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Venganza

El viaje a aquel lugar frío y oscuro no tomó más de unos minutos, pero a mí me pareció eterno. Jadiet corría para seguirme el paso y jadeaba a causa de la espesa atmósfera de humedad que emanaba de las paredes mohosas y chorreantes. La peste humana era insoportable.

En medio de aquel infierno se encontraba Audry, con la mano sobre el mango de su espada y la mirada fija en una celda. Algunas heridas recorrían su cuerpo y ella, en un alarde de cruda resistencia digna de la más fiera guerrera de Cathatica, las ignoraba en favor de su deber.

—Audry, las palabras no me alcanzarán para expresar mi gratitud —confesé al llegar a su lado. Ella solo asintió y realizó una pequeña reverencia—. Por eso, pide lo que quieras y te lo concederé —prometí.

—Es parte de mi trabajo, mi señor —respondió con humildad— ¿Puedo preguntarle que planea hacer con él?

—Matarlo. Luego de aclarar algunas cosas —aseguré. Jadiet contuvo un jadeo y Audry se apresuró a sujetarla para evitar que su miedo la llevara al suelo.

Tomé aire y di media vuelta para enfrentar por fin a quien se había atrevido a atacar a Jadiet. No era más que un joven escudero, quizás de unos veinte años de edad. Llevaba la escasa barba peinada con ridículo orgullo y fingía valor mirándome a los ojos con desdén. Mi sangre hirvió solo de pensar en lo que aquel mocoso estuvo a punto de hacerle a Jadiet. Aquellas manos ambiciosas y sucias, aquellos labios resecos y rugosos, su piel cubierta de roña y sudor, todo eso estuvo a punto de tocar a mi esposa, de hacerle uno de los peores males que podía enfrentar una mujer.

—Libérenme y el rey no se enterará de esto —aseguró con la cabeza en alto y una sonrisita de satisfacción.

Aquel gesto de altanería colmó todo autocontrol que pudiera conservar. La puerta del calabozo estaba entreabierta, él prisionero encadenado al suelo con los brazos detrás de la espalda. Nada me impedía ingresar allí y acabarlo de una vez por todas.

Pateé la puerta y disfruté el temblor que recorrió su cuerpo. Ya no era tan valiente. Despojado de sus armas, de su ropa, vestido solo con una camisa de lino marrón y pantalones negros, no era más que un apestoso insecto con delirios de grandeza.

—Ahórrate sufrimiento innecesario y habla de una vez. —Apoyé la punta de mi espada en el suelo, justo frente a él. Pude ver su garganta subir y bajar con cada nervioso trago de saliva—. Justo ahora berreabas algo sobre el rey y un mensaje ¿te importaría entregármelo?

A la mención del rey el valor regresó a los huesos de mi prisionero. Irguió la espalda lo mejor que pudo y clavó su mirada en Jadiet.

—El rey es el representante de Lusiun en la tierra, rechazar su palabra es rechazar un edicto del mismísimo creador...

Sus palabras se vieron interrumpidas por una bofetada de mi parte. El chico escupió sangre al suelo, sumando aquel líquido a los pozos de sustancias sin nombre que pululaba en el lugar.

—Lusiun también protege los matrimonios. Jadiet es fiel a mí, su legítimo esposo. No viviré bajo leyes malinterpretadas para beneficio de los poderosos.

—Tienes que aprender que al rey no se le reta —siseó—. El gran rey Cian desea conocer las intenciones de todos sus nobles y las tuyas dejan mucho que desear. Una mujer armada, una esposa con la suficiente libertad como para avergonzarte en una fiesta sin temor a un castigo. Eres una burla a nuestras creencias básicas. El rey no debería siquiera perdonarte la vida, deberías morir como todos tus amigos traidores. —Tomó aire para agregar el siguiente cargo del que me acusaba—: ¡Hacer una fiesta para los burgueses! Esa debería ser a última de tus blasfemias.

