18. «Hoy la noche es mía»
No sabía cómo, después de esa cola inmensa, podía haber un hueco en la discoteca.
Esta tenía tres plantas, cada una con un estilo de música diferente. Nosotras siempre íbamos a donde ponían ritmos latinos o pop y música comercial. Arriba del todo, y lo que daba nombre al sitio, había un ático donde la gente fumaba, se relajaba sobre unos graciosos pufs o tomaba algo y charlaba animadamente con sus amigos.
Nos buscamos un pequeño rincón junto a la máquina expendedora de tabacos, dejamos nuestras chaquetas encima y nos pusimos a bailar al ritmo del remix Soltera, lo cual nos venía ni que pintado, ya que ninguna tenía novio.
―¡Te veo eufórica! ―gritó Ana a mi lado.
―No sé si esa es la palabra que me describe ahora mismo, pero quiero pasarlo bien ―le dije de igual modo.
―¡¿Qué?! ―chilló ella; no me había oído.
Sonreí negando con la cabeza y le eché un brazo sobre los hombros, sin parar de bailar. Podría ser que estaba más bailarina de lo normal; suponía que mi mantra había hecho que de verdad pensara que aquella iba a ser la mejor noche de mi vida.
―¡Que me estoy divirtiendo mucho! ―le dije cerca del oído.
Ella lanzó un grito hacia arriba, celebrándolo, y las demás nos unimos. Tras un par de copas, ya no sabían ni lo que hacían, pero era gracioso verlas. Ana solía ser la más cohibida después de mí, con unas copitas encima, se convertía en el alma de la fiesta.
―Esto se merece un chupito ―me dijo.
Me cogió de la mano y me arrastró hacia la barra.
―Oye no... ¡que yo no bebo! ―me quejé; me había tomado una tónica.
―Hoy sí, dijiste que esta es tu noche.
Me reí ante ese argumento tan infantil.
―Pero no necesito beber para pasármelo bien, ya os lo he dicho muchas veces.
Ana aleteó una mano, restándole importancia a mi comentario.
―¡Marcos! Aquí ―dijo prácticamente subida a la barra.
Arqueé una ceja, ¿Marcos?
―Cualquiera diría que es tu amigo del alma, ¿te sabes el nombre del camarero?
Ana se puso un poco roja.
―Me enteré de cómo se llamaba este verano.
―¿Qué me dices, guapa? ―saludó Marcos con una sonrisa irresistible en el rostro―. ¿Ron cola, como siempre?
Por cómo lo miraba, sabía que ahora mismo una parte de Ana estaba derretida.
Oh, ya empezaba a atar cabos. Ella era tan abstemia como yo hacía no mucho, así que ahora entendía cómo había surgido su devoción por el ron.
―No, hoy un chupito para mi amiga y para mí.
―¡Eh, traidoras! Y para nosotras también, os habéis ido sin decir nada ―adujo Elena a nuestra espalda, con Tania siguiéndole a la zaga.
Las dos reímos.
―Está bien, un chupito para las señoritas. ―Marcos nos dedicó una nueva sonrisa; en serio era digna de un anuncio, dientes blancos y perfectos. No me extrañaba que Ana se hiciera agua delante de él.
En mi mente se manifestaron unos perfectos labios ladeados hacia arriba en una expresión prepotente. Sus dientes no eran tan perfectos como los de Marcos, pero tenían un pase, y la boca de su dueño era tan apetecible o más que la del camarero.
Corté esa imagen, ¡estaba pensando en Mike! Debía de estar loca, completamente loca.
Sacudí la cabeza, concentrándome en el chico de nuevo, que ahora me miraba confuso.
―¿Disculpa? ―pregunté ante su expresión.
―¿Que de qué lo quieres?
―Y no vayas a pedirte licor de mora que nos conocemos ―me prohibió Ana.
No tenía ni idea de bebidas, pero me dije que, como mi última noche de libertad, me merecía algo más fuerte. Además, quería olvidarme de Mike y de sus labios. No quería pensar en él porque, indirectamente, seguía culpándolo de mi mala racha. El curso había empezado fatal gracias a sus bromitas y aunque ahora pareciera haberse reformado un poco, llevaba arrastrando la mala racha desde el principio.
