• Esperanza oscura.
Bastó con una mirada tuya para postrarme a tus pies. Bastó con una palabra tuya para erigirte en mí, en mi moribundo corazón, un altar. Desde aquel momento te juré mi eterna devoción, y cómo no, si desde el primer instante me sentí por ti cautivada, me sentí atraída por ti cual si fuera una polilla atraída por una brillante luz. ¿Cómo alguien como tú pudo llegar aquí?, ¿cómo alguien como tú podía siquiera mezclarse con gente como yo?, ni yo ni ellos ni nadie sería digno de estar en tu presencia, sin embargo, yo quiero ser merecedora de ti y de tu aprecio, que según vi, no has dado a nadie semejante muestra de cariño, solo a mí. Solo eres tú cuando estás conmigo.
Tú mismo me lo dijiste aquel día.
Cuando llegaste, yo no era nada; me sentía vacía, incompleta, reducida y desplazada, estaba sola, tan sola en este mundo desprovisto de emociones, de vigor, de todo color, y solo tú, tu milagrosa llegada, me hizo sentir con vida, me sentía viva por primera vez desde que llegué aquí. Así, yo comencé a vivir por ti, por ti y solo para verte feliz, para ser devota a tu imagen, a tu ser, a tu bendita alma. Cuando llegaste, cuando te vi, allí, desde lejos, oculta entre la multitud enardecida, solo un segundo fue suficiente para comprender que quería estar a tu lado, quería acompañarte, hablar contigo, quería acercarme a ti y morir a tu lado. Ese día, cuya fecha ya he olvidado pero tú seguramente recordarás, me acerqué, abriéndome paso entre el gentío que se congregó a tu alrededor, lanzando manotazos y empujones con las pocas fuerzas que pude reunir, pero que consumiéndome el deseo de verte, de tocarte, de oír tu voz, persistí a pesar del dolor, de los arañazos, los insultos y los golpes iracundos, y pude alcanzarte.
Venías de muy lejos, del otro lado del mundo, donde la gente no maldice sino a escondidas y todos llevan ropa bonita y zapatos nuevos; allá no conocen de harapos ni saben qué se siente andar descalzos. Viniste en una carroza demasiado arreglada, una que era tirada por corceles que parecían de plata, y los que venían contigo, que descubrí luego eran tu madre y tu tío, venían igual de arreglados que su excéntrico transporte, con sus atuendos de encaje y mil telas costosas; uno iba con un traje oscuro, impecable, a la medida, con un alto sombrero de copa y unos guantes blanquísimos que sujetaban un fino bastón de ornamentada empuñadura; la otra, tu bella y elegante madre, la mujer más hermosa que en mis cortos y miserables diez años había visto, vestía con un pomposo vestido púrpura, con lazos negros y exquisitos detalles bordados a mano, empero toda su parafernalia, y cuantas otras cosas se atreviera a colocarse encima, no sería jamás suficiente para opacar su rostro lozano, cincelado, con una mirada tan pura que no podía concebirse en criatura alguna más que en un ser angelical, y esa era ella: un ángel. Y tú, mi amado, que junto a ellos te encontrabas, apareciste frente a mí con un traje oscuro, como el de tu tío, y una mirada más pura que la de tu madre; eres el joven más apuesto que he visto, y que veré.
¿Qué los había traído a Kingsworth?, seguramente las minas. Irónicamente, como si Dios se burlara de nosotros, todos aquí éramos muy pobres aunque de nuestras tierras sacaran tanto provecho los hombres trajeados como tu tío. Decíamos saber muy poco del mundo, no queriendo confesar que lo desconocíamos todo, por lo que éramos bastante sumisos y obedecíamos a los tantos foráneos que iban y venían y masacraban Kingsworth. Si bien no nos gustaban los extranjeros, poco podíamos hacer al respecto, nos limitábamos a observar, a maldecir y a servir. Así fue con tu familia.
