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Tierras y Traiciones

El camino hacia la puerta de entrada de la casa estaba libre de nieve y a los lados, los arbustos secos formaban un límite claro, aunque triste. Típico paisaje de invierno, muerte y belleza pura en su máxima expresión. Detuve el caballo frente a la puerta de entrada y me detuve a admirar la entrada. Llamar a aquello «casa» era quedarse corto, tampoco podía llamarla mansión. Era un castillo en toda regla, con torres altas a cada lado, pero sin murallas. Temblé ante la idea, ordenaría la construcción de unas, este lugar era inseguro y aunque Ialnar me había asegurado que no existían enemigos para su casa, nunca estaba de más ser precavidos.

Sin embargo, el jardín, las murallas o las torres no eran mi mayor preocupación, ni siquiera su estado, pues parecía a punto de caerse a pedazos. No eran míos para juzgar. Mi mayor preocupación era su tío, un hombre ambicioso que, según lo dicho por Enael y por la expresión de los escuderos y guerreros de la entrada, no sabía administrar las tierras y se había adueñado de ellas excusándose en mi ausencia.

Bajé del caballo y mis botas chapotearon en la nieve derretida y el lodo. Aparté la capa de mi hombro, si tenía que desenvainar quería hacerlo rápido. Dos jóvenes guerreros corrieron hacia mí, uno sujetó las riendas del caballo y otro hizo una reverencia.

—Lo acompañaré, señor —dijo con seguridad, su mano en la empuñadura de su espada me dio mala espina ¿por qué creía que debía acompañarme? Miré a su compañero, quien dejó el caballo a buen recaudo entre unos arbustos antes de acercarse, también con la mano en su espada.

—Agradezco la bienvenida, pero quiero entrar solo —indiqué.

—Mi señor. —Los dos chicos agacharon sus cabezas—. No lo recomendamos, señor. Su tío le espera dentro y no parecía feliz ante la noticia de su regreso.

Era evidente que aquellos dos chicos no se atrevían a acusar al tío de Ialnar de traición o de alguna treta en mi contra, lo dejaban implícito en sus actitudes y rostros sudorosos.

—Bien, me hará bien tener una escolta. —sujeté la empuñadura de mi espada y subí las escaleras que llevaban a la puerta de entrada, una vez allí, toqué dos veces. No hubo respuesta y mordisqueé mi labio ¿qué se suponía que debía hacer? ¿qué haría Ialnar en mi situación? Lo lógico era abrir la puerta a la fuerza y dar a conocer mi presencia. Así lo hice, empujé con todas mis fuerzas y cuando la puerta no cedió, le pedí ayuda a los guerreros que me acompañaban.

Con la fuerza combinada de nuestros cuerpos obligamos a la puerta a ceder. El salón que resguardaba estaba vacío. Miré la puerta, solo había estado asegurada con dos simples pasadores de hierro. No había siquiera un alamud ¿cuánto tiempo había dejado Ialnar este castillo en manos de su tío?

Avanzamos por los pasillos. Era un lugar lúgubre, con las contraventanas cerradas a cal y canto y solo unas pocas antorchas dispuestas a lo largo de los pasillos. Desenvainé y avancé con seguridad, pero en mi interior no dejaba de temblar ¿tenía que matar a aquel hombre? Nunca había matado a nadie. Algunas de mis compañeras si, en las redadas y demás actividades que nos habían ordenado desempeñar, pero yo había corrido con suerte. No me había visto envuelta en ningún hecho violento.

Ahora que me enfrentaba a uno, quizás no había corrido con suerte. Quizás lo mejor habría sido probar la violencia antes, en mi tierra. Donde tenía compañeras que me defenderían y no dos guerreros jóvenes que parecían encontrarse más nerviosos que yo.

Recorrimos las pocas habitaciones que tenía el castillo, la cocina y las caballerizas, dejando para el final la habitación principal. No había sirvientes a la vista, o el tío de Ialnar los había despedido o estos habían huido para salvar sus vidas al enterarse de mi regreso.