―¿Qué me recomiendas? ¡Algo fuerte, va! ―Di una palmada sobre la barra.
Mis amigas soltaron un nuevo grito eufórico. Empezaba a pensar que se estaban convirtiendo en una especie de animales. Incluso yo, pocas veces las cuatro estábamos en la misma onda. Más que nada porque Elena y Tania pillaban el punto a menudo, Ana y yo intentábamos que las consecuencias no fueran muy nefastas a la hora de llegar a casa.
Pero ahora Ana se había unido al otro bando. Era yo sola con tres borrachas en potencia. Así que eché mano de eso que dicen: «si no puedes con tu enemigo, únete a él».
―¿Tequila? ―propuso Marcos.
Miré a mis amigas, como preguntando su opinión.
Elena sonrió.
―Venga, va, ¡ronda de tequilas!
―¿Seguro que vuestros padres lo aprueban? ―inquirió Marcos con una nota de comicidad en el rostro.
―Corta el rollo, anda ―lo animó Tania.
Marcos sonrió y se fue a prepararnos los tequilas.
Él había dicho aquello como una broma, pero la verdad era la que era: éramos menores de edad. Excepto Tania, que había repetido un curso. Aunque nunca nos pedían el carnet para entrar en la discoteca. Por eso Elena siempre se empeñaba en que me pusiera «sexy». La primera vez que habíamos intentado entrar en una discoteca nos habían echado para atrás por mí. Según mi amiga, porque gritaba a todas luces que era una «cría». Y desde esa noche ninguna se lo habíamos discuto porque, probablemente, tuviese razón.
En cuanto a mi madre, lo de que fuera a divertirme no le importaba, sabía que frecuentaba sitios así, y no me lo prohibía, pese a mi edad, porque sabía que toda la gente de entre dieciséis y veinticinco años se divertía así. Pero, claro, las pocas veces que había salido (porque tampoco me iba todos los fines de semana por ahí) nunca le había dado motivos para desconfiar de mí. No bebía, no fumaba, siempre estaba a la hora.
Hasta esa noche. Estaba dispuesta a romper la regla de oro: no beber.
Marcos nos trajo los cuatro chupitos, cuatro gajos de limón y un salero.
Observé a mis amigas con desconcierto.
Tania contestó a mis dudas.
―Aquí los chupitos de tequila se toman así, Nonni ―expuso.
Cogió el salero y se echó sal en el dorso de la mano, luego se lo pasó a las demás, que hicieron lo mismo. Yo también las imité. Luego tomamos los vasitos de tequila, brindamos y nos los bebimos. Puaj, aquello estaba demasiado potente para mí, quemaba un poco en mi garganta. Después tomaron el gajo de limón y lo mordieron, también lo hice.
Sacudí la cabeza, aún con el sabor de la bebida en mi paladar.
―Joder, hace falta un manual de instrucciones ―señalé un poco más recompuesta, mientras dejaba el limón mordisqueado sobre la barra.
Mis amigas rieron.
―¡Ya estás bautizada! Oficialmente has entrado al grupo de las mayores ―me dijo Elena loca de contenta.
La fulminé con la mirada.
―Soy dos meses mayor que tú, ya pertenecía a ese grupo ―me quejé, pero después reí.
Entonces empezó a sonar El efecto y las cuatro, contentas, nos pusimos a saltar y cantar.
Si os preguntáis si se quedó así la cosa, os diré que no. Dos horas después me había tomado un chupito de vodka negro, a petición de Tania, puesto que era su favorito, y entre mis manos sostenía un cóctel, con alcohol, por supuesto. Se llamaba Daikiri, ¡y estaba de muerte! Ahora me preguntaba cómo no me había atrevido a probarlo antes.
Me sentía exuberante, dichosa, como si fuera la dueña del mundo y nada de lo que hiciera estuviera mal. Me gustaba sentirme así, libre, sin ataduras, como si nada existiera a mi alrededor más que mis amigas, la música y yo.
