Traición
Pese a mis intentos de pasar desapercibida, los sacerdotes de la ciudad me encontraron. No fue tan difícil, recorrían las calles como si fueran sus dueños y yo apenas acababa de dejar a mis guerreros atrás, en una bifurcación de caminos. Pronto, me vi rodeada de hombres cuyas intenciones y mentes eran tan siniestras como puro era el blanco que llevaban sobre su piel.
—Mi señor Ialnar, héroe del reino —saludó el más anciano de todos—. Queríamos hablar con usted, pero abandonó el palacio al terminar la ceremonia. —Su tono era acusador, como si hubiera esperado más de mí. Forcé una sonrisa e incliné la cabeza.
—Mis disculpas, no sabía que deseaba hablarme, señor...
—Dealian —expuso su nombre como si solo el hecho de escucharlo representase el mayor de los milagros para mí.
—Señor Dealian, tengo asuntos personales que atender, así que no podía permanecer un segundo más en el palacio, espero que pueda entenderme.
—Oh si, los asuntos terrenales a veces parecen más importantes que los espirituales —empezó Dealian con voz soñadora, aun así, un brillo mortal cubría sus ojos—. Es normal en las almas jóvenes, pero cuando has vivido tanto como yo, entiendes la importancia de bajar la velocidad y prestar atención al llamado de Lusiun.
—Mis disculpas —incliné de nuevo mi cabeza— ¿Qué necesita Lusiun de este humilde servidor?
Aquellas palabras quemaban en mi boca, pero era poco lo que podía hacer. No tenía escapatoria y debía honrar a aquellos hombres o mis huesos terminarían en algún poste, listos para ser quemados, o peor, podría terminar en alguna cruz, sacrificado al sol, como morían todos los apostatas a Lusiun.
—Solo queríamos felicitarte y honrarte como gran defensor y protector de este mundo. Lusiun obró a través de tu mano para demostrar al mundo que es posible luchar contra el pecado y la ignominia que representa Calixtho. Sus acciones pueden traer desgracia al mundo entero —explicó con tal ansiedad que gotas de sudor perlaron su frente.
—Es usted un salvador de la humanidad —replicó uno de los sacerdotes más jóvenes mientras realizaba una reverencia.
—Uno al que permitiremos visitar nuestro monasterio en las montañas, si así gusta. Queremos ungirte y prepararte para la Gran Oscuridad.
—Es un gran honor —respondí—. Puede estar seguro que visitaré su monasterio muy pronto, sumo sacerdote.
Los sacerdotes asintieron, sus expresiones eran mucho más amigables. Con palabras rimbombantes me desearon un grato viaje y pronto desaparecieron en las callejuelas para seguir sembrando el terror entre los vecinos. Suspiré, una visita al monasterio se sumaba a mis cosas por hacer. Sin embargo, una pregunta prevalecía en mi mente ¿a qué se referían con la Gran Oscuridad?
Deseché aquella pregunta al fondo de mi mente y espoleé a Galeón, quería visitar a Jadiet, hacerle saber que estaba con vida y expresarle... ¿qué? Aferré las riendas en mis puños ¿qué se suponía que debía decirle? ¿Que tenía el corazón dividido? ¿Qué era una mujer y me había destruido luchar contra mis hermanas de armas? Gruñí, no, solo quería tenerla cerca, perderme por un instante en sus brazos, olvidarme por un instante de lo que acababa de vivir. Era un deseo egoísta, pero era lo único que me mantenía cuerda, algo mío a lo que podía aferrarme, porque la misión de salvar a Calixtho, aunque llenaba mi espíritu de vida y sentido de pertenencia, era insuficiente para mantenerme en este mundo.
Llegué a la mansión casi al atardecer. Al cruzar las puertas los vellos de mi nuca se erizaron, había algo extraño en el lugar, pero no podía especificar qué era. Los sirvientes se encontraban como siempre, algunos atendiendo el jardín, otros vigilando el exterior, con las manos en los mangos de sus espadas.
Froté mí nunca y miré con atención, si, había algo raro y eran los mismos sirvientes. No paraban de cuchichear entre sí ni de lanzarme miradas de reojo. Decidí no desenvainar y permanecer calmada. Si algo había ocurrido, me enteraría al alcanzar el final del camino, nada lograría preocupándome antes.