Vivían en una casa maravillosa, parecida a un castillo, muy grande y muy bonita, en el centro del pueblo; la única con flores en la entrada y paredes coloridas. Tenían mucha gente que trabajaba para ustedes, muchas señoritas que cocinaban, limpiaban y hacían las compras, aunque muchas desaparecían con el tiempo y tu familia estaba constantemente en busca de sirvientes. En muchas, muchísimas ocasiones fui a buscarte, tocaba la campanilla junto a la puerta con gran insistencia y me quedaba esperando pacientemente hasta que alguien se dignaba a recibirme, aunque de mala gana, y para nada, pues al verme me cerraban la puerta en la cara, pero, claro, estas eran las doncellas y esa era su obligación, admito aquí que lo comprendo, pero no con menos disgusto que antes. Un día, quien me recibió fue tu madre, ella me miró a los ojos, algo que hasta entonces no había hecho nadie, y luego cerró la puerta, a los minutos regresó y puso a mis pies, cenicientos, descalzos y heridos, un tazón con pan y algunas rebanadas de queso, y volvió a cerrar la puerta; un detalle ciertamente bondadoso, dirigido más a ella que a mí, pero esto no tiene por ahora importancia. En fin, la cuestión está en que nadie me dejaba entrar, pero no por eso me rendí. Esperé por ti, sentada en la calle, mirando la entrada, por si decidías salir, y mirando las ventanas, por si decidías asomarte.
Finalmente no te asomaste a ninguna ventana, sino que escapaste por una de ellas.
Comenzaba a oscurecer, hacía frío y cada quien volvía al amparo de sus humildes hogares, a nadie le gustaba andar por la silente y entenebrecida Kingsworth cuando caía la noche; entonces, si todos corrían a resguardarse en sus casas, ¿por qué tú, mi amado, te empeñabas en huir de la tuya?
Ayudado por la tupida enredadera que cubría el costado de la casa, y las tuberías que escalaban hasta el segundo piso, lograste bajar con gran destreza y sigilo, y ya allí, te vi perdido, así que fui a guiarte. Corrí en tu dirección con una emoción tal que me es, con certeza, imposible de describir, y cuando te tuve frente a mí, cuando te tomé de la mano, me volví polvo y luego renací. Acaso ¿tú no sentiste aquel pinchazo en el estómago, aquel estremecimiento en el alma?, como si el corazón ardiera cual brazas y se consumiera de a poco.
Por fin te veía de cerca y podía detallarte a gusto, por fin te tocaba y podía sentir la calidez que desprendías y toda la vida, las alegrías y tristezas, que corría por tus venas, y tú por fin podías reconocerme. Te bastó con que yo te dijera que te llevaría a conocer un lugar lindo y muy lejos para que tú me siguieras. Tú solo querías huir y yo te quería conmigo, así que te llevé a mi hogar.
Donde yo vivo no es un lugar tan lindo como tu castillo, no es grande ni muy limpio, ni tengo quien me cocine, me arregle la ropa o me haga las compras. Yo vivo sola desde que mi madre enfermó y mi padre se suicidó, yo llevo cinco años sola, aunque por algún tiempo me acompañó el cadáver de mi padre, sin embargo a los meses de su muerte los vecinos se quejaron del olor y lo enterraron. Él sigue aquí, sí, pero sepultado cerca del árbol en donde nos sentamos a conversar tan amenamente la primera vez, la primera noche, mas no te lo había revelado hasta ahora por miedo a que te alejaras, pero siento que ya es tiempo de sincerarme contigo; al fin y al cabo, prometimos estar juntos para siempre, y no puede haber mentiras entre nosotros.