La habitación principal se encontraba al final de un extenso pasillo en el segundo piso del castillo, dos puertas enormes cerraban el paso y se encontraban flanqueadas por dos antorchas que dibujaban sombras lúgubres en las esquinas. Avancé con cuidado y agradecí que la alfombra amortiguara mis pasos, si teníamos suerte, no habría escuchado el estruendo que había hecho la puerta principal al ser forzada.

Apoyé mi mano en la cerradura de la puerta, la accioné y el crujido del hierro retumbó en mi espalda, la puerta estaba abierta. Ahora sabía que estaba allí y el enfrentamiento era inevitable. Tragué el nudo que se formó en mi garganta, sujeté con fuerza mi espada y cuadré mis hombros. Compartí una mirada con los guerreros y empujé para entrar.

Lo que encontré frente a mis ojos me provocó repulsión, la sangre se congeló en mis venas para luego convertirse en un feroz torrente de fuego ¿qué se creía ese demonio que estaba haciendo?

Allí, en la cama con dosel se encontraba un hombre de largo y enmarañado cabello castaño, desnudo, rodeado por cuatro esclavas, las marcas y cicatrices en sus espaldas eran prueba suficiente de su condición, que se esforzaban por darle placer. No era ajena a tales actos, pero aquellas mujeres no lo hacían por voluntad propia, sino por temor al castigo, uno que su quinta compañera parecía sufrir, atada a uno de los postes de la cama, era azotada por un joven paje que tenía ya las manos cubiertas de sangre y un tono cenizo en la piel.

—¿Qué significa esto? —bramé. El tío de Ialnar dio un respingo en la cama y con movimientos torpes trató de apartar a las esclavas.

—¡Sobrino! No te esperaba en casa tan pronto —dijo con zalamería—. Con tus heridas no deberías de viajar, pensé que aún descansabas en el palacio de nuestro amadísimo rey.

—¿Qué haces deshonrando la habitación del señor de estas tierras? —exigí saber, sin dejar de apuntarle con mi espada.

—Deshonrando —rio con ganas—. Tu padre hacía cosas peores, chico.

—¡Calla y no hables de mi padre! —espeté.

—¿Ah sí? Tu no lo conociste, mocoso, tu abandonaste estas tierras para recibir la apropiada educación. No sabes lo que hizo durante todos esos años ¡Oh, las cosas que tuve que presenciar!

—Es mi castillo ahora, mi habitación, yo soy el señor de estas tierras y me respetarás. Eso incluye la memoria de mi padre —exigí. Tragué la bilis que subió mi garganta al darme cuenta que, por primera vez luchaba por respeto y no era para mí, sino para la máscara que llevaba, para el papel que desempeñaba en nombre de la libertad y la paz.

—Bien, bien, pero estuviste ausente ¿sabes? —Agradecí que tuviera la gracia de cubrir su desnudez con un par de pantalones de terciopelo—. Y cuando un señor está ausente de sus tierras, debe dejarla en manos capaces, manos leales. —Se inclinó sobre la mesa de noche y al incorporarse arrojó una daga en mi dirección. Logré esquivarla por poco, pero el grito a mi diestra me indicó que había herido a uno de los guerreros que me acompañaba.

No me atreví a verlo, solo me arrojé sobre aquel hombre, espada en alto. Al parecer no se lo esperaba, retrocedió y tropezó con la alfombra, aun así, pudo hacerse con una daga y desviar el golpe de mi espada. Contraataqué y logré efectuarle un corte en la mejilla. Furioso, se levantó y blandió su daga en mi dirección.

—¡Valiente hombre estás hecho! Atacas a un hombre en el suelo, un caballero que apenas va armado.

—Valiente tú, que arrojas una daga a traición, pero si tanto te molesta —siseé—, dale tu espada —ordené al chico que me acompañaba. Se encontraba en el suelo, sujetando el cuerpo de su compañero herido. En un instante obedeció y me tendió su arma. La arrojé al tío de Ialnar y esperé su ataque.