―¡Madre mía, madre mía! ―gritó Elena como una cheerleader.
Todas viramos los ojos en su dirección. Era el chico que me había llamado para ir al despacho del señor López, el de segundo de bachiller. Parecía estar buscando a alguien, pero en cuanto su mirada chocó con nosotras, pareció olvidarse. Con andares seguros, caminó directo hasta nosotras; yo sabía a quién iban dirigidas esas sonrisitas de modelo: a Elena.
―Chicas, qué sorpresa veros por aquí ―dijo intentando parecer casual, pero su rostro fascinado no apartaba sus ojos de mi amiga.
Las cuatro lo saludamos, pero nuestra adrenalina había caído en picado. Después de todo el despliegue de saltos y bailes que nos habíamos marcado, ahora parecíamos cuatro chicas tímidas e inocentes.
―Pues venimos siempre ―aseguró Elena, que fue la primera en salir del estupor provocado por el guaperas.
¿Cómo se llamaba? Por mucho que lo intentara, no recordaba su nombre.
Ante el descaro de Elena, el chico ensanchó su sonrisa.
―Yo es la primera vez. Entonces quizás puedas enseñarme el recinto, he perdido a mis amigos y no tengo ni idea de en qué sala están, creo que es en la de Heavy Metal, pero no sé cuál es. ¿Me ayudas? ―Para ese momento, él estaba cara a cara con ella.
Y Elena tenía el desafío pintando en el rostro. No sabía cómo lo hacía. Pero pese a parecer cruel y altanera, Elena se llevaba a todos los chicos de calle. La había visto ligar con menos que eso.
―Claro, novato, yo te hago un tour por el reino. ―Sonrió con superioridad. Después se dirigió a nosotras―: Vengo en un rato. ―Nos guiñó un ojo y se puso delante del tipo, que empezó a seguirla como un perrito.
Apenas pudimos contener la risa.
Aunque mi cuerpo pareciera que flotara solo, ese breve lapsus de bajón me hizo darme cuenta de que lo que había a mi alrededor estaba un poco distorsionado. Ya no me apetecía seguir bailando, quería salir a que me diera el aire en la cara; también estaba sudando, y no me apetecía continuar bebiendo. Todo lo contrario que Tania y Ana, que habían vuelto a ser las reinas del mambo.
―Voy a subir un momento al ático ―informé a Tania en el oído, para que me oyera bien.
El camino más rápido era el ascensor. Y aunque yo no era muy amiga de ellos, me metí en la caja de metal y dejé que llevara hacia arriba, justo a la planta superior de la que estábamos.
Cuando se abrieron las puertas metálicas, una agradable sensación de frescor recorrió mis mejillas. Joder, qué bien se estaba en contacto con la brisa nocturna.
Pero, por muy bien que me sentara la caricia del aire, todo lo que veía a mi alrededor seguía un tanto difuso. La cabeza había empezado a darme vueltas subiendo en el elevador y ahora tenía ganas de que esa sensación de mareo se acabara.
Aquella terraza era enorme, había una fuente con chorros cruzados en el centro, y un montón de pufs con sus respectivas mesitas bordeándola. Algunos muy iluminados y otros en la penumbra.
Como odiaba ser el centro de las miradas, decidí ir hacia los más alejados y pegados a las sombras. Sin embargo, no llegué muy lejos, a medio camino de mi destino, resolví sentarme en uno cuya mesa de cuatro estaba libre.
Madre mía, ¿por qué todo daba tantas vueltas?
Apoyé los codos en las rodillas y me cogí la cabeza con las dos manos cerrando los ojos.
―Ten, te invito ―me dijo una voz.
Cuando alcé mi mirada distorsionada hacia ella, descubrí que era Marcos; llevaba una caja de birras al hombro y me estaba ofreciendo una. Suponía que estaban reponiendo bebidas y el almacén estaría cerca de allí.
―No, gracias, no tengo ganas ―rechacé su oferta de forma amable.
Su radiante sonrisa hizo acto de presencia en ese momento.
