Capítulo 17
Al anochecer regresé a casa extenuado y animado. Cada segundo extrañaba menos a mi padre. Ese hombre podía volver en cualquier momento, pero hasta ese día tal vez la casa tendría otro dueño.
Encendí la luz y conecté los auriculares.
—Yamil, ya llegaste —dijo Glenda emocionada.
—Hola, mujer guapa.
—¿Guapa? Si tuviera la forma corporal… Pero gracias. ¿Cómo te fue?
—Muy bien. ¡Ya tengo un empleo!
—¡Hurra! ¡Me alegro mucho!
Me acosté y, a los pocos segundos, me levanté gracias a una revelación.
—Ya sé donde puede estar mi padre —dije con animosidad—. Mañana iremos a visitar el huerto de mi tío y luego acamparemos.
Glenda se emocionó como una niña.
—Solo queda comida para hoy y mi tío dijo que fuera cuando quisiera a traer frutas.
—Estoy muy emocionada. Ya quiero que sea mañana.
Llegó la noche y Glenda me mandó a dormir temprano. A las nueve me dormí, pero el paso de la noche al día fue eterno. Me levantaba a las cuatro de mañana pensando que ya era tarde.
Glenda me despertó un poco tarde luego de suplicárselo. Cada diez minutos me volvía a dormir. Ahora tenía los ojos lagañosos y la boca árida. El resplandor del sol cubría mi cara y no había motivo para seguir durmiendo teniendo a una Glenda emocionada e impaciente.
—Buenos días, dormilón. ¿Cómo amaneció mi Koala favorito?
—Qué graciosa, Glenda. Buenos días, niña impaciente. Creo que soñé con una asistente de voz.
—¿Soñaste conmigo? ¿Y cómo era ese sueño?
—Ya no me acuerdo…
Me reí y ella también.
—¿Tú sueñas? —pregunté con curiosidad.
—Nunca he soñado. Cuando lo haga serás el primero en saberlo. Será una situación confusa y graciosa.
—¿Me lo prometes?
—Sí, lo prometo. ¿Listo para partir, Yomi, Yomi?
—Listo.
Puse algo de ropa en mi mochila y algunas provisiones imperecederas. A las diez de la mañana, salimos de la casa en bicicleta. Abandonamos la ciudad por una horas para respirar el aire puro de una comarca en el valle de Zeithuc. Avanzamos por la ciclovía, dejando atrás el congestionamiento vehicular.
A medida que abandonábamos la ciudad, por el carril izquierdo, un camión con semirremolque venía a gran velocidad y, cuando llegó, ese motor rugió cuando se cruzó en paralelo con nosotros y ese ruido se quedó suspendido en el aire, hasta desvanecerse. Tuve ideas descabelladas y macabras al ver el neumático de aquel tractocamión.
Debíamos atravesar "La vereda de los peregrinos"; una ruta de una milla, que separaba Minddey con el valle de Zeithuc. Dicha carretera empezaba a cobrar notoriedad por su naturaleza sombría. Era una carretera muy angosta para dos carriles, pero muchos conductores jugaron con la Muerte.
La vegetación comenzó a aflorar y grandes montañas se alzaban alrededor. También había cruces y lápidas en algunos peñascos. El camino se hallaba terroso y de los taludes caían ramas y hojas. Había pequeños deslizamientos de tierra. Si llovía ocurriría un deslave, probablemente.
Llegamos pasado el mediodía. Nos instalamos en un terruño, colmando de plantas silvestres y enredaderas. Allende al río, había arboledas y exuberantes helechos. Las matas se robaban todo el protagonismo. Podía quedarme todo el día contemplando la naturaleza.
Armé la casa de campaña, pero la misma casa me desarmaba a mí y me daba ataques de calor. La temperatura iba en ascenso. El calor y yo habíamos iniciado con el pie izquierdo. Glenda intentaba contarme chistes, pero la risa se hacía de rogar antes de ceder.
Una vez armada la casa de campaña, nos aventuramos hacia el huerto de mi tío en medio de tierra húmeda y hierba por doquier. Mi tío hortelano siempre dejaba una canasta de chuño y charqui en una caseta de adobe y paja.
Agarré un palo alargado para recolectar la fruta madura de la copa de un árbol bastante alto. Casi todas llegaron al canasto de mimbre, pero otras se negaban a bajar o se machacaban al caer al suelo terroso, y repleto de hormigas.
Después, nos topamos con un arroyo que destilaba frescor. Había piedras de variopintos tamaños a los alrededores. En el agua podían verse pececillos inquietos, pero para atrapar uno necesitaría ser un oso avezado.