Tal y como esperaba, sus pasos eran inestables, estaba borracho, perdido y débil. Y aunque eso lo hacía torpe, la desesperación era su aliciente. Sabía que no saldría de ese lugar con vida, ahora que el verdadero señor había regresado al castillo, afuera le estarían esperando para darle muerte.

Sus ataques eran descoordinados, pero poderosos, me costaba bloquearlo, pero contraatacar era fácil. Su lentitud le jugaba en contra y pronto cayó de rodillas sobre la alfombra, cubierto de cortes y resollando como un caballo luego de una larga carrera.

—Mátame —exigió—. Mátame, porque si escapo de aquí, te perseguiré para completar el trabajo que esas mujerzuelas no fueron capaces de terminar.

Apoyé la punta de mi espada sobre su corazón, tal y como me había enseñado Ialnar. Las decapitaciones se reservaban para los juicios. Atravesar el corazón, aunque mucho más lento y cruel, se reservaba para los duelos y para los enemigos que se rendían. No deseaba pasar por un juicio y el tío de Ialnar me había enfrentado, estaba en mi legítimo derecho.

Con una mano sujeté con firmeza la empuñadura y la otra la apoyé con firmeza en la base. Con un firme empujó llevé la espada al interior de su pecho, el crujido de su esternón y la sensación de la carne y de los latidos de su corazón en la hoja revolvieron mi estómago. Dejé ir mi peso y terminé con aquello de un paso.

—Limpien esto y quiero un nuevo colchón. Quemen las sábanas y las alfombras —ordené al guerrero que quedaba con vida. Su compañero, ya sin vida, yacía con una daga clavada en el cuello—. Organiza los ritos funerarios, tu amigo murió como un héroe y como tal será recordado.

El guerrero asintió y se marchó a toda prisa y sin mirar atrás. Inspiré un par de veces, me negaba a mirar a mi alrededor. Un par de minutos en mis tierras y debía enfrentar una masacre. Contuve las arcadas, no era propio de un caballero que había visto sangre y muerte desde la más tierna juventud.

—¿Mi señor? —Una de las esclavas se acercó a mí con paso temeroso. En sus ojos podía ver el miedo a la muerte y al castigo. Su mirada se dirigió a mi espada ensangrentada—. Nosotras no teníamos idea, por favor, señor, sea misericordioso.

La mujer cayó de rodillas ante mí, sin preocuparse por la desnudez de su cuerpo. Torcí el gesto y sacudí la cabeza. Me aparté de ella y corté las ataduras de la esclava que estaba siendo martirizada por el paje, este, se encontraba con la cabeza gacha, sin mover un músculo, como si al simular ser una estatua, no lo vería o no enfrentaría el castigo por su barbarie ¿qué podía hacer? De seguro solo cumplía las órdenes del tío de Ialnar.

—Todas son libres, cuiden de su compañera —indiqué y un jadeo de sorpresa y horror llenó la habitación.

—¡Libres! Mi señor, cualquier cosa menos eso —gritó una de ellas—. No podremos sobrevivir en las calles. Por favor, acéptenos como sus fieles esclavas. Perdone nuestros errores, no sabíamos que cometíamos traición.

La presión en mi cabeza y detrás de mis ojos crecía por momentos. Si no me dejaban sola, toda mi fachada se vería en peligro.

—Pueden quedarse, como sirvientas. Busquen al jefe del servicio doméstico, solicítenle trabajo, díganle que van de mi parte y que las cosas cambiarán en esta tierra de ahora en adelante —indiqué con firmeza. Le tendí mi espada—. Lleva esto como prueba y haz que la limpien y afilen y por favor ¡Vístanse!

Las esclavas huyeron a toda prisa de la habitación. Su amiga herida cojeaba entre ellas. Por un momento me sentí culpable, debía tratarlas mejor, debía liberarlas de este tormento, no causarles más dolor y problemas.

—Señor —habló el joven paje. La timidez y el miedo en su voz me revelaron que temía preguntar por su destino, pero a la vez, se encontraba aliviado al ver que ya no tenía una espada en mi poder.