Mi casa es una desvencijada cabaña alejada del pueblo y alejada de todo, aunque tiene su encanto particular: allí las cosas se ven diferentes, más hermosas; las estrellas en el cielo parecían brillar con mayor ahínco y la luna parecía estar a un palmo de nosotros, de nuestras pequeñas manos estiradas hacia el firmamento. Aquella noche nos tendimos a la sombra del vetusto árbol, y allí descubrí que te llamas Levi y que por aquel tiempo tenías trece años. ¿Qué te había impulsado a escarpar?, no me lo dijiste sino muchos años después, pero sí me confesaste otra cosa, ¿lo recuerdas? Te sentías bien en aquel lugar, conmigo, solo conmigo, tan lejos de todo y de todos.
¡Qué felicidad!, qué alegría sentí yo al escucharte, pues eso significaba que habría más encuentros y que yo podría disfrutar de ti, de tu presencia, tu pureza y calidez, y así fue. Así comenzamos, con esos subrepticios encuentros al anochecer, las íntimas charlas de medianoche y largas caminatas por la madrugada, hasta que aparecían los primeros rayos del alba y tú volvías a tu hogar. Si bien tu familia pasado algún tiempo comenzó a sospechar, poco les importabas, amor mío; yo soy la única que ha velado por ti, y tú lo sabes.
Danzando en el campo, corriendo bajo la luz de la luna y tomados de las manos tendidos bajo aquel árbol, crecimos juntos, tú y yo y nadie más, apartados de Kingsworth, de la gentuza y de los adinerados, de tu familia hipócrita y los sirvientes malheridos. Tú querías escapar de todos y yo era tu refugio, y cuánto me encantaba que recurrieras a mí y a nadie más, que buscaras en mí lo que necesitabas así como yo encontré en ti lo que anhelaba desde que nací, porque tú eres todo para mí como yo lo soy para ti.
Discúlpame, de vez en cuando me dejo llevar por las emociones y comienzo a divagar, pierdo el hilo de mi confesión y debo de forma abrupta retornar a la realidad... Sí, por supuesto que sí, admito que me pierdo muy fácilmente, pero ¿cómo no hacerlo?, si tratándose de ti siempre me es fácil perder la cabeza; lo que siento por ti es mucho y a veces me sobrepasa, pero así es el amor y así son las cosas: uno siempre pierde algo o se pierde uno. Pero, bueno, a lo que iba, ¿por dónde iba?, tengo tantas cosas que decirte y tantas cosas por hacer, pero primero lo primero, lo más importante, debo aclarártelo todo, debo confesarlo todo para que tú recuerdes y para que comprendas que yo fui, que yo soy, la única que ha velado por ti. Así, presta atención, escúchame y no te vayas todavía, al fin y al cabo falta poco y aunque te quieras ir, y aunque te vayas, te traeré de regreso.
Pasaron tres años que para ti y para mí fueron perfectos, pero para otros no tanto. Muchas muertes, mucha sangre, y si bien Kingsworth no fue nunca un paraíso, tampoco era un infierno, pero se convirtió en eso. ¿Qué tan lejos podía llegar la depravación humana?, ¿qué tan rápido puede su iniquidad contaminar la tierra, qué tan rápido puede corroer lo que a su paso encuentre? Había personas muy malas y otras demasiado doblegadas, y las personas malas llegaban a Kingsworth como guiadas de la mano a su Edén. Recuerdo que, pasado el mediodía, fui a visitarte, a mirarte desde lejos sentada en la acera, porque tú no podías salir de día, tú no podías salir en ningún momento, te tenían como a un triste canario encerrado en una jaula de oro, así que a veces te asomabas por la ventana y me saludabas a escondidas, pero aquel día no lo hiciste..., no lo hiciste porque aquella mañana por fin saliste: te acercaste a mí en plena luz del día, bajo el atento escrutinio de los que por la calle iban, y me ofreciste ropa y unos bonitos zapatos, estos recién lustrados y con delicadas trenzas, rindiéndome cuentas aunque no debías, pero lo hacías para suavizar —si es que era posible, y no lo fue— la sentencia de muerte que estabas por promulgar. Me revelaste, amor mío, que al día siguiente volverías al otro lado del mundo, donde la gente no maldice sino a escondidas y todos llevan ropa bonita y zapatos nuevos, como los míos; allá no conocen de harapos, como los que tenía, ni saben qué se siente andar descalzos, como yo. Te irías porque eso quería tu madre, quizás el primer y único acto considerado que tuvo contigo desde que naciste.