Mi estómago se anudó sobre sí mismo. Si algo le había ocurrido a Jadiet en mi ausencia, sería el final de todo. No sabía cómo podría controlarme y tomar la noticia con la seriedad y aplomo de un caballero de Luthier.
Uno de los sirvientes se apresuró a recibirme en la entrada de la mansión. Tomó a Galeón y se lo llevó a las caballerizas. El joven se veía temeroso, angustiado, incluso. Avancé con cautela hasta la puerta y antes que pudiera abrirla, el mayordomo la abrió para mí. Su rostro era ilegible, frío, como si no pensara u opinara nada, solo su nariz aguileña daba personalidad a su faz de piedra. Era como si te juzgara desde las alturas. Yo era alta, pero aquel hombre era un gigante.
—El señor Elmer estará con usted en unos instantes —dijo antes de marcharse hacia las entrañas de la mansión.
Me encogí de hombros y tomé asiento en la sala. No había té, galletas o algo para picar, solo una mesa vacía, con manchas de humedad recientes. Me incliné y pasé el dedo sobre ellas. Aún estaban húmedas. Suspiré, si algo le había ocurrido a Jadiet, su padre no habría estado tomando vino, y menos acompañado.
El rumor de pasos apresurados me hizo levantar la mirada. Ahí estaba Jadiet, corría hacia mí con los ojos llenos de lágrimas y con el pecho sacudido por fuertes e incontrolables sollozos. Permití que se escondiera entre mis brazos y sentí mi corazón quebrarse en mil pedazos al verla así. No quería verla llorar, ella merecía el mundo, sonrisas, alegría.
—¿Qué sucede? —susurré contra su cabellera.
—Vete de aquí, Ialnar, vete de aquí antes que él te vea.
—¿Quién me va a ver? —inquirí— ¿Tu padre? —La aparté de mi pecho para separarnos a una distancia decorosa y sequé sus lágrimas con mis dedos.
—Keiv, él va a verte y te matará, por favor, Ialnar, vete.
—¿Keiv? ¿Quién es Keiv y qué tiene que ver contigo? —Si bien la turbación y el borboteo en mi sangre se habían calmado en los pocos instantes que había tenido a Jadiet en brazos, ahora regresaban con total magnitud al escuchar el nombre de otro hombre.
—Es el prometido de mi hija, Ialnar —explicó Elmer nada más llegar. Tiró del brazo de su hija y la ocultó detrás de su cuerpo. Quise bufar y rodar mis ojos. Ella estaba perfectamente a salvo en mi presencia—. Y no deberías poner en riesgo su castidad y buen nombre permaneciendo a solas con ella.
—¿Qué significa esto, Elmer? —siseé, la ira contenida burbujeaba en mi interior como la lava de un volcán a punto de entrar en erupción. Detrás de su padre, Jadiet me dirigía una mirada aterrada y llena de angustia. Una marca sobre su ceja llamó mi atención, parecía provocada por una cortada lo suficientemente profunda como para dejar una cicatriz.
—No recibimos noticias de ti en semanas, así que asumí lo peor —empezó Elmer con orgullo y altivez—. Entenderás que mi hija no puede esperar eternamente por un hombre, así que me dispuse a arreglar una boda para ella.
—¡¿Qué?! Te di mi palabra —gruñí.
—No, Ialnar, me dijiste que la cortejarías, que la enamorarías y solo entonces te casarías con ella. Esa no es la palabra de compromiso de un caballero —sonrió—. Keiv en cambio, aceptó mi propuesta sin pensarlo.
—¡Jadiet es mía! —grité a sabiendas de lo incorrecto de tal afirmación—. Ella me ama a mí, prefiere estar conmigo.
—Pero tú no quieres estar con ella, no quieres la mujer que es. Todos esos cambios, que si enseñarle a leer, a escribir, a montar a caballo y a usar un florete ¡Por Lusiun! Si no te conociera bien diría que quieres a un hombre.
—Yo quiero a Jadiet y lo que dice es una grave acusación a mi nombre. —Desenvainé mi espada—. Retráctese ahora mismo.
—La quieres, claro que sí, pero no la amas.