—Trabajo para el rey, conoce a fondo el traicionero plan de mis pares gracias a mí. No a ningún soplo divino. Está celoso de mi esposa, la desea en su cama y como rechacé su propuesta, envía a un mocoso a castigarme. ¿Por qué no envió un caballero completo a hacer el trabajo sucio? —Caminé a su alrededor. Disfruté sus esfuerzos por girarse y mantenerme en su campo de visión.

—Yo era el mejor para esta misión —respondió henchido de orgullo.

—No —interrumpí con la fría altivez con la que un mal maestro corrige a un alumno—. Te diré por qué. Solo eres un escudero, una pieza prescindible en su tablero de juegos. Si te atrapaba, y sabía que lo haría, tú serías el mensaje y no el gran mensajero del enviado de Lusiun —recité mis conclusiones con gran placer. Con cada palabra la cólera que amenazaba con explotar mi cuerpo escapaba y flotaba justo sobre nuestras cabezas, contribuyendo a la atmósfera pesada e insoportable que nos rodeaba.

—Mientes.

Disfruté del temblor de su voz y del grito agudo que escapó de sus labios cuando sujeté sus húmedos y pegajosos cabellos y tiré su cabeza hacia atrás. Su garganta expuesta no paraba de temblar.

—Nadie mata a un mensajero.

—Dejaste de ser un mensajero en el momento en el que decidiste convertirte en el mensaje. En el momento que decidiste herir a mi esposa y tomar por la fuerza lo que no es tuyo. —Apoyé el filo de mi espada en su cuello—. Lo que hiciste te condena a morir.

—¡Si es el honor de tu esposa el que se ha visto insultado consideremos oro para saldarlo! —gimió.

—Esto no es un asunto de su honor —negué mientras presionaba el filo de mi espada en su cuello.

—Si es el tuyo, acepta enfrentarme en un duelo —ofreció desesperado. Podía oler como perdía control de sus funciones corporales, ¿esto era un futuro caballero?

—Ni siquiera eres un caballero, ni llegarás a ser uno —repuse con calma—. Los duelos son un privilegio reservado a personas con el honor de ese título. Tú no tienes nada.

—¡El rey vengará mi muerte!

Aquella amenaza desesperada casi me hizo reír, sin embargo, mi garganta era un nudo imposible de desatar. Solo estaba disponible para pronunciar sentencias, realizar preguntas y poco más. La seguridad de Jadiet se había visto amenazada, el idiota que ahora sollozaba entre mis manos pretendía ejercer su voluntad sobre ella. Arrancarla de mí y herirla de la manera más vil.

—No, solo eres un peón más. El mensaje de Cian ya ha sido entregado y como cualquier mensaje importante, termina quemado en la chimenea.

—¡No! ¡Piedad! —Luchó por liberar su cabeza, pero los crueles tirones que daba a su cabello le hicieron desistir de la idea.

—Soy benevolente. Debería quemarte vivo, pero morirás aquí, entre estas paredes y tu cuerpo será enterrado en alguna fosa sin nombre, como cualquier vulgar ladrón.

Deslicé mi espada dispuesta a dar fin a aquella miserable criatura cuando esta intentó algo más.

—Señora Jadiet, por favor, imploro su piedad y su perdón, por favor —rogó buscando con la mirada a Jadiet. Ella solo se encogió al verlo.

—¡No te atrevas a hablarle! —exclamé. Luego levanté la mirada y me topé con la de Jadiet, había dudas y temor en sus ojos, no soportaba verla así. Ella merecía tener el control, el poder sobre su vida y sobre su cuerpo. Tenía el poder de exigir justicia— ¿Qué dices? ¿Vive o muere? Tú tienes el poder, Jadiet, siempre lo has tenido. Hombres como él jamás te lo podrán quitar.