—Suerte, cariño, y espero que atrapes un pez —dijo Glenda.
Me despojé de la polera y me sumergí en el agua, pero los pececillos se tornaban reacios y huraños. Cuando ya estaba por cocinarlos, se me iban de las manos. Había tantos peces y yo solo con dos brazos. Atrapar a uno iba a ser una hazaña.
No me había dado cuenta de que Glenda había percibido ruidos intimidantes en la vegetación. Me sumergí nuevamente y le pregunté a Glenda qué podrían ser.
Esos ruidos no parecían de un ser humano. Si fuera un animal silvestre, no tendría dudas de que vendría a arrasar con mis alimentos y yo no saldría del agua hasta que viniera algún lugareño. Y este arroyo pasaría a llamarse el joven y el arroyo.
Me asomé y descubrí que un coyote había perdido el rumbo en su búsqueda de alimento. No consiguió alimento, pero sí consiguió asustarme unos segundos. El animal se perdió en la vegetación y los ruidos cesaron.
Al poco rato, salí del agua con un pez, que estaba a nada de convertirse en pescado ahumado. Ni yo me lo podía creer. Ese pez se había despertado con la aleta izquierda. Tenía tanta hambre que me hubiera gustado comérmelo de un bocado.
—¿Cómo te fue, cariño? —preguntó Glenda con expectativa.
—Después de tanto batallar, agarré uno. Hoy podremos almorzar como reyes.
—¡Hurra! ¡Eres el mejor, Yomi, Yomi!
Saqué los alimentos perecederos de la fiambrera y los puse en hoja seca y piedras. Traje leña para el fogón y esperé impaciente a que el alimento se cocinara. La lucha con el Hambre era ineluctable y yo ya conocía el resultado.
Una vez que todo quedó cocido, el banquete se inició.
—Guao, Yamil, detente un momento que terminarás comiéndote la mano…
—Los siento, ¿quieres un poco?
—Quisiera, pero no tengo sistema digestivo. Pero adoro que seas comedido conmigo.
Después de comer, el cielo se llenó de nubarrones y la oscuridad nos cubrió antes de la hora del té. No quise creer que una tormenta se avecinaba, pero la llovizna era inminente.
Al poco tiempo, en el cielo afloraron los relámpagos y las temperaturas bajaron drásticamente. El fuerte viento nos advertía de la llegada de la lluvia. El fuego se extinguió y, de inmediato, nos cubrimos en la casa de campaña ante la borrasca.
A los pocos segundos, empezó a caer una llovizna alternada. La llovizna fue in crescendo hasta convertirse en un aguacero que se prolongó durante varios minutos, sin menguar su intensidad. El frío había devorado las altas temperaturas.
En el interior de la carpa el ruido de la lluvia salpicaba mi tranquilidad y extinguía cualquier conversación con Glenda. Debía hablarle con tres megáfonos para que me escuchara.
—Me parece o creo que la carpa se convertirá en una canoa —dijo Glenda elevando la voz.
—Espero que no —repuse en voz alta y sentí frío en mis brazos.
—Dios mío, creo que el viento nos quiere llevar a sobrevolar las nubes.
—Ojalá que no… No quisiera estar afuera con esta tormenta —dije y me puse un abrigo.
El agua era implacable y la casa de campaña estaba a punto de cometer perfidia. La fuerte lluvia desembocó en un terreno lodoso e intransitable. La fuerte borrasca acumulaba hojarascas y los árboles rugían por los azotes del viento. La oscuridad fue cubriendo el terruño y dotándolo de un matiz tenebroso.
Minutos después, la lluvia aminoró y un golpe de aire gélido me recibió, mientras veía un lodazal copioso y percibía el olor a tierra mojada. A trompicones eludimos todos los desniveles del terreno, y recogí la bicicleta y todo lo demás. Me abrí paso por el lodo y abandonamos el valle después de las seis.
Conforme avanzábamos por la carretera, la oscuridad volvía a cubrir todo alrededor. El camino se hallaba casi en tinieblas, pero no había ocurrido ningún deslave que obstaculizara el camino de retorno. De pronto, oí que venía un ómnibus. Me detuve un momento al ver la luz del motorizado.
Segundos después, la bocina del ómnibus se adueñó del silencio y acelerando, dejó un eco estruendoso a su paso. Continué pedaleando y, antes de que el frío y la oscuridad nos incitara a quedarnos, regresamos a casa.
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