—Comprendo que tuvieras que obedecer las órdenes de ese traidor a la familia —gruñí—. Pero eso no te exime de tus errores. Estás condenado a trabajar en las porquerizas, volverás a escalar rangos, al parecer te perdiste un par de lecciones mientras lo hacías —sentencié con dureza en mi voz.

El joven paje torció el gesto y frunció los labios, no parecía contento con su suerte. Para ser un paje debía de venir de una familia con una relativa estabilidad económica, no era ningún tonto, de seguro sabía leer y escribir y verse reducido a un trabajo indigno golpeaba su ego.

—Si no te gusta, siempre podemos cambiarlo por un tiempo en las mazmorras. Digamos ¿unos diez años? Es lo que tardarás en pasar de porquerizo a paje, ten presente que muy pocos tienen esa oportunidad, muy pocos abandonan el lodo y el estiércol.

—No, señor, obedeceré —dijo a toda prisa. Abandonó la habitación con la cabeza gacha y el paso lento. Debía considerarse afortunado, no desdichado.

Ahora que me encontraba sola, podía dejar fluir todas las emociones que burbujeaban en mi interior. Corrí fuera y no pude evitar tropezarme con la servidumbre, ahora que el peligro había pasado, se atrevían a regresar. Muchos lo hacían con una sonrisa y conversaciones llenas de esperanza, otros tenían un mohín en sus rostros. Los memoricé, ya les haría echar luego, no me apetecía temer por mi vida durante mi estancia en el que se suponía era mi hogar.

—¡Mi señor! ¿quiere pato para la cena? ¿con salsa de naranjas y pastel de fresas para el postre? —preguntó quién parecía ser el cocinero jefe. Un hombre con una gran panza y rostro regordete y bonachón. Asentí, pues si hablaba notarían el temblor en mi voz.

Necesitaba salir de allí, tomar aire fresco. Frente a la puerta se encontraba mi caballo, atado a los arbustos. De un salto subí a la silla y lo espoleé. Un paseo por mis tierras, las de Ialnar, me aliviaría, me permitiría llorar con libertad y dejar que el viento arrancara la amargura de mi piel.

Así lo hice, el caballo alcanzaba una buena velocidad y el helado viento de invierno por fin empezó a cortar mi piel y a llevarse las traicioneras lágrimas que lo manchaban.

¿Por qué? porque tenía que ocupar yo este lugar ¿qué me hacía tan especial para cumplir tan cruenta misión? ¿para tener que soportar la crueldad de nuestros más peligrosos enemigos? Llevé una mano a mi rostro y lo arañé con desesperación. Mi rostro, mi aspecto, eran los responsables de todo el mal que llegaba a mi vida, si tan solo hubiera nacido como una niña normal, sin este aspecto tan indiferente, tan fácil de confundir ¿por qué tenía Ialnar que ser tan parecido a mí? ¿por qué lo era? Veníamos de madres diferentes, éramos dos personas diferentes, habíamos crecido en reinos enemigos.

—Arañándote así no harás que crezca —dijo una voz—. Además, me gustas lampiño.

Giré y lo vi. Estaba tan absorta en mi llanto y en la carrera que no lo había notado. Enael cabalgaba a mi lado. Conde seguía con facilidad el paso y resoplaba casi con felicidad.

—No deberías presionar así a Galeón. —Señaló mi caballo—. Parece a punto de desmayarse.

Me fijé por primera vez en el estado de mi caballo y así era. Negué con la cabeza y con pena y vergüenza lo llevé a un paso más lento hasta el punto de detenernos por completo. Desmonté y le permití a Galeón descansar. Enael me imitó y pronto ambos caballos

Nos encontrábamos en la cima de una de las colinas que rodeaba mi feudo. Enael se detuvo junto a mí y contempló los terrenos que se extendían a nuestros pies. Hacia el norte, feudos menos valiosos que el mío y la frontera con Cathatica, al oeste, terrenos mucho más valiosos y el mar, a una distancia casi imposible de imaginar.

—¿Qué ocurrió? —inquirió Enael. Su intensa mirada me atravesó. Parecía preocupado.