Jadiet dio un paso al frente. Su mirada se clavó con dureza en los ojos oscuros de aquel joven escudero. Noté como miles de pensamientos cruzaron sus facciones y como las dudas luchaban con la razón. Quizás era cruel de mi parte exponerla a tanta violencia, pero era algo que debía aceptar, que debía experimentar para comprender el mundo al que pertenecería si se quedaba conmigo. La sinceridad siempre sería superior al deseo o al amor que tenía por ella.

A pesar de lo noble de mis intenciones principales, también existía cierto egoísmo en mi actuar. Quería demostrarle que yo tenía el poder en mis tierras, que nada ni nadie le harían daño si estaba a mi lado y que quien se atreviera, moriría por mi espada, cumpliendo no solo con la ley, sino con sus deseos.

—Muere —dijo por fin, con una frialdad que heló mis huesos.

Mi mente regresó a aquel rincón en el que se refugiaba para hacer cumplir este tipo de órdenes y veredictos. No quería disfrutarlo, pero una parte de mí se regocijó en la sensación de la carne, los tendones y el cartílago cediendo ante el filo de mi espada, en los borbotones, toses ahogadas y salpicaduras de sangre tibia que mancharon mis manos. Cuando toda vida abandonó aquel inmundo cuerpo, solté su cabellera y le permití caer hacia el frente.

—Este será el destino de quien se atreva a lastimarte, mi amor. No permitiré que nadie se acerque a ti con malas intenciones. Nunca más.

A pesar de mis palabras de consuelo y promesa, Jadiet dio un par de pasos hacia atrás. Su piel había adquirido un tono grisáceo poco saludable, Audry me dirigió una mirada de conmiseración y se acercó a ella.

—Vámonos, lo comprenderás luego, lo prometo —aseguró a Jadiet antes de tomar su mano y dirigirla fuera de los calabozos.

Observé mis manos manchadas de sangre y aunque no había mucha diferencia a las veces que las había visto en un campo de batalla o aquella noche en el bosque, algo en mí estaba roto. Me encontraba sola con la oscuridad que me había llevado a cometer tal acto de violencia. ¿Quién podía culparme por él? había atacado a Jadiet, merecía lo peor, entonces ¿por qué no sentía satisfacción?

Di un último vistazo al cadáver antes de abandonar los calabozos. En la salida encontré una jofaina sobre el escritorio del guarda de turno, el hombre solo levantó una ceja al ver mis manos ensangrentadas, pero no preguntó nada.

—Encárgate del cuerpo. Lo quiero en una fosa sin nombre. Fue un vulgar ladrón que trato de asaltar a mi amada —expliqué a toda prisa mientras lavaba mis manos. Las manchas desaparecieron, mas no el olor a hierro y muerte.

Encontré a Jadiet y a Audry juntas en la cama. La primera sollozaba con el rostro oculto entre las almohadas y las sábanas, Audry susurraba algunas palabras que no llegaba a entender. Me dirigí a mi jofaina, arrojé la camisa ensangrentada a alguna esquina de la habitación y embadurné mis manos y antebrazos en jabón y aceites esenciales. Froté con furia mi piel, con las uñas. Era como si la sangre y aquel penetrante olor se hubieran fusionado con mi piel y solo desaparecerían si la arrancaba.

Una mano sujetó mi hombro, la sorpresa detuvo mis acciones. Era Audry. Por un instante quise gritarle por dejar abandonada a Jadiet, pero lo cierto era que nada de lo que hiciera podría ayudarla. Miré a la cama, Jadiet seguía escondida, sollozando en silencio.

—Solo te escuchará a ti —dijo Audry.

—Acabo de matar a un hombre frente a ella, dudo que me quiera cerca ahora. Debo haberla asustado de por vida. —Negué con la cabeza—. Ella no...

—¿Ella es muy débil para hacer frente al cruel mundo en el qué le tocó vivir? —siseó Audry, sus facciones se endurecieron y sus dientes crujieron—. La subestimas, Inava.