―Oh, vamos, ¿vas a despreciar el regalo de este pobre camarero? ―Hizo pucheritos.
Yo sonreí, un tanto incómoda.
―Te ha dicho que no, ¿es que estás sordo? ―El tono afilado de esa voz consiguió que me diera un escalofrío.
Rodé los ojos hacia su dueño.
Mike.
Su cara de pocos amigos fue suficiente para que Marcos se repensara la oferta que me había hecho. Retiró la botella de mi vista, se despidió con un balbuceo y se largó de allí como si hubiera visto al mismísimo diablo.
Estupendo, mi noche acababa de mejorar.
―Te has pasado, solo quería ser amable.
Los labios de Mike se curvaron hacia arriba, en un gesto irónico.
―Tú no sabes qué tenía esa bebida, amor. ―Bebió un sorbo de su propio cubata. No me había dado cuenta de que lo tenía hasta ahora.
Ya estábamos...
―No me llames así ―le exigí.
Él pasó de mi comentario y se sentó en un puf contiguo al mío.
―¿Qué haces aquí de esa manera?
Intenté esbozar una mirada cruel, al estilo de Elena, solo que sin intención de ligar.
―No te importa, y ya que te has sentado sin haber sido invitado, me voy. ―Me levanté, dispuesta a irme.
Al pasar a su lado, apresó mi muñeca y, con la inercia del tirón, me desestabilicé un poco.
Mike soltó su vaso y en un movimiento rápido terminé sentada sobre sus rodillas con sus manos alrededor de mi cintura.
―¿A dónde crees que vas? ―preguntó con aire paternal.
Teniéndolo tan cerca, ya no era capaz de imitar a la mala leche de Elena.
―Tengo... tengo... que irme con mis amigas.
Su rostro estaba tan cerca del mío que incluso percibía el olor de su aftersave. Ahora que me fijaba bien, acababa de afeitarse. Involuntariamente, alcé un dedo y toqué su mejilla. Era tan suave...
Con delicadeza, tomó mi dedo y lo apartó de su rostro.
―Por favor, no hagas eso ―me pidió, como si le doliera. Sus ojos avellanados habían perdido toda la aspereza con la que habían mirado a Marcos. En su lugar se había instaurado una expresión de verdadera aflicción.
¿Aquello sería real? Me parecía estar en un sueño, sensación que se acentuaba más gracias a la nebulosa que envolvía mi mente.
―¿Por qué me trataste así en el parque? ―le pregunté sin venir a qué, seducida por sus bonitas facciones. No lo había dicho con mala intención; en ese momento, había perdido tal capacidad. Más bien había sonado como un lamento de tristeza.
Su rostro reflejó al mío; la pena había absorbido toda su alegría, parecía que fuera a ponerse a llorar. Incluso parecía que le costara respirar un poco.
No pude evitar preguntarme cómo alguien que parecía tan dulce me había podido arrojar al suelo de aquella manera. Aquella era la cuestión que continuaba atormentándome desde ese día en el parque.
―Porque él te iba a tocar, y prefería arrancarme los ojos antes de ver esa imagen. ―Cogió aire con esfuerzo, sin apartar su mirada de mí.
Parecía tan vulnerable en ese momento... que casi había olvidado que se trataba de Mike.
―Me hiciste daño ―señalé recordando el momento. Tal vez yo también estuviera a punto de llorar. Aún seguía sin comprender por qué me había dolido tanto esa acción por su parte.
―Lo sé. ―Apretó los labios―. Nunca me lo perdonaré.
―Yo podría hacerlo ―argumenté de forma infantil.
No me gustaba esa expresión de tortura que lucía.
Me miró desconcertado. Tras unos instantes, se recompuso.
―Pues no deberías, Nonni. No me lo merezco.
―«Hoy la noche es mía» ―recité mi mantra acompañado de una risita ahogada―. Puedo hacer lo que quiera ―afirmé segura.
«Y lo que quiero es...», prosiguió mi mente en su fuero interno.
Él no me entendió, obviamente. Iba a decir algo más, pero no pudo... Ya que mis labios se habían posado sobre los suyos.
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