—Mi tío, no solo cometía estupideces con la administración de mis tierras, sino que maltrataba a las esclavas y sirvientes. Creo que algunos recibían privilegios, no están muy contentos con mi regreso.

—Lo comprendo —sonrió, como si hubiera logrado una victoria y no estuviera expresando ideas por las cuales me arrancarían la cabeza—. Me alegra que tu estancia en Calixtho no haya cambiado tu forma de pensar. Eres un hombre único, Ialnar.

Aquella mirada poderosa se trasladó por un segundo a mis labios. Un breve movimiento de pies y en un instante no estaba a mi lado, sino frente a mí, con una sonrisa algo tímida.

—Un hombre que es capaz de cualquier cosa por vivir en libertad e igualdad, ese es el Ialnar que tanto había extrañado y a quien temí muerto, no solo cuando fuiste capturado en ese estúpido ataque, sino cuando regresaste, dispuesto a entregar ese pergamino a Cian. —Tomó mis brazos con fuerza—. Temí, por un momento temí que la tortura y la pena habían manchado tu puro corazón. —Una de sus manos se posó sobre mi pecho, justo por encima de mi corazón y este se agitó, miedo, anticipación ¡Maldita sea, Ialnar!, no me habías advertido de esto.

—Lo que me hicieron fue una consecuencia a nuestro modo de vida, al odio que Cian les profesa y que han inculcado en cada niño de este reino —jadeé y traté de no fijarme en los hermosos ojos de Enael, o en la manera en la que su barba resaltaba sus expresiones o la afabilidad de su porte. Encontrarme entre sus brazos, incluso si estos no me rodeaban, me hacía sentir segura, libre de aquellas difíciles decisiones que debía de tomar en un futuro.

—Lo sé y por eso no quisiera pedirte esto, pero —sus manos viajaron de mis brazos a mi rostro. Un paso más, uno más pequeño y pronto lo tenía frente a mí—, quiero que huyamos juntos, cada día que pasa es más peligroso para nosotros, para esto que nos une.

Oh no, Enael tenía planes y sueños con Ialnar. Planes que debía retrasar por mi misión. Pensé en Jadiet, en su sonrisa y en la esperanza de volvernos a ver en la casa de su padre. Mi corazón se dividió y no pude evitar sollozar. Una parte estaba obnubilada por la fuerza y el control que representaban a Enael, por esa belleza masculina tan imposible de resistir y por la facilidad que implicaba caer en sus brazos, pero Enael amaba a Ialnar, su corazón estaba perdido por Ialnar y yo era en parte responsable por su muerte.

Jadiet gustaba de esta versión de Ialnar, mi versión. Ella me consideraba un buen candidato, o al menos, su padre lo hacía. Podía salvarla de un destino a manos de algún caballero violento o un mercader anciano cubierto de monedas de oro.

Por Enael no podía hacer mucho, por ella sí. Traté de apartarlo, pero mis divagaciones habían tomado mucho tiempo. En un instante sentí sus labios sobre los míos, demandantes, necesitados. Su barba raspaba mi barbilla y mi labio superior. Mis piernas se debilitaron y mi cuerpo tomó el control. Rodeé su cuello con mis brazos y lo acerqué a mí. Estaba a salvo, segura, el tiempo se había detenido a nuestro alrededor. Solo éramos él y yo, en un reino donde podían matarnos a ambos por mucho menos de lo que estábamos haciendo.

Con aquella realización y con la intrusión de su lengua en mi boca, terminé por salir del encantamiento. Le empujé por los hombros y lo aparté de mí.

—¿Qué haces? —siseé, quizás con menos severidad de la esperada.

—Lo que ambos moríamos por hacer desde el día que partiste hacia esa misión suicida en Calixtho —respondió Enael con la respiración agitada—. Sé que es sorpresivo, pero Ialnar, piénsalo, por favor.

Después de aquellas palabras subió a su caballo, me regaló una última mirada abrasadora y se marchó camino abajo, lejos de mi feudo y en dirección a las pocas tierras libres que le quedaban a Luthier.

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