—No es una guerrera, Audry.

—Es una mujer y eso, en este mundo, te convierte en una desde el mismo instante en el que tomas tu primera bocanada de aire. No es necesario llevar una espada para ser considerada una valiente. Te crees muy dura y feroz por llevar pantalones y armadura. Desde que se convirtió en mujer ella lleva un cartel que reza "No soy un ser humano, soy un objeto para tu disfrute y control" disfrazado de falda y sonrisas permisivas.

Traté de interrumpirla, demasiado abrumada por la verdad descrita en sus palabras, pero levantó un dedo amenazador y continuó como si yo no fuera su jefa. Ahora era una niña que había cometido un garrafal error y tenía mucho que aprender.

—Deja de subestimarla, lo que hiciste en la celda fue lo correcto. Le has mostrado que tiene el poder de cambiar su vida y hacer algo al respecto. Ahora sabe que a daga que le regalaste puede matar y puede utilizarla para defenderse ¿Y qué si debe pagar un par de lágrimas por ese descubrimiento? Crecer duele. Es un mundo violento, si sigue a tu lado verá la muerte de cerca y se convertirá en su instrumento. Ella tiene la fuerza para aceptarlo. Demuéstraselo confiando en ella y tratándola como lo que es.

Después de aquella perorata inclinó su cabeza en un respetuoso saludo, como si no me hubiera sermoneado como una madre, y abandonó la habitación. Seguí sus pasos para cerrar la puerta y correr el pestillo, al terminar apoyé mi frente en la madera. Mis labios temblaban, no me atrevía a girar y enfrentar a Jadiet.

—Ella tiene razón —un susurro rompió el silencio—. No soy de cristal.

—Pensé que te había asustado. No quiero que veas ese lado de mi —confesé—. Hasta ahora te he protegido de toda la violencia que viene con mi trabajo, pero... justo ahora, conociendo lo que trató de hacerte ese idiota... Me dejé llevar y te convertí en jueza. Fui tu verdugo.

—No me agradó —admitió mientras abandonaba su refugio y abrazaba sus almohadas—. Audry dijo que eso está bien. Todo está bien siempre que mi consciencia reconozca el mal en mi proceder.

—Es algo que aprendes cuando matas por primera vez —suspiré—. Se hace parte de ti. Algunas lo aceptan convenciéndose de que erradican el mal, pero es su definición de mal —reí con amargura—, la definición de mal en Luthier es diferente y por eso nos enfrentamos en una guerra sin fin, saqueos, asesinatos, conjuras... todo por no concordar en la respuesta a una pregunta: ¿qué es el mal?

—Creo que se reduce a no darle vueltas a la idea y aceptar que en ocasiones no existe otra salida.

Sonreí y asentí. Con pasos medidos me acerqué a la cama y me dejé arrastrar por sus brazos a la calidez y protección de las sábanas.

—Siempre hay otra salida, pero requiere tiempo y esfuerzo. Por ahora, solo tenemos nuestras espadas, espero que con el tiempo el diálogo sea posible —admití. Jadiet se deslizó sobre mi hasta encontrar su lugar habitual sobre mi pecho.

—Todos somos diferentes, Inava, en algún momento será necesaria la fuerza —suspiró.

—No está mal soñar con un mundo en el que no sea necesaria.

—Y prepararnos para vivir en un mundo donde reinan las espadas. —Acarició mi cintura—. No quiero matar, pero mi deseo de sobrevivir es mayor.

—Jadiet...

—Tu feudo es gigantesco, estoy segura que encontraremos un lugar escondido a ojos de todos. Tienes meses para enseñarme a luchar antes de marcharte.

Estaba por negarme cuando posó un dedo sobre mis labios y me miró con seriedad.

