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2. Los estúpidos globos


El director se cruzó de brazos con mirada adusta por lo menos cuarenta segundos. Sus pupilas inexpresivas se paseaban de uno a otro con aire amenazante.

Mike parecía muy tranquilo desde su posición; lo contemplaba con una sonrisa burlona en los labios.

Yo no estaba ni la mitad de relajada que él.

―¿Y bien? ―preguntó el señor López.

Mike resopló y, por primera vez, me pareció ver en él una señal de que tenía tan pocas ganas como yo de estar aquí.

―Usted es el que nos ha llamado, díganos qué quiere ―le respondió el chico con aire cansado.

Lo miré con los ojos como platos. ¿Qué se suponía que estaba haciendo? ¡Si nos amonestaban por su culpa lo iba a matar!

―Quiero dejar claro que yo soy inocente ―me defendí.

El director me miró.

―Eso no es lo que ha dicho el señorito Michael Summers, por eso estamos aquí.

El susodicho rio disimuladamente ante la pronunciación de su nombre completo.

Lo miré implacable.

―El señorito Michael ha mentido descaradamente y no sé por qué ―dije elevando un poco el tono de voz.

Contuvo la risa, intentando ponerse serio bajo mi mirada amenazadora.

―Por supuesto que no: yo no miento. ―Ahí estaban otra vez las malditas comisuras elevándose a la vez que mis nervios.

Me levanté de la silla.

―¡Que no! ―le grité apartándola de mala manera y poniéndome cara a cara con él.

Mi adversario también se irguió sobre sus pies; sus ojos marrones desafiando los míos verdes.

―Claro que sí, esos globos los pusiste tú; yo fui testigo ―tuvo el valor de decir.

―¡¡Eres un cabrón de mierda!! ―exclamé, y lo empujé su duro pecho con las palmas de las manos.

Dio un pequeño traspié al chocar con la silla de la que acababa de levantarse.

Durante un segundo, se sorprendió, pero se recompuso rápido.

―Oye, sin ofender, pijita retorcida. Pobres chicas... no sé cómo les has hecho eso, ¿no son de tu circulito de amistades? ―comentó con una pizca de ironía.

¡Pero, ¿por qué me hacía esto?!

―¿Estás loco? ―pregunté, sin poder apartar mi rostro consternado de él.

¡¡Era un tipo imposible!! ¡Mezquino, malvado!

―No sé por qué me haces esto... pero no te consiento que me cargues con tus tonterías. ―Le metí un bofetón de esos que dejan la cara de lado.

Por un momento, todo pareció quedarse en suspense. Él mirando hacia la pared por el impacto de mi mano y yo con el brazo en alto. Jamás le había pegado a nadie. Pero él se lo merecía, ¡yo no había hecho nada!

―¡Alto, alto! ―dijo el señor López haciéndome a un lado.

De repente, Mike volvió su rostro hacia mí. Y, aunque pensaba que me iba a fulminar con la mirada, me sorprendió que estuviera tan tranquilo. Me miraba, pero no destilaba ni la mitad de odio que tenía yo en el cuerpo ahora mismo.

―Visto que no se ponen de acuerdo, ambos tendrán que hacer labores para el instituto. Están sancionados una semana y cualquier incumplimiento tendrá repercusiones en su expediente académico.

Abrí la boca mientras posaba la vista sobre el director Simón López.

―¡Pero, señor!, ¡¡yo no he hecho nada!! Los globos ya estaban colocados antes de que yo entrara en el baño ―intenté defenderme, sin éxito.

Lo que había ocurrido en el baño de las chicas no lo había propiciado yo. Unas tipas de segundo habían entrado en los cubículos y cuando habían cerrado la puerta, ¡pum!, unos globos rellenos de una pasta viscosa les habían caído en la cabeza.

Yo había sido testigo de todo, pero no porque hubiese esperado a ver lo que sucedía con mi supuesta «obra maestra», sino por me había pillado allí lavándome las manos. Alguien tenía que haber colocado eso allí mientras yo estaba a puerta cerrada en el aseo. De hecho, ya había explicado que había escuchado ruidos extraños a los que, en principio, no le había dado importancia. Luego había salido a lavarme las manos y había escuchado la explosión de los globos junto con los chillidos de alguien. Ellas habían salido corriendo de los habitáculos donde se encontraban llenas de una pasta blanca que olía a huevos podridos. Pensaron que había sido yo, pero no tenían razón.

En ese momento, Mike estaba mirando la escena desde las pistas, donde los de segundo de bachiller jugaban al baloncesto. Todos excepto él, que iba vestido con unos vaqueros desgastados por las rodillas y un polo con cuello de pico de color azul. Su sonrisa altanera lo había delatado. Y, aunque no lo hubiera visto reírse, no era solo por eso por lo que sospechaba de él. Llevaba dos largas semanas haciéndome la vida imposible.

―Señorita Mónica, a falta de pruebas que demuestren su inocencia y la culpabilidad de Michael, usted también tendrá que cumplir.

Le dediqué al director una mirada fulminante, y luego planté la vista en Mike.

―Te odio. Y me las vas a pagar.

No le di tiempo a pestañear. Me giré y me fui incluso aunque el director me llamara a voces.

Nunca había violado las leyes de mi instituto, pero como ya estaba castigada, qué más daba.

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