No respondí a aquello, no porque no amara a Jadiet, sino porque aquel sentimiento sordo, cálido y lleno de mariposas que experimentaba a su lado bien podía ser llamado amor, pero no estaba segura. Quería explorarlo junto a ella, hacerlo crecer como una pequeña hoguera. No deseaba etiquetarlo. Además ¿qué sentía por Enael? A su lado también experimentaba esa sensación y lo peor, él me brindaba una seguridad que junto a Jadiet no había disfrutado, con ella siempre era la protectora, jamás la comprendida, o la aceptada. Con ella todo era cuidados, ternura y cariño, con Enael la pasión, el valor y el peligro estaban a la orden del día. Él hacía latir mi corazón con tanta fuerza como lo hacía Jadiet.
—¿Ialnar? —La suave voz de Jadiet me sacó de mis cavilaciones— ¿Me amas?
La expresión derrotada en sus ojos y la mirada victoriosa y ambiciosa en los ojos de su padre me dividieron en dos. Por un lado, quería correr a su lado, confortarla, explicarle mis cavilaciones y deseos y por el otro, deseaba estrangular a aquel viejo avaro.
—Elmer, nunca te importó el amor, nunca te importó entregarla a un hombre que la amara, solo al que mejor te pagara por su mano ¿cuánto te ofrece Keiv? Duplicaré su oferta.
Jadiet sollozó y abandonó la habitación. Había herido sus sentimientos, la había convertido en el objeto que detestaba ser. Tendría suerte si su padre me la entregaba en matrimonio, pero sería la mujer más afortunada si ganaba su perdón.
—¿En serio pagarías tanto por ella? —inquirió Elmer. Sus dos ojillos de rata brillaban como diamantes—. Mira nada más lo insolente que es.
No, Jadiet no era insolente, solo era injusta. Muy injusta ¿acaso no veía lo que trataba de hacer? No, no podía evitarlo. Por días le había demostrado que no era como los demás y con tan solo un par de palabras había derrumbado su fe en mí.
—Por ella soy capaz de todo —afirmé.
—Bueno... —Elmer frotó su barbilla—. No sé qué decirte, Ialnar, quizás si me hubieras realizado esta oferta ayer habría cambiado de parecer, pero un hombre debe mantener su palabra y Keiv cerró el compromiso ayer.
—Si fueras un verdadero hombre de palabra, habrías mantenido la que me hiciste a mí —bramé.
—Lo siento, Ialnar. No hay nada que puedas hacer.
—Por supuesto que lo hay —dije con seguridad—. Keiv probará mi acero —aseguré con firmeza.
Los sirvientes conocían la verdad y siempre eficientes, tenían listo mi caballo para el momento en el cual abandoné aquella mansión convertida en una tormenta. No sabía qué me dolía más, la reacción de Jadiet o la perspectiva de dejarla ir a brazos de un hombre que ella no amaba, que probablemente la lastimaría y que apagaría la luz de sus ojos y la convertiría en una marioneta atada al hogar y a los hijos que le obligaría a tener.
Regresé a la ciudad y pedí habitación en una posada pequeña, pero acogedora y segura. Tenía pocos clientes y eso era justo lo que necesitaba. No me quedaría de brazos cruzados, no permitiría que tomaran otra decisión por mí. Ahora tenía el poder para hacer algo, para hacer valer mi voz, ya no solo era una idea, un sordo murmullo en el fondo de mi mente, era una realidad.
Tomé asiento en la barra y pedí vino fresco, aún me sentía afiebrada, débil, pero no importaba, todo eso desaparecía gracias al fuego que bramaba en mi pecho y que no se apagaba por nada.
La posada no contaba con esclavas, lo cual fue un alivio. No me creía capaz de soportar un espectáculo tan deplorable sin intervenir.
Vaso a vaso las horas pasaron a través de mí, era como si alguien estuviera jugando con el tiempo, como si una mano invisible acelerara los buenos momentos, o aquellos antes de una batalla, pero demorara aquellos que deseabas vivir rápido y no experimentar jamás.
Por fin cayó la noche, la posada se llenó casi a su máxima capacidad con hombres de campo y algunos comerciantes. Los canticos, risas y gritos comenzaron, cuando la proporción de vino era mayor que la de sangre en sus cuerpos, llegaron las prostitutas de la ciudad. Mujeres libres, pero que no habían encontrado otro oficio con el cual ganarse la vida. El vino, la cerveza y el hidromiel corrían a raudales y ninguno tenía la presencia de mente suficiente como para atreverse a denunciarlas, si es que deseaban hacerlo.