—Dejarás tu feudo sin sus guerreros más habilidosos, estaré sola en el castillo por semanas, meses, incluso. —Poco a poco el pánico se asentó en mi estómago al comprender su postura—. Nada le impediría a Cian culparte de alguna traición y reclamar el feudo como suyo y a mí como un trofeo. Si algo así está por suceder, prefiero morir luchando que vivir como su esclava.

—Piensas como una guerrera de la frontera —admití con orgullo, sostuve su cabeza entre mis dedos y reclamé sus labios—. Ya pensaremos en algo para que no te encuentres en el feudo mientras estoy fuera de él.

—Aun así, quiero manejar una espada.

—Lo harás, Jadiet, lo harás.

Fue así como el amanecer nos capturó recorriendo mis tierras a caballo. El frescor de la mañana acariciaba nuestra piel y el suave olor del rocío nos invitaba a dejar de lado los caballos y revolcarnos en la hierba húmeda que cubría el terreno hasta donde alcanzaba la vista.

—A este paso encontraremos un buen lugar mañana —protestó Jadiet desde su caballo. Llevaba un paso lento considerando su inexperiencia al montar y así se lo hice saber.

—¿Aprendiste a cabalgar? —inquirí. Ella solo sonrió y espoleó su animal con ímpetu a la par que se inclinaba. Antes que pudiera detenerla, salió disparada campo través y se perdió en la lejanía. Me apresuré a imitarla. Galeón respondió bien y feliz por la oportunidad de estirar sus músculos persiguió a su compañero.

Sus risas eran arrastradas por el viento y pronto me vi contagiada por su buen ánimo. Era imposible no sonreír si ella lo hacía. Sus movimientos al montar eran perfectos y su postura segura. Era una mezcla de belleza, sutileza y poder imposible de ignorar y apta solo para adorarla hasta la muerte. Podría perseguirla por siempre y jamás me cansaría.

Alcanzamos un grupo de árboles cerca de los límites de mi terreno, a los pies de una pequeña colina. Jadiet desmontó y sujetó las riendas de su caballo mientras esperaba por mí. La imité y me detuve a su lado. Ambos caballos resoplaron y sacudieron sus crines.

—Eres bastante lenta para ser una guerrera de la frontera —dijo con sorna antes de aventurarse en la espesura.

—Hiciste trampa —protesté.

—Me subestimaste, como siempre —acusó mirándome por encima del hombro—. Audry dedicó algunos días a enseñarme a montar. En su pueblo los niños aprenden a hacerlo a pelo. Fue entretenido y bastante natural. Tienen una manera única de conectar con los caballos. —Palmeó el cuello del suyo y este le dio un golpecito amistoso con el morro.

—Audry merece su peso en oro.

—Y mucho más —concedió— ¿Te parece un buen lugar?

Miré a mi alrededor, era un claro pequeño, pero lo suficiente como para practicar. Los arboles extendían sus ramas por encima de nuestras cabezas, protegiéndonos de miradas indiscretas desde la colina. A nuestro alrededor solo se extendían troncos y ramas bajas, no había arbustos que escondieran espías o testigos.

—Es perfecto.

Dedicamos los siguientes minutos a sacar de las alforjas la armadura que había logrado robar de la armería, así como el escudo y la espada más pequeños que pude encontrar. Era ligera, de dos filos, pero seguía siendo más grande y pesada que la que solíamos utilizar en Calixtho.

—¿Por qué trajimos todo esto con nosotras? —quiso saber Jadiet mientras alzaba un gambesón de talla pequeña frente a sus ojos.

—No puedo empezar con lo básico contigo. Así que no habrá espadas de madera ni pintura. Practicaremos con armas reales. —Desenvainé mi espada y la hice brillar al sol. Tenía el suficiente autocontrol para mantener a Jadiet segura. En este momento y lugar, el verdadero peligro era ella, quien con una espada afilada podía hacerme mucho más daño a mí del que yo podría hacerle jamás.

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