Capítulo 2
Mi curiosidad pesaba más que mi negación. Aquella chica o mi novia había doblado a la izquierda, rechazando los rayos luminosos del sol y siendo recibida por una sombra angosta de cobertizo. La chica que solía acaparar mis pensamientos, no me había visto. Cuando podía reconocerme entre una multitud o saber cómo me sentía antes de decirlo. Yo no existía en ese momento. Las calles eran un lugar concurrido, pero sin gentío. Tal vez ella no podría hallarme ni con el telescopio de Galileo Galilei.
La seguí azorado. Mi propósito era interceptarla y apagar mis inseguridades.
En vez de acercarme, ella se alejaba más. Antes de perderla, corrí y grité:
—¡Ingrid! ¡Ingrid! —Tal vez me faltó uno más.
Ella se detuvo segundos después, como si mis palabras hubieran tenido un efecto tardío. Me acerqué a ella con el fin de mitigar el incendio que habían provocado mis dudas. Por más que me acercaba, yo seguía lejos de ella.
Aquellos ojos ámbar me miraban como si recién me hubieran conocido. Parecía un visionario porque podía saber sus palabras antes de que me las dijera. Pero yo sabía algo que no quería saber.
Se veía diferente, tan diferente que me hacía evocar aquella vez cuando la conocí. Su rostro rezumaba candidez y afabilidad. Era una estudiante regular, pero yo menos que eso. Sus ojos esplendorosos creaban un desbarajuste ordenado en mis pensamientos.
Un diálogo se inició en medio de un partido de fútbol y ya nadie lo pudo detener, ni el griterío de los alumnos ni el timbre de salida. Su voz me ponía nervioso y tranquilo a la vez. Debía estudiar, pero quién podría estudiar con el corazón tamborileando.
Jamás olvidaré ese momento.
—Íngrid. ¿Está todo bien…? —pregunté antes de arrepentirme—. Me dijiste hace unas horas que ibas a ver a tu abuelo.
No pude hacer nada más que rememorar sus palabras. Me hallaba en mi habitación batallando con el trabajo universitario y luchando para impedir la inminente irrupción del tedio.
A los pocos minutos, Íngrid llegó y tocó la puerta un par de veces. Ella había venido a prestarse un texto de la universidad. También debíamos ultimar los detalles para ir a acampar el fin de semana, pero a último momento se presentó un escenario desfavorable. Ella debía viajar.
Yo le pregunté si podía ir con ella a ver a su abuelo convaleciente, por un problema cardiovascular. Pero su negatividad se tambaleaba entre el cariño y la discordia. "No te preocupes, amor, no quiero perjudicarte", me dijo.
Y en ese instante vino a mi mente el examen que debía dar; un examen, cuyo proceso de estudio había costado sangre, sudor y lágrimas. Un examen con esos antecedentes, debía desembocar en nota alta.
Lo que pasó ayer era muy contradictorio.
Íngrid hizo un gesto de estupor.
—Sí, lo que pasa, Yamil —comenzó a decir ella con un tono que había pactado con el desaire—, es que olvidé que debía llevar algo del supermercado.
Esa voz dulce no se hallaba por ningún lado. Hablaba más despacio de lo normal, como si repitiera algo que ya había dicho.
—Ah, ya… —dije sombríamente—, es que te veo un poco diferente.
—¿Diferente? Para nada —replicó ella con firmeza y clausuró las comisuras.
A priori, sus palabras parecían sinceras: no escondían nada. Pero el aire de su semblante me ofrecía una caja fuerte sin combinación.
—¿Te acompaño? —pregunté con la esperanza de cambiar su rostro huraño.
—Eh… Bueno, pero ¿no tienes trabajos pendientes? —Pude ver anticipadamente lo que podría decirme, pero no pensé que lo iba a decir—No quiero quitarte tiempo, debes tener cosas más importantes que hacer.
—La verdad es que no tengo nada… —dije, aunque en realidad tenía una montaña de trabajos—. Ahora solo me importas tú. Quiero estar contigo antes de que partas.
—Bueno… —respondió ella escuetamente. Algo inusual en su persona.
Sus ojos eran pura grandilocuencia, aunque no pudieran decir nada. El silencio hizo acto de presencia: un silencio estrepitoso que hacía tambalear mi corazón. Las palabras parecían huir de mí y ella parecía alejarse con cada pestañeo. Caminábamos juntos, pero parecía que un largo trecho nos separaba y en la calle el sonido citadino era un mutismo total. No me podía quedar callado ante su indiferencia.
—¿A qué hora regresas…? Digo, ¿a qué hora sale tu ómnibus? —pregunté y la última sílaba la dije sin aire.
—A las cuatro —replicó ella escuetamente. Esto parecía repetirse, conforme avanzábamos.
—De todo corazón, espero que tu abuelo se recupere pronto.
—Sí.
—… La próxima vez que salgamos voy a llevarte a conocer un lugar espléndido y relajante… Te gustará mucho.
—Bueno.
—¿Ya te conté sobre el examen? Respondí la última pregunta cuando el docente detuvo la prueba. Creo que esta vez me fue excelente.
—Ah, que bien.
A medida que caminábamos, el destino de llegada parecía moverse de lugar y, abandonado por la palabras, era presa fácil del temor. El tiempo discurría con parsimonia y mi temple descendía con intención de estrellarse. Íngrid era el sonido de mi voz. Ahora mi corazón era portavoz de mis sentimientos: este parecía desgañitarse con un atronador mutismo. Al final del recorrido, mis pensamientos eran la filarmónica de mis inseguridades. Su semblante me daba todo, menos certidumbre. Ni un gesto se asomaba y eso me quitaba el aliento.
Finalmente llegamos a la tienda de abarrotes. Mi temple recibió las exequias. Ella había llegado con el mismo semblante y yo había llegado con unas dudas que pesaban una tonelada bajo mi espalda. Con su despedida, la incertidumbre llegó en forma de maquinaria pesada. Su fría despedida fue el acabose. Por poco pensé que abandonaría la tierra por la forma de despedirse. De manera escueta intentó hacerme creer que los buses salían a las cuatro, cuando salen a las seis. Su mentira quedó varada en la frontera: incompatible con la verdad.
Por último, cuando se alejaba, intenté sonreír como último recurso para derribar el muro de la apatía y construir una sonrisa inexpugnable. Pero su alegría tenía un candado, el cual yo no podría abrir ni siendo omnipotente. Mi sonrisa murió antes de concretarse. Su despedida hacía eco en mi mente: "Te cuidas, chau".
Esta situación ya la había vivido, pero de otra forma. Lo recuerdo difusamente. Ella se había despedido de mí de la misma forma, pero para irse a dormir. Yo ya la extrañaba antes de que se reencontrara con la almohada.
«Me voy a dormir, amor. Sorry», dijo ella dormitando. «Voy a extrañarte», repliqué yo con mi corazón abarrotado de tristura. «¿En serio? Pero mañana volveremos a vernos, Yamil». «Voy a extrañarte igual», repuse. «Ay, te quiero, amorcito. Soñaré contigo». «Yo también, Íngrid». «Chau, amor, hasta mañana. Te mando un millón de besos. Te quiero, te quiero un montón. Te cuidas, chau», dijo ella y ya la empecé a extrañar.
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