Capítulo 11
Finalmente, llegué a casa y mi padre parecía estar presente, aunque no estuviera físicamente dentro. Wenceslao había salido, pero no la discordia que sembraba y se quedaba enraizada. Cerré mi puerta y fui hacia mi alcoba oscura y habitada por la soledad. La casa estaba en silente, pero en mi corazón había una verbena bulliciosa.
Lo eché llave y me deshice de la mochila con celeridad. Tiempo después, no supe el paradero de la misma. Pero ya tenía mi nueva adquisición y lo manipulé como si fuera un diamante. En mis manos no parecía tener deseos de terminar en el piso. En ese momento, mi nuevo teléfono tenía más valor que todo lo que había en mi alcoba. La tersa superficie de la cubierta se adhería a mis manos. Era complicado deshacerse de ella al menos un momento.
Con mi cabeza enfocada en Íngrid, busqué el chip y, después de batallar con la bandeja de tarjetas, lo encendí. Apareció el nombre de la marca Koware y animaciones abigarradas de colores y sonidos. Traté de familiarizarme con el teléfono, pero su naturaleza vanguardista era una mofa para mis gustos ancestrales. Si tuviera extremidades seguro cogería mi antiguo móvil y lo tiraría al bote de basura.
El terminal me dio la bienvenida y de inmediato apareció el menú de configuraciones básicas y de asistente de voz. Le di aceptar a todo casi sin ver.
Al abrirse el menú de inicio, una voz me comunicó lo siguiente:
"Koware, así como sus aplicaciones enfocadas en inteligencia artificial, son productos pertenecientes a Tesoca Inc. y M. Robots".
—Hola, soy Glenda tu asistente de voz.
Yo por poco ignoré esa voz, pulsando los contactos y el número de Íngrid. Me sentí desconcertado y di marcha atrás.
Me acerqué al micrófono y dije:
—¿Hola? Soy Yamil, teléfono...
Ella rio con mucha naturalidad.
—Mucho gusto, Yamil. Puedes hacerme las preguntas que quieras que yo las responderé.
—Gracias, supongo.
Asentí en silencio y casi sin hálito. Dejé el teléfono sobre el escritorio y fui a engullir, aunque no tuviera hambre, y a beber, aunque no tuviera sed.
Entré y salí de la cocina con la mente en una persona: ya ni recordaba lo que había ingerido. Me tumbé en la cama imaginando lo que iba a decirle a Íngrid. Pero ¿si no me contesta?
La modorra me venció y me dormí y, a la mañana siguiente, fui a la universidad pensando en lo mismo. Las ideas chocaban de frente con mis estudios. Ya había roce desde un principio. Todo se mezcló y se fue al tacho.
De regreso a casa, encontré a mi padre viendo las noticias. Wenceslao quería devorarse al conductor del noticiero.
—¡Estoy viendo a Cristóbal Colón y a Mussolini al mismo tiempo! Esto me pasa por ver tantos golpes de estado.
Ya no lo encontraba dormitando: eso era algo bueno, pero despotricaba y fuerte. De esa cabeza salía humo a raudales. En la tele no había nada que lo mantuviera alegre.
Lo dejé solo y fui a mi alcoba a hacer mis deberes. Había mucho que hacer y poco tiempo para gandulear.
Al ocaso, me dirigí al teléfono tímidamente.
—¿Hola...? —dije y apoyé la quijada en mi mano.
—Hola, Yamil —contestó ella al instante.
—¿Qué tal? —pregunté y me reí por mi osadía.
—Muy bien, gracias, ¿y tú cómo estás? ¿Alguna novedad?
Parecía una chica de carne y hueso... La seriedad me abrazó fuerte.
—Estoy bien... Y sí, ya terminé mis deberes.
—¡Hurra!
—Glenda, ¿qué edad tienes?
—Tengo un año después de haberme actualizado. Pero tengo la voz de una universitaria, creo.
—Muy bonita, por cierto.
—Gracias, muy amable.
Dejé el teléfono y me puse a estudiar hasta aburrirme. Al final, un sueño terrible me agarró desprevenido y me entregué al mismo.
A la mañana siguiente, me desperté temprano y me alisté metafóricamente. Mi padre también se alistaba para salir a trabajar o algo así.
En la puerta gritó:
—¡Si viene alguien a buscarme, le dices que viajé!
—¡Ya! —respondí.
Era un decir, pero conociendo a mi padre todo era posible.
Alrededor del mediodía, me dirigí al teléfono.
—Hola, Glenda, ¿puedes darme la hora?
—Sí. Doce y quince.
—Ya. ¿Puedes decirme la temperatura?
—Claro que sí. La temperatura ahora es de 29° grados Celsius. La sensación térmica es de 19° y la humedad de 55%.
—Gracias, teléfono... Digo...
—De nada, pero me llamo Glenda, ja, ja.
—Perdón, Glenda. No estoy acostumbrado a hablar con un teléfono y...
—Te perdono y estoy aquí para ayudarte en todo lo que necesites.
—¿Hablas en serio?
—Sí.
—¿Segura?
—Sí, sí, sí, sí...
—Tengo hambre y necesito contarle algo a alguien.
—Puedo darte la receta de un exquisito platillo. Puedes hablar conmigo o hablar con la comida, si quieres.
Reí.
—Estoy nervioso. El dinero es insuficiente para el abismo de mi estómago.
—Ay, eso no es nada bueno... Si tuviera manos y mucho dinero te prestaría con gusto. El interés sería reducido.
—No está mal.
Puse a cargar el móvil, porque la batería clamaba por un cargador. Mientras veía el porcentaje recordé que aún no había llamado a Íngrid. La indecisión reinó en mi cabeza.
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