Cerca de mí se encontraba un mercader, o al menos eso parecía por lo distinguido de sus ropajes, había pedido un vaso de licor de bayas, lo más caro en la posada, y lo disfrutaba a tragos lentos. Miraba con desaprobación a los hombres que se divertían y bebían con las mujeres, en ocasiones murmuraba para sí mismo, daba un trago y de nuevo clavaba la mirada en aquellos pecadores.
Cuando los hombres empezaron a subir a las habitaciones o abandonaron la taberna, quizás para revolcarse en algún callejón oscuro, decidí que había llegado mi momento. Hora de cambiar la vida de Jadiet de una vez por todas.
Dirigí a Galeón a la mansión de Elmer y me detuve a una calle de distancia. Dejé a mi fiel caballo detrás de unos arbustos y recorrí la distancia restante a pie. Eneth nos había enseñado a realizar incursiones nocturnas, mi entrenamiento había entrado en acción con la fluidez con la cual el día se convierte en noche. Con pasos seguros, ágiles y rápidos, anqué algo ralentizados por los tirones en mi muslo, pude acercarme a la muralla que orgullosa separaba la ostentosa propiedad de la inmundicia de la ciudad.
Subir la muralla fue sencillo. Había escalado los muros de más de veinte metros de la frontera una y otra vez, sin detenerme, sin pensar más allá que en las amenazas de Eneth y en la cuerda que me ataba a la vida si resbala.
Caí al otro lado, a lo lejos el ladrido de un perro se dejó escuchar. Maldije por lo bajo, no sabía que Elmer soltaba algún tipo de perro en su propiedad. Por suerte, el canto de los grillos pronto volvió a ser el sonido dominante en la noche. Esperé unos segundos más, no escuché pisadas, gruñidos o resoplidos, revisé el lugar, no había guardias, nada me impedía correr la distancia que me separaba de la mansión.
El frío aire de la noche inundó mis pulmones una y otra vez, por alguna razón la seguridad y arrojo que me habían dominado en la taberna me habían abandonado. Tenía miedo, por ella, por mí, de ser capturados. Sacudí mi cabeza para despejarme. No era hora de rendirme o sentir miedo, debía ser una guerrera, debía ser valiente por quien no podía serlo ni luchar por sí misma.
Antes que pudiera darme cuenta, me encontraba corriendo hacia la mansión. Miré a mi alrededor y tomé un guijarro del suelo, quizás podía llamar su atención con pequeños golpecitos. Eché mi brazo atrás, pero un pensamiento me detuvo ¿qué tal si su padre la había cambiado de habitación? ¿y si temía un rapto de mi parte? No, la mejor opción era subir e investigar.
Estudié la pared, aquí y allá había espacios en la argamasa, lo suficiente como para escalar con seguridad hasta llegar al balcón. Así lo hice, pero un ardiente tirón en la herida de mi pierna me llevó a perder el equilibrio. Quedé colgando de mis brazos, mis dedos ardían y mi pierna cosquilleaba, un hilillo de sangre la recorría de arriba abajo. Bufé y traté de buscar apoyo con mis pies, lo encontré en el momento justo. Seguí subiendo y fue un alivio saltar al balcón. Me tomé la libertad de respirar y recuperarme durante unos segundos. Mi pierna ardía y latía al ritmo de mi corazón.
—Maldita, Eneth —mascullé a la oscuridad de la noche.
Con cautela asomé mi rostro entre las cortinas de la puerta que daba al balcón, apenas podía ver la figura que descansaba en la cama, pero era evidente que era ella. Era demasiado pequeña y delgada como para ser su padre.
Golpeé la puerta con cuidado, necesitaba llamar su atención, sin embargo, parecía sumida en un profundo sueño, o quizás, demasiado agobiada por su destino como para preocuparse por el constante golpeteo en su balcón.
—¡Jadiet! —grité en un susurro ahogado.
Aquel pequeño riesgo hizo la diferencia. Jadiet abandonó sus almohadas y levantó su cabeza. Se veía adorable con el cabello despeinado y los ojos entrecerrados y confundidos. Volví a golpear y esta vez sí que se fijó en mí. Sus ojos se abrieron de par en par y luego selló su boca con sus manos para no gritar. A toda prisa dejó atrás su cama y abrió la puerta del balcón para dejarme entrar.
—¿Qué haces aquí? —exigió saber.
—Vengo a salvarte de Keiv —respondí a toda prisa—. Recoge tus cosas, vendrás conmigo.
