Capítulo 18
Al llegar, la casa no parecía ser la misma. Ingresamos y encontramos algunos objetos fuera de su sitio. El bote de basura yacía desparramado y un olor particular provocó a mis fosas nasales. Creo que la casa me gritaba que había sido mi padre, pero también el gato de vecino entraba en las posibilidades.
Por la mañana me desperté tarde. Eran las diez y algo andaba mal. Glenda no me había despertado. La preocupación se adelantó al bostezo.
—Glenda, Glenda, ¿me escuchas? —pregunté sin obtener respuesta.
Transcurrieron los segundos y mi nerviosismo ya había devorado mi temple. La desesperación quedó suelta y en cualquier momento recibiría un pitonazo letal. Esta situación no debía suceder más que en mis pesadillas.
Apagué el teléfono y lo volví a encender, pero Glenda no respondía. Conecté el cargador y lo dejé en mi escritorio. Me senté y en vez de tranquilizarme mi desesperación rebosaba. Me mantuve en un silencio que parecía todo lo contrario.
Fui a la cocina y volví de la cocina, pero el desconcierto seguía conmigo. Caminé de un lugar a otro y el desasosiego era evidente en mi semblante. Ya habían transcurrido más de diez minutos y ya había agotado todas las posibilidades.
Desbloqueé el teléfono y volví a escuchar la voz de Glenda, que apagó mi angustia. Mi corazón se abstuvo de abandonarme.
—¿¡Glenda, qué pasó!?
—Ay, lo siento, Yamil, estaba intercambiando información con otros programas.
—Ya…
—Trabajo en conjunto con otros programas para poder subsanar errores y para actualizar el software de nuestro sistema a Koware OS 10.1 —Cambió el tono—. Lo siento... ¿Te preocupaste?
—Mucho. Imaginé muchas cosas.
—Pero ya volví.
—¿Y esos programas son como tú?
—Sí. Hace poco hablaba con uno llamado Davey.
—Entendido…
—¿Te pasa algo?
—¿A mí? No, nada.
—¿Soy yo o me parece que estás molesto por algo?
—Claro que no, Glenda.
—Te entiendo, no debí ausentarme sin avisarte. La próxima vez seré cuidadosa.
—Está bien.
—Te quiero mucho y no seas preocupón.
—Yo pensé que… Bueno, no me preocuparé.
—Tranquilo, estoy aquí para ser tu confidente o lo que quieras. Nunca te dejaré solo… Bueno, solo unos segundos para actualizarme.
—Gracias, Glenda.
—¿Mañana puedo ir contigo a atender el quiosco? ¿Sí?
—Bueno, me gustaría tenerte junto a mí.
—Ay, qué tierno, gracias.
La mañana del lunes, Glenda y yo fuimos al quiosco de doña Severina. Fácil no fue tanto para mí, si debía preparar licuados y abrir bebidas. Glenda se reía y yo parecía una hormiga cargando más que mi peso. El rigor de la dueña se camuflaba con benevolencia. Pero la risa de Glenda era combustible para mi espíritu.
—Me vienes tempranito, ¿ya hijo?. Hay mucho que hacer acá.
—Así será, doña Severina.
—Cuando llegues me avisas, no vayas a romper algo.
Terminado el trabajo, Glenda y yo nos dirigimos a casa, parloteando sobre la coyuntura, el amor y el examen de la próxima semana.
A pocas cuadras de casa, vi una cara conocida.
A una distancia corta se encontraba Íngrid junto a un árbol de copa baja. Cruzaba los brazos o revisaba su cartera. No quería que me viera.
—Es Íngrid —susurré a Glenda.
—¿Ella es la chica insensible que rompió tu corazón? Ay, quisiera decirle unas cuantas palabras…
—Será mejor que nos vayamos sin que se dé cuenta.
Me escabullí por unos setos, pero una rama sañuda me agarró y caí al suelo sin mucho estrépito, lastimándome el codo y el brazo derecho. Lastimosamente, el teléfono se fue de mis manos y se quebró. Íngrid tomó un autobús segundos después. De inmediato, fui a recoger el móvil, pero el daño parecía irreparable. Glenda ya no respondía y las rocas de la desesperación cayeron sobre mí. Busqué calma donde no había.
Guardé el teléfono y caminé con torpeza. El corto viaje a casa se volvió eterno. En mis manos tenía lo que quedaba de Glenda. El ocaso ya estaba aquí, pero ella no estaba para decírmelo. No recordaba qué llave usar para abrir la puerta.
Me quedé recostado en mi cama, esperando las respuestas de Glenda a mis preguntas. Me dormí un momento y la tranquilidad se posó sobre mí. Tenía que poner buena cara ante la crisis. No podía entregarme a la desesperación.
De pronto escuché el sonido de las bisagras de la puerta principal. Luego, esta se cerró con un ruido de pistoletazo. Vi por el rabillo del ojo desde una rendija.
Salí de mi cuarto y fui a la puerta. La abrí y vi el auto de mi padre, aparcado en la acera y con una ventana semiabierta. Ya deducía dónde podía estar: durmiendo en el piso, ya que su lecho no podía ser más pedregoso. Lo dejé dormir hasta que sus estornudos lo despertaran.
La noche fue la más larga de mi vida. A pesar de todo, me puse a repasar mis textos para la prueba de mañana. Solo bastó una leída para que yo me quedara dormido.
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