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Capítulo 13

Salí de ese lugar caminando luego de un choque aparatoso, sin consecuencias fatales. Pensé que este accidente lo iba a contar desde arriba. La oportuna intervención de Glenda había evitado algo mucho más grave. 

Íngrid no volvió a comunicarse conmigo. En mi alcoba, yo no tenía valor para mandarle un mensaje, porque no quería llegar con un vendaval de excusas. Un solo mensaje fue suficiente para hacerme caminar por una cuerda floja. Pero para ella, su mensaje tenía un peso descomunal para mí. Su recuerdo iba a durar más que nuestra relación.

De camino a casa, Glenda trataba de animarme, pero yo estaba apesadumbrado. No iba a poder olvidar a alguien que aún seguía en este lugar. Anímicamente no estaba ni para abrir una puerta. Había perdido mi chance en el último segundo.

Las clases no me esperaron y pasado el mediodía llegué a casa, pero no había nadie. Mi padre convertía el hogar en un pudridero con solo poner un pie. El trabajo arduo lo amedrentaba y parte del dinero, de la venta de la máquina de construcción, se convertía en bebida alcohólica.

Me detuve en la entrada para sacar las llaves, pero la llegada de un vehículo desconocido me hizo voltear, aunque la llave ya había tomado otro rumbo.

Dicho vehículo se estacionó al lado de mi casa. Hace solo unos momentos pensé que era otro vehículo más que huía de una patrulla, pero aquel auto no se hallaba en mi memoria a largo plazo. En solo un pestañeo, el coche se encontraba aparcado como para no salir más.

Del automóvil, bajó un sujeto con traje de etiqueta. Encorbatado y preparado para destilar seriedad. Era alto como una jabalina y se movía con amaneramiento.

Caminó y se detuvo a un metro de mí, porque lo midió con cinta métrica. Luego, guardó la cinta en la guantera, adoptó una postura erguida y dijo:

—Buenas tardes, joven, busco al señor Wenceslao.

El hombre hablaba fuerte y acompañaba sus palabras con ademanes señoriales.

—¿De parte de quién? —dije con pasmo.

—Ulrich Diermissen: su acreedor.

—Ya. Ahora lo llamo…

—Muy bien, pero le pediría que no tarde más de un minuto en salir.

Pero tardé casi un minuto en abrir la puerta, y busqué a Wenceslao para ver la cara que pondría.

No lo encontré.

Así que regresé a la puerta. El hombre miró su reloj de pulsera.

—Mi papá no está —dije con vergüenza.

—El señor Wenceslao acordó a esta hora. Son las 14:30 pm, y ya pasaron cinco segundos de más. ¡Nunca me había pasado esto!

—Ya, pero no sé porqué no ha llegado.

—El señor Wenceslao ha faltado a su palabra, y como ha faltado a su palabra, ha generado en mí, desconfianza. Y probablemente no vuelva a prestarle dinero. Y si no presto dinero; no gano, y si no gano; no como, y si no como; me voy a la tumba.

—Cuando llegue yo le aviso… O tal vez ya llegue.

—Ya ha pasado un minuto. Ni un segundo más ni un segundo menos. Si mi jefe se entera habrá discusión y se enojará, y si se enoja me quedaré sin trabajo, y sin trabajo mi esposa se irá con otro Ulrich.

El hombre se fue molesto. Cerré la puerta y se abrió mi curiosidad por saber el paradero de mi padre.

—Parece que tu papá se olvidó que tiene un hijo —dijo Glenda con preocupación—. ¿Ya ha pasado alguna vez?

—Sí, así que debe estar bebiendo o bebiendo tal vez…

—¡Ouch! No digas eso. Tal vez tuvo un inconveniente y se le hizo tarde.

—Puede ser, pero mi papá no puede estar lejos mucho tiempo de la… bueno, ojalá llegue pronto.

—Hum… ¿Tienes para comer?

—Creo que vi algo comestible hace unos momentos en la cocina.

La comida se había extinguido en la casa. El refrigerador se tornaba inútil sin alimento. Tenía que agradecer a Wenceslao de que no se hubiera comido hasta la puerta. Solo estábamos Glenda, yo, mi hambre y mis textos de la universidad, cuyos temas ya habían caducado para el examen de administración.

Fui a la cocina a buscar alimento: no encontré ni comida vencida. Regresé más hambriento a mi cuarto, pero antes de cerrar la puerta, el gozne rechinó y me percaté de la presencia de un plato con arroz y pescado frito, que reposaba en nuestra mesa.

Extrañado, me acerqué a la mesa, impulsado por el hambre que ya me había dado un ultimátum. El clima gélido alimentaba mi hambre. Ver un plato lleno ya era extraño, pero ver comida preparada sin mi padre en casa lo era aún más.

El platillo se veía apetitoso a los lejos y mucho más estando cerca. El pescado estaba un poco chamuscado, como si lo hubieran cocinado en la era del paleolítico. Esperaron a hallar el fuego para cocinarlo.

—Yamil, ¿no tienes hambre? —preguntó Glenda.

—Tengo, pero a la vez no tanto.

—Tienes que comer… El pescado es una gran fuente de proteínas.

—Comeré un poco…

Me lo comí todo, hasta casi el plato.

—¿Extrañas a tu papá cuando no llega? —preguntó Glenda con voz melosa.

—Tendrían que pasar varios días para que le extrañe una pizca.

Me levanté y llevé las vajillas al fregadero para que se familiaricen con el detergente. Después, puse la vajilla en el escurreplatos y me sequé las manos.

Al regresar a mi habitación, tropecé con el bote de basura y por poco me reviento como una vasija. El contenido de la basura salió del bote y me dio trabajo sin paga. Hacer esto era como divertir al tedio ¿Qué de interesante podría haber en la basura? Pero la respuesta saltaba a la vista. Algo atípico había allí.

Lo recogí con desgano y descubrí sin querer una envoltura que, a priori, parecía ser veneno para insectos. Hasta donde sé, no habíamos visto a ninguno rondar por la casa. En ese momento, me ofusqué y tuve una epifanía al tentar la envoltura. Glenda se mantenía en silencio, pero el silencio tenía los segundos contados.

—Yamil, ¿qué sucede?

—Creo… creo que comí algo que me puede hacer bastante daño.

—¿Por qué lo dices? ¿Qué pasó?

—Encontré veneno. Ahora estoy asustado.

—¿Pero estás seguro de que lo ingeriste?

—La comida estaba muy cerca del envoltorio.

—Tal vez es pura casualidad, Yamil… Probablemente tu papá vio una rata.

—Estaba demasiado cerca… Creo que mi padre me odia, me… Bueno, tal vez sea coincidencia.

Busqué una silla y traté de aplacar mi ansiedad, que estaba a poco de convertirse en un leviatán.

—Yamil, tranquilo. Tiene que haber una explicación. ¿Te sientes bien?

—Estoy temblando, me siento agitado, asustado… Bueno, no debe ser nada malo.

—Calma, no puedes estar enfermo. Confía en mí.

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