El alivio en sus ojos y el suspiro ahogado en sus labios me llenaron de esperanza, extendí mi mano para que la tomara, pero en tan solo un instante aquella expresión añorante cambió a una llena de ira.
—¡¿Y qué te hace pensar que necesito que me rescates?! —chilló por lo bajo.
No pude evitar dar un paso atrás ante la energía que despedía, pura y feroz, como la más fiera de las guerreras de Calixtho. Si hubiera tenido una espada en su mano me habría arrodillado pidiendo misericordia.
—Me dejaste, ni una carta, asumiste que me casaría contigo y tu ausencia llevó a mi padre a entregarme a Keiv ¡Y tienes la osadía de raptarme!
—No es un rapto si vienes voluntariamente —mascullé por lo bajo, con los ojos fijos en el bajo de su puerta. Estábamos haciendo mucho ruido—. No soy bueno con las cartas, además, solo estuve lejos algunas semanas, solo habría escrito una o dos veces ¡habría llegado junto con las cartas! —me excusé a toda prisa.
Jadiet apartó la mirada por unos instantes y mordió su labio inferior, podía ver la batalla en sus ojos, las dudas caían una a una detrás de sus iris y por un instante extendió una mano en mi dirección.
—No puedo hacerlo. —Apartó su mano y la abrazó contra su pecho—. No puedo ponerte en riesgo, Ialnar.
—Si puedes y lo harás. —Tomé sus manos entre las mías—. Porque puedo luchar por ambos. No te niegues la libertad, Jadiet, porque es lo único que puede hacerte feliz y eso —acaricié su mejilla con mis labios para luego susurrar en su oído—, eso es todo lo que importa en mi vida.
Aquellas palabras explotaron en mi pecho y escaparon en forma de un beso, uno que nunca me habría atrevido a intercambiar con ella. Mis manos se anclaron en su cintura, reclamando su calor solo para mí, su presencia solo para mí. Mi lengua saboreó la suya y reclamó cada rincón de su boca, no había dudas, no había temor. Algo dentro de mí me decía que lo estaba haciendo bien y los tenues sonidos que dejaba escapar Jadiet de sus labios eran toda la confirmación que necesitaba. Era todo lo que necesitábamos para saber que nos teníamos, que el mundo podía resquebrajarse en mil trozos y que estaríamos ahí para apoyarnos.
Jadiet se separó con un jadeo y frotó sus labios con la yema de sus dedos, sus ojos estaban perdidos, oscuros. Sonrió, de un brinco se dio vuelta y corrió a su cómoda. En instantes tenía todos sus vestidos y ropa sobre la cama.
—Oh, no tengo donde llevarlos —susurró.
—Elige lo más esencial. Te compraré todo lo que necesites luego —prometí. Divisé su bata de dormir sobre uno de los sillones de la habitación. La extendí sobre el suelo—. Coloca todo aquí —indiqué mientras me hacía con el cinturón de la bata—. Rápido.
Con el bolso improvisado sobre el hombro de Jadiet y con ella sobre mis hombros me dispuse a bajar tal y como había subido. El patio se veía tranquilo, no había vigilantes. Sería sencillo llegar a la pared y escapar hacia su libertad.
Una ráfaga de viento se levantó en ese instante y un estruendo llegó a nosotros. Miré hacia arriba. En nuestras prisas por abandonar la habitación habíamos dejado la puerta del balcón abierta. Pronto empezaron a escucharse gritos de alarma y el feroz ladrido de los perros.
—Déjame —pidió Jadiet tratando de soltarse de mis hombros.
—No, nos vamos de aquí juntas —siseé. Solo faltaban un par de palmos para llegar al suelo, así que salté. A toda prisa recorrí el terreno que me separaba de los arbustos y árboles que crecían cerca del muro. Eran la cobertura perfecta y Elmer no lo había tomado en cuenta al diseñar su hogar. Solo era un hombre rico sin cerebro para las cosas prácticas de la vida.
Subí el muro a toda prisa, mi pierna ardía y lo hizo mucho más cuando una mandíbula rozó mi tobillo. Maldije por lo bajo, pero Jadiet lo tenía bajo control. Dio una patada y el perro que me había atrapado chilló y se apartó de nosotras. Cuando trató de saltar para atraparnos de nuevo, estábamos demasiado lejos de su alcance.
Ahora quedaba saltar al otro lado y esperar a que nadie estuviera allí, esperándonos, listos para rebanarnos el cuello o entregarnos a la justicia.
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