Yo enfurecí, mi amado, yo enfurecí porque sentí que me abandonabas, porque sentí que me desplazabas como me desplazaron otros antes de ti, que me desechabas como alguna vez lo hizo mi padre y que me olvidarías como alguna vez lo hizo mi madre. Me dolía, cuánto me dolió; me dolía porque sabía que tan pronto tú te alejaras me sentiría otra vez vacía, incompleta, y moriría. Por eso te grité, por eso te golpeé y te escupí, pero no porque me enfadara contigo, amor mío, sino porque te amaba demasiado, y te amo demasiado.
Aquella noche no te vi, no viniste a mí, y cuánto te extrañé. Mi amado, cuánto me arrepentí, y me arrepentí tanto que recé por ti, para que a pesar de mis rabietas regresaras a mi lado, Dios me lo permitiera, pero esa noche, por mucho que te esperé, por mucho que rogué y lloré, no apareciste. A la mañana siguiente descubrí el porqué.
No te podía dejar partir así, no podía dejarte ir sin confesártelo todo, así que tan rápido como pude acudí a tu encuentro, sin saber lo que me esperaría al llegar a tu hogar. Qué escenario tan peculiar, qué día tan extraño aquel. Anda, dime, ¿tú lo recuerdas?, ¿lo recuerdas todo a pesar de estar incompleto? De ti quedaban tan solo unos cuantos miserables trozos desperdigados por la calle, unos dedos cercenados y unos pedazos de tu abdomen y de tus piernas; en mis zapatos nuevos se enredaron algunos mechones de tu oscuro cabello, y tú aún me observabas atento desde el otro lado de la cruenta carretera, con tus cándidos y hermosos ojos azules a punto de caer por el alcantarillado.
Tu belleza prevalecía incluso cuando te hallabas hecho pedazos.
Supongo sentirás todavía curiosidad, te preguntarás qué sentí yo al verte en semejante estado tan penoso. A decir verdad no lo recuerdo ya; me es, siéndote de corazón sincera, imposible rememorar con exactitud las intensas emociones que me poseyeron aquel día que me sirvió de catarsis. Lo que sí te puedo asegurar es que no perdí la esperanza.
Tú no te habías ido, seguías muy cerca y yo solo debía encontrarte.
Te contaré lo que sucedió esa tarde luego de que levantaran tus restos: lo que quedó de ti lo metieron en una pequeña cajita de madera tallada y perfumada, te llevaron al cementerio de Kingsworth y allí te sepultaron bajo una enorme cruz de piedra, pero no te preocupes, yo sé que tú no querías yacer ahí, así que por la noche exhumé tu tumba y te enterré bajo nuestro árbol sacrosanto, cuyas tostadas hojas empezaban a desprenderse para cobijarte. Mucha gente asistió a tu entierro, mucha gente que tú no conocías ni que te conocían a ti pero que aun así lloraron por tu pérdida, a diferencia de tus congéneres que no te dedicaron ni un rezo ni una lágrima. Qué despreciables y desalmadas criaturas aquellas, esas que por tantos años te hicieron sufrir y que seguían sin arrepentirse; qué gran diferencia había entre ustedes.
En los meses posteriores a la tragedia me dediqué a buscar la manera de traerte de regreso. Sabrás, pues, que mucho busqué y poco encontré, en este pobre mundo escasamente se habla de los asuntos del Más Allá; lo que tenga que ver con los fallecidos y sus almas son temas que por aquí se evitan con gran afán, tal parece que a los vivos no les gusta hablar de la muerte pese a que se puede aprender mucho de ella. De las invocaciones y los espíritus se decía muy poco, pero no por eso me rendí. De las etapas de la vida y de la muerte encontré algunas cosas, por allí empecé. Oh, mi amado, qué lugar tan maravilloso y desolado habitas ahora. Pero tranquilo, pronto regresarás, pues finalmente hallé algo que te permitiría volver.
