.
―Seguro que es Elena. Me voy.
Le envié un beso volado a mi madre porque me había costado bastante que los labios se quedaran con aquel sutil brillito como para ahora estropearlo. Al menos, que llegara a la fiesta antes de quedarme sin maquillaje.
Abrí la puerta esperando encontrarme con mi amiga, pero, en su lugar, me hallé a Pablo, su hermano.
Al principio, se quedó anonadado, como si no me reconociera. Luego repasó mi cuerpo de arriba abajo.
―¿Nonni? Pareces otra.
Pablo era tres años mayor que Elena y que yo. Siempre nos había visto, tanto a ella como a mí, como dos crías fantasiosas que jugaban en el jardín de una o de otra. Estaba claro que acababa de destrozar esa imagen que tenía en la cabeza de mí.
―Esa era la idea ―confirmé.
Él me contempló sin entender.
―¿Por qué?, ¿qué tenía de malo la otra tú? ―preguntó asomando los dientes en una sonrisa con hoyuelos.
Compuse una mueca.
―Pues que los grandullones como tú no ven como dos bebés y paso de sus burlas infantiles.
Pablo se rio.
―Dime la verdad, esto es cosa de Elena, ¿no? ―Cogió una onda de mi largo pelo castaño entre sus dedos; normalmente lo llevaba liso, pero esa noche era una ocasión especial―. No dejes que te convenza con sus tontadas; sé tú misma.
Le aparté la mano con suavidad; con lo que me había costado domar mi pelo rebelde para que ahora empezará a deshacer el trabajo.
―Gracias por el consejo, Pab. Ahora, dime, ¿qué necesitas? Mario no está.
―No vengo en busca de tu hermano, si no de ti: mi hermana me ha pedido que sea vuestro chófer por un día. ―No sonó muy ilusionado y, a juzgar por la expresión de su rostro, pensaba cobrarse el favor―. Si estás lista, podemos irnos. Elena ya está en el coche. No sé si llegaréis a medianoche con esos taconazos que lleváis puestos; será gracioso cuando lleguéis arrastrándoos esta noche.
Le dediqué una mirada hosca en respuesta. Pero él siguió riéndose igual mientras nos dirigíamos hasta su coche.
Elena me saludó con énfasis en cuanto me subí al asiento trasero. Ella iba de copiloto. Se había hecho un moño con algunos mechones sueltos por aquí y por allá. El contorno de sus ojos se parecía al mío; mascarilla negra con sombras claras, un poco brillantes. Desde mi posición, no veía bien su vestido, pero, por lo que podía ver desde mi posición, creía que era blanco o beige.
―¡Estás guapísima! ―me dijo emocionada―. Estoy supercontenta de que vengas esta noche. Estaba deseando que te animaras. Aunque el detonante haya sido el cabrón de Mike.
―¿Mike?, ¿el americano? ―preguntó Pablo.
Elena asintió.
―Lleva un par de semanas metiéndose con Nonni ―le informó.
―Pensaba que ni siquiera iría al instituto. Tengo entendido que repitió, o sea que, es mayor de edad como para abandonar los estudios por voluntad propia.
Suspiré.
―Por lo visto le divierte martirizar a alumnos de clases inferiores ―contesté con apatía.
―Puedo tener unas palabritas con él si os sigue molestando... ―se ofreció él.
―Si nos sigue, no, si la sigue molestando: es solo a ella, es como si se hubiera enfocado en su persona ―siguió mi amiga.
Pablo tensó las manos sobre el volante.
Mi hermano era un año menor que él, se llevaban genial, como Elena y yo, y no quería que llegara a sus oídos lo de las jugarretas de Mike, porque creía que era demasiado que Mario también se metiera en eso. Lo solucionaría a mi manera.
Mi plan era esperar a que se hartara y encontrara a otra cosa en la que aventurarse, como, por ejemplo, tragar lejía o darse patadas en la espinilla.
¿A quién iba a engañar? Posiblemente, Mike no se cansara de hacerme la vida imposible en lo que quedaba de curso. Había oído que el año anterior la había tomado con Estefi; una chica que había dejado los estudios y se había mudado de ciudad. Los rumores apuntaban a que todo había sido culpa de Mike, porque no la dejaba en paz nunca y, al final, la pobre no había podido soportar más su acoso.
Esperaba que la sangre no llegara al río en mi caso... Si tan solo hubiera tenido algún testigo de que yo no había hecho nada... Si el director López me creyera por solo un segundo... ¡Es que no me entraba en la cabeza! ¿De qué me servía tener un expediente impecable, portarme bien en clase y trabajarme tanto las cosas si, a la hora de la verdad, no me creían?
Mike lo tenía fácil. ¡No le importaba nada excepto él mismo! Lo único que lo motivaba era aprovecharse de los demás y fastidiar.
―No importa, ¿vale? No es para tanto, de verdad. ―Imprimí en mi tono una amenaza velada dirigida exclusivamente a mi amiga.
Quería que dejara el tema ya de una vez. Que a oídos de mi hermano llegara lo mínimo sobre esto. Cuánto me alegraba de que se hubiera quedado el fin de semana en el campus de la universidad.
Los ojos de Elena me observaron con cesura; estaba claro que no me entendía bien. Pero ahora no iba a explicárselo.
―De todas formas, esto es para desconectar, ¿no? ―intenté amainar la tensión que yo misma había creado.
La expresión de Elena se suavizó.
―Tienes razón. ¡Ya verás qué bien nos lo vamos a pasar!
Yo no sabía qué esperar de la noche, pero deseaba que fuera como ella decía.
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