Pero debía ser cuidadosa, Levi, y prepararlo muy bien. Es mucho por hacer.
Primero, debía hallarte un nuevo cuerpo; el tuyo, que ha sido destrozado, ya no servía para contener tu alma, por lo que necesitaba un nuevo recipiente.
Yo me encargué de seleccionar las mejores partes, me tomé el tiempo de elegir las piezas más dignas de ti para tu glorioso renacer. Cuánta gente engañé y masacré, pero todo por tu bien. Cercené brazos y piernas, torsos y rostros hermosos; arranqué cabellos preciosos y muchos dientes. Engañé a la gente buena y mala de Kingsworth, pero mi mejor actuación se la dediqué a tu familia. Y comencé con tu madre.
Seguían viviendo en aquel inmenso castillo de ensueño, con sus miles de fragantes flores en la entrada y sus paredes coloridas, hacía poco retocadas. Toqué tres veces la puerta y dos veces la campanilla junto a ella, y por fortuna para mí, que estaba limitada por cuestiones de tiempo y paciencia, no tuve que esperar ahí demasiado, pues en breve y con suma cortesía me recibió una joven, muy joven doncella, de enmarañados cabellos castaños, apagados ojos verdes y ausente mirada, aunque con ella intercambié no más de dos o tres oraciones, ya que sin necesidad de mayores teatralidades apareció Kuchel, tu madre. Bastó con que yo le dijera que era una dolida y muy cercana amiga tuya, la chica con la que acostumbrabas escapar cada noche, y que tú me habías dejado una reveladora e importante misiva para ella. Le dije, conmovida: «su hijo me dejó una carta para usted, pero él no quería que usted la leyera aquí. Él sabe que aquí no podría disfrutar la lectura tranquila, así que me la encomendó y ahora está en mi casa, allá podrá leerla con más calma y reaccionar a ella como le apetezca, sin miedo». Y aunque en un principio se mostró renuente, terminó por creer en mí y en ti.
Esperanzada, creyendo que había conseguido tu perdón, me siguió en silencio pero sonriente durante todo el pacífico trayecto a casa, y cuando llegamos, ¡qué ansiosa estaba ella!, le indiqué que me esperara sentada en cualquier silla del viejo comedor junto a la ventana, y allí se ubicó. Yo por mi parte, ya en mi habitación, me armé con el martillo que conseguí al fondo de la oxidada caja de herramientas que alguna vez perteneció a mi difunto padre, y cuando volví para reunirme con Kuchel, que absorta mantenía fija su mirada sobre el nebuloso paisaje del bosque a través de la ventana, le aticé con él la cabeza.
Manaba de entre sus perfumados cabellos negros un espeso torrente carmín, y de sus delgados labios colorados brotaron gritos y ahogados quejidos. Ella, que era tu madre, no merecía contemplaciones, no merecía por mi parte misericordia, pues ella no tuvo nunca misericordia contigo. Ella te abandonó, jamás te cuidó. Ella nunca se preocupó por ti lo suficiente; ella siempre te usó como espada y escudo sin importarle la crueldad de las batallas a las que te ibas a enfrentar. Dime, ¿ya sientes paz?, me encargué de ese asunto. Como juez y verdugo le obligué a pagar todo lo que debía, todo lo que te había hecho durante tantos años, mi pobre y desamparada criatura. Dime, ¿ya sientes paz?, me encargué del primero de dos asuntos. De ella tomé el corazón, la piel y los ojos, ahora serán tuyos.
Me faltaba algo por hacer, y necesitaba hacerlo ese mismo día, así que con presteza me cambié y arreglé y volví al pueblo. Kenny Ackerman, tu tío, tenía fama de galán; traía a las mujeres de Kingsworth en la palma de su mano, pero lo que estas no sabían es que a él le agradaba la rudeza en sus juegos, quizá demasiado. Con él bastó contonear las caderas y morderle los labios, yo sabía lo que él quería y cómo le gustaba. Le dije, acariciando su pecho y descendiendo por su abdomen hasta llegar a los pantalones de su elegante traje negro: «yo sé lo que haces, a mí también me gusta, acompáñame y de los dos, tú lo pasarás mejor».
A mí me consideraron siempre una loca en aquel pueblo, una niña malhablada y desaliñada que vivía en el bosque; a nadie le importaba y eso bien lo sabía él. Si me pasaba algo no habría quien preguntara por mí, y si podía cuidar su imagen al no llevarme a su bonita casa, y con ello además ahorrarse la molestia de limpiar después el desastre, mejor para él acompañarme. Y así lo hizo.
De él yo no quería nada, tan solo su arrepentimiento.
Me encargué, pues, del segundo asunto, y a tu calma ofrecí cada una de sus lágrimas. A él lo até a la mesa, y tomándome mi tiempo me dediqué a desollarlo, a pelarle lentamente desde los pies hasta el rostro; pasé a arrancarle las uñas, y cuando terminé con ellas continué con los dientes. Finalicé horas después con un último arreglo a tan asqueroso ser, dejé para culminar mi ofrenda su pene, el cual con gran satisfacción rebané en pequeños trozos que luego eché a la basura. Admito que desconozco el momento preciso de su muerte, yo solo sé que mientras le arrancaba los dientes dejó de balbucear y solo lloraba, y siguió llorando por algún rato. Y no merecía menos.
A él y a tu madre los enterré en lo profundo del bosque, entre dos retorcidos árboles de troncos huecos. No pasó mucho tiempo para que se empezaran a preguntar en el pueblo, tan pequeño y aburrido aquel, "¿Qué ha pasado con los Ackerman?" "¿Por fin se han ido?" "¿Cuándo se fueron?", y en mi empeño por conseguirte las mejores piezas para tu sagrada reconstrucción, me volví ciertamente descuidada, así que más temprano de lo que me hubiera gustado comenzaron a preocuparse por las tantas tragedias que azotaban a la comunidad, redoblando consecuentemente sus esfuerzos para encontrar al culpable que por tantos años los había eludido.
Y una mañana nublada y muy fría, de un año que ya he olvidado, por fin dieron conmigo y me sentenciaron por mis crímenes. Crímenes que ellos llamaron "atroces", pero desconocían mis motivos; no querían saber de ellos.
En aquel momento estaba tan cerca de traerte a la vida, amor mío; faltaba tan poco, muy poco, muy pronto iba a tenerte de regreso entre mis brazos. Tristemente me encerraron antes de poder concluir el ritual, y mi condena fue morir en la cruz.
Me encuentro en la cima de una colina, de muñecas y pies clavada en dos enormes pedazos de madera. Desde allí podía ver Kingsworth y podía ver mi pequeña cabaña, podía ver los lugares en los tú y yo estuvimos juntos, jugando, charlando, siendo uno, y los vi durante algún tiempo, disfruté de ellos, eso hasta que un cuervo llegó para picotearme los ojos.
El sol me tostaba la piel y la lluvia empeoraba mi estado, mi cuerpo poco a poco empezó a descomponerse. La carne se me cayó a pedazos y aunque mi corazón dejó de latir, yo sigo aquí, y espero por ti. Sigo aquí porque mi misión no ha concluido, sigo aquí porque no he enterrado aún mi esperanza. Tú y yo prometimos que estaríamos juntos, y lo estaremos, en la eternidad.
Espérame, ya he caído de la cruz. Pronto te traeré de regreso y seremos felices.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro