Sinceridad
En mi habitación podía escuchar los gritos de Elmer y los sollozos ahogados de Jadiet. La impotencia y la ira me mantenían paralizada, sumida en una lucha a muerte entre lo que deseaba mi corazón y lo que se había ordenado a mi mente. No escuchaba golpes, o el silbido de algún látigo, así que al menos, Jadiet parecía estar a salvo. Quizás, Elmer solo gritaba y le ordenaba amarme, aceptarme en su vida para hacerlo rico, para que cumpliera su deber como mujer.
Me arrojé sobre la cama y escondí el rostro bajo la almohada, allí los gritos no se escuchaban, podía fingir que nada estaba pasando, que todo estaría bien y que no había llevado la desgracia a la vida de aquella pobre chica.
Pasados unos instantes eternos, un golpeteo en mi puerta me sacó de mi escondrijo. Sentí una repentina frialdad en mis mejillas, así que sequé a toda prisa las lágrimas que las cubrían. No sabía que había estado llorando, tragué saliva y mi garganta ardió. Los sollozos y gritos iracundos también habían escapado a mi control. Corrí a la jofaina y lavé mi rostro a toda prisa, el agua fría ayudaría a aliviar la inflamación que, sin duda, manchaba mis ojos y mi piel.
—Ialnar, mi señor, de nuevo me gustaría disculparme por el absurdo comportamiento de mi hija.
Abrí la puerta de par en par y gocé los instantes que vi a aquel hombrecillo encogerse en su traje de seda y terciopelo, gesto que terminó por disparar el poco control que quedaba en mí, como una cuerda tensionada en exceso que cede ante el mínimo corte de una espada.
—Déjela en paz —siseé—. Quiero que me ame, no que me odie. Quiero hacerla feliz, no desdichada y eso no lo logrará si sigue en este camino. —Señalé la habitación de su hija—. Ella le debe obediencia y lealtad, pero usted le debe amor, comprensión y protección.
Elmer permaneció fijo en su sitio. Sus ojillos ambiciosos iban de mis ojos a mi mano derecha, la cual, empuñaba el mango de mi espada. Tragó saliva y observé con cierta satisfacción como su altanería y porte se desinflaban un poco.
—Tiene razón, señor, mucha razón. Soy un pobre viejo, desconozco las costumbres de la juventud hoy en día, pero en mis tiempos no creíamos esas tonterías. Te casabas con quien tu padre te indicaba y punto. Quizás porque tu padre partió te has librado de tal deber y eres libre, pero Jadiet me tiene a mí y yo...
—Mi padre murió y con él, los sermones que estoy dispuesto a aceptar. Si tan desesperado está por casar a su hija, lo haremos bajo mis términos. No quiero que la obligue, que la castigue por expresar su opinión sobre mí. Yo quiero que Jadiet me ame por lo que soy, no por las palizas que usted le pueda propinar.
—¡Palizas! Por favor, no me tome por un tirano, ese jamás ha sido mi comportamiento.
—Entonces demuéstrelo. Porque todo lo que ha hecho desde que llegué a su hogar ha sido atormentarla.
—¿Qué puedo hacer para que reconsideres tu opinión? —inquirió aquel hombre, reducido a balbuceos y temor absoluto. Me sentí bien, poderosa, en control de una situación que, en otras circunstancias, me habría dominado por completo.
—Permítame salir con ella, cortejarla. Quiero que me conozca. Ya le expliqué mis intenciones dos veces, no haga que me repita una tercera —sentencié con altivez.
—¡Muchacho! No puedo permitir tal cosa. Mi hija es una jovencita de su hogar, propia y respetable.
—No le pedí su permiso para salir sin chaperones, si lo desea, nombre a un sirviente de confianza. —Incliné mi cabeza para demostrar mi respeto a sus palabras, algo que pareció agradarle, le permitía recuperar el control y sanar su orgullo herido—. No es mi intención manchar de ninguna manera el honor de su hija.
—Entonces lo permitiré, nombraré a Martha, mi ama de llaves, como su chaperona ¿cuándo desea salir con mi hija?
—Cuando ella lo desee, Elmer. No voy a imponerme.
Di un paso atrás y cerré la puerta de mi habitación en sus narices. No le permitiría pronunciar una palabra más, yo ya había obtenido lo que quería y no le daría más opciones. Esperé con paciencia junto a la puerta, hasta que escuché los pasos furiosos de Elmer alejarse por el pasillo, así como el fuerte portazo que dio al encerrarse en la que debía ser su habitación. Pasé el pestillo de la puerta y aproveché la oportunidad para encender la chimenea, caía la noche y empezaba a hacer frío, era la excusa perfecta. Luego, salté sobre la cama y desordené las sábanas.
Una vez terminado mi trabajo, tomé un atado de lavanda y diente de león y salí a la terraza. De nuevo, salto a salto, me acerqué a la habitación de Jadiet. Había dejado la puerta de la terraza entreabierta y así como el frío podía colarse, lo haría yo.
—Vete de aquí o gritaré —masculló contra su almohada. Se encontraba bocabajo en su cama, con las múltiples capas de su falda vestido desparramadas como las alas de una mariposa rota.—. No es propio de un caballero encontrarse a solas en la habitación de una dama.
Sonreí para mí, quería decirle que no había problema, que no era un caballero, que conmigo no tenía nada que temer. Ningún movimiento atrevido, ninguna acción excusada en provocación, nada. No le tocaría un pelo sin su consentimiento.
—Te escuché con mi padre, quieres seguirle el juego, quieres casarte conmigo, quieres hacer negocios con él.
—¿Qué? —inquirí a medio camino de la chimenea. Recibí silencio por toda respuesta, así que me concentré en hacer un buen fuego. Una vez estuvo listo, preparé una infusión con la lavanda y el diente de león.
—¿Qué haces? —La curiosidad arrancó a Jadiet de su escondite. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar y la piel pálida, con excepción de sus mejillas, cruelmente sonrojadas por la violencia. Rechiné mis dientes y me concentré en mezclar las hierbas.
—Quiero ayudarte, nada más —respondí. Busqué con la mirada en su habitación y encontré mi pañuelo en su cómoda. Tragué saliva, si su padre lo había visto, bien podía darme por perdida. Me levanté y tomé el pañuelo—. No deberías tenerlo por allí —dije al pasar frente a su cama. Ella solo recogió sus piernas y se escondió detrás de las sábanas —¿Sabes? Si quisiera hacerte algo, ya lo habría hecho.
Un grito de indignación y el impacto de un cepillo contra mi cabeza fueron su respuesta. Tenía un buen brazo, con algo de entrenamiento bien podría blandir una espada.
—Asqueroso pervertido.
—Solo quiero ayudarte —susurré. Remojé el pañuelo en la infusión y lo dejé a sus pies, sobre el colchón—. Tómalo antes de que empape tu cama. Te ayudará con la inflamación y el dolor.
—No voy a enamorarme de ti. No te amaré y no te casarás conmigo —sentenció con ira, aun así, tomó el pañuelo entre sus manos y lo aplicó con delicadeza en una de sus mejillas. Suspiró aliviada y cerró sus ojos por unos instantes. Me permití observar su belleza, la delicada curva de sus labios, el suave ángulo de su mandíbula y la manera en la cual sus cejas parecían enmarcar sus ojos a la perfección. Era una distracción bienvenida, el significado de sus palabras había abierto un agujero en mi pecho, uno que llevaba semanas cerrado a costa de muerte, sacrificio, sangre y dolor ¿no me amaría? Bufé, estábamos en Luthier y a sus ojos era un caballero.
—Ya lo veremos —respondí, di media vuelta y regresé a la terraza—. Guarda bien ese pañuelo, no quiero causarte más problemas.
—Ialnar.
No respondí a su tímido llamado, obligué a mis piernas a saltar, a correr entre las terrazas sin preocuparse del ruido que pudiera hacer o el riesgo de ser vista. Necesitaba llegar a mi habitación, el agujero en mi pecho crecía, engulléndolo todo a su paso, control, misión, valor, todo desaparecía y ardía en un cúmulo de pena y dolor. Por suerte, la explosión ocurrió en el momento en el cual llegué a mi habitación. Cerré las puertas de la terraza con fuerza y me arrojé sobre la cama. Había un gran vacío, uno ardiente que se negaba a desaparecer, una pena absoluta que no conocía límites. Mordí mi puño, quería sollozar, quería gritar, pero no podía hacerlo sin llamar la atención.
¿De qué servía todo lo que estaba haciendo? ¿debía concentrarme solo en la misión y olvidarme de los daños colaterales? Abracé mis rodillas contra mi pecho. Heroína del reino, caballero rico de Luthier, eran equivalentes, se suponía que me harían amada y apreciada, entonces ¿por qué seguían rechazándome? ¿por qué seguía siendo víctima del desamparo y el desamor?
Estiré mis piernas luego de un rato, mis ojos latían, mi cabeza también. Necesitaba salir de la mansión, perderme, regresar a mi castillo. Sí, eso haría y Elmer no tendría nada contra mí. Después de todo, le había advertido de su actitud. Era un caballero, era mi palabra contra la suya. Recogí mis cosas llevada por un torbellino de energía amarga, recuperé mi caballo de las caballerizas sin siquiera regalar una mirada a los jóvenes que allí trabajaban. Subí a su lomo y a toda velocidad me abrí paso a la oscuridad de la ciudad.
Ralenticé el paso de Galeón conforme me acerqué al centro del poblado. Necesitaba ajustar las alforjas y prepararme para un viaje nocturno. No me detendría en las posadas.
Fue entonces cuando lo escuché, el murmullo furioso de una multitud. Llevé a Galeón a un callejón cercano y aproveché las sombras para observar lo que ocurría. Minutos después, una turba atravesó la calle frente a mí. Llevaban a una chica maniatada, un hombre regordete con la ropa manchada de grasa y a Taibeth. Muy a mi pesar, la curiosidad pudo más. Me uní a la multitud, después de todo, estaba a salvo y no representaban ningún peligro aparente.
En el centro del pueblo habían levantado una gran tarima, en su centro de encontraba un poste con grilletes. Un escalofrío recorrió mi estómago. Al verla, la muchedumbre aceleró el paso y gritó con renovada furia. La oscuridad era tal que no podía ver qué ocurría en la tarima, por suerte, encendieron antorchas y las colocaron en las cuatro esquinas, por fin pude ver el origen de tamaño alboroto.
Era la esclava de la taberna, vestía la misma túnica translúcida de aquella noche y temblaba incontrolablemente ante la multitud. Su cabello y su piel se encontraban manchados de fruta podrida y otras sustancias repulsivas, sollozaba en silencio, la única prueba de ello eran los espasmos que sacudían sus hombros.
—Está sucia esclava robó a un distinguido cliente en mi taberna —gritó el hombre regordete—. Y he pedido a la justicia que se encargue de ella.
Agucé la vista. El hombre tenía entre sus dedos dos objetos pequeños, no podía distinguirlos en la penumbra.
—La pena por robar es la muerte —gritó quien parecía ser un magistrado. Un hombre vestido con un elegante traje y una túnica oscura ribeteada de oro. A su lado se encontraba un hombre semidesnudo, con fuertes brazos que resplandecían ante la luz de las antorchas—. Quien roba es capaz de cometer cualquier atrocidad por bienes materiales —continuó.
Sus palabras alimentaron los abucheos y la furia de la muchedumbre. Una nueva lluvia de rocas, lodo y fruta podrida cayó sobre la esclava. El magistrado lo permitió, una sonrisa maligna curvaba sus labios.
—Sentencio a esta esclava a la pena de los mil cortes —exclamó y como si se tratase de una atracción muy esperada, el pueblo gritó enardecido. Miré a mis pies ¡había niños gritando y saltando! En sus ojos brillaba el mismo frenesí que en los adultos. Contuve una arcada.
La esclava fue conducida al poste, la chica negaba con la cabeza, espumarajos de moco, saliva y terror escapaban de la mordaza que llevaba en la boca.
Mis ojos viajaron a la mano del tabernero, por un instante pude ver mejor las monedas, eran de oro. Ningún tabernero era tan rico como para poseer unas y mostrarlas con tal libertad en la calle.
Sujeté las riendas con fuerza y me dispuse a espolear mi caballo para detener la barbarie que estaban por cometer, pero una mano se cerró en mi tobillo. La pateé y una maldición muy conocida llegó a mis oídos.
—Por la Gran Madre, esa no es forma de tratar a una aliada —siseó.
Miré hacia abajo y me encontré con la fría mirada decidida de una guerrera de la frontera. Era evidente que era una, entre un mar de miradas temerosas, doblegadas y llevadas por las creencias, el qué dirán y las masas, esta resaltaba. Firme, segura, valiente.
—Ven conmigo —ordenó, justo cuando el primer grito de la desdichada esclava rompía el aire de la noche.
Desmonté y seguí a la mujer hasta el callejón. Una vez allí, apoyó su espalda en la pared, tiró de mis hombros y junto nuestros cuerpos de tal forma que parecíamos una pareja aprovechando la oscuridad y privacidad del lugar.
—Eneth quiere un informe —solicitó y sobre mi cayó una oleada de calor y emoción ¡por fin!
—Tienen a Gaseli. Está viva, quieren obligarla a tener un hijo de Cian para exigir control sobre Calixtho —siseé contra su cuello. Los gritos de la chica continuaban, cada vez más desesperados y desgarradores.
La guerrera disimuló muy bien su sorpresa, solo tomó mis caderas y tiró de ellas a la par que echaba su cuello hacia atrás.
—¿Estás segura? Es información valiosa —dos ojos azules se clavaron en mi— ¿estás absolutamente segura?
—Hay una conspiración en marcha para derrocar a Cian por tal afrenta al honor de Luthier. Así como un movimiento que busca detenerla —respondí a toda prisa. La esclava gritaba a voz de cuello, sus balbuceos retorcían mis entrañas, era mi culpa, por mi culpa estaba sufriendo.
—Está bien, informaré a Eneth. Mientras, mantén un perfil bajo. Si lo que dices es cierto, quizás sea suficiente para acabar con Luthier de una vez por todas.
—Lo haré, ahora vete. Tienes una importante misión que cumplir.
La guerrera asintió y se perdió en la oscuridad de la noche. Yo me tomé unos segundos para respirar, necesitaba regresar a aquel lugar. Necesitaba salvar a la chica. No habíamos tardado demasiado, pero por sus gritos, bien podía estar malherida.
Subí a Galeón y me abrí paso a través de la muchedumbre. Todos protestaban y trataban de cerrarme el paso, pero en cuanto notaban que se trataba de un caballero, se escabullían como pequeñas ratas de alcantarilla.
—¡Alto en nombre de la casa de Eddand! —grité en cuanto estuve lo suficientemente cerca como para que mi orden no fuera engullida por el bramar de la multitud— ¿Qué hacen a esta pobre mujer?
Una vez me escucharon gritar, las personas se apartaron, abrieron un camino para mí y pude acercarme a la tarima.
—¡Mi señor! —El magistrado ejecutó una amplia reverencia—. El tabernero atrapó a esta esclava robando a uno de sus clientes y decidió entregarla a la justicia.
El tabernero en cuestión sonrió y me mostró las dos monedas de oro.
—¡Estúpido! —exclamé—. Ese fue mi pago a esta mujer. Sus servicios fueron maravillosos y no pude sino honrarla con un buen pago.
—¿Qué calumnia has levantado? —inquirió el magistrado en un cambio de bando sabio y facineroso.
—Ninguna, mi señor, yo solo pensé que... —La frente del tabernero se perló de sudor, de sus labios solo escaparon balbuceos.
—No pensaste. No la viste robar y aun así la sometiste al tormento ¿cuál es la pena por levantar falsos testimonios ante la ley, magistrado? —gruñí. Veía rojo, quería justicia, quería retribución.
—Cuarenta azotes y un mes en los calabozos, mi señor. —Un chillido similar al de un cerdo escapó de los labios del tabernero. El verdugo lo había sujetado por el cuello para impedirle escapar. Al notar que lo miraba, sonrió con sadismo detrás de su antifaz, mostrando sus dientes correosos y amarillos.
—Proceda y también pido la libertad para esa chica, que sea atendida con las ganancias de la taberna. La recibiré en mis tierras cuando esté recuperada.
No me quedé para ver cómo ejecutaban mis órdenes. Solo me regalé unos instantes para asegurarme que la esclava era liberada y atendida. Dos mujeres la llevaban en brazos hacia una casa cercana. Estaría bien, cumplirían mis órdenes y la salvarían. Las órdenes de los caballeros debían ser siempre obedecidas.
Recorrí el camino de regreso a la mansión a toda velocidad. Por mi sangre corría una verdadera oleada de emoción y poder. Eneth conocería la verdad, atacarían Luthier y serían libres. Jadiet sería libre, igual Enael. Ambos vivirían su vida en paz y alegría. Sonreí, era lo que deseaba para ambos, lo merecían.
El frescor de la noche solo sumó a la sensación, la oscuridad del camino, la luz de la luna, todo llenaba mi alma de energía. Si era capaz de provocar ese cambio, de ayudar a modificar por completo un reino, cambiar vidas para mejor y llevar libertad a un mundo oscuro y gris, entonces era capaz de cualquier cosa, como enamorar a Jadiet.
Solo me detuve para comprar unas gotas de extracto de amapola en una tienda cercana. El dueño me miró con sospecha mientras me tendía el pequeño y costoso envase de vidrio, mas eligió guardar silencio. Si, ese era el poder de un título y un apellido en Luthier.
***
Martha, la ama de llaves, estaba sentada junto a mí en un carruaje absurdamente elegante. Con cómodos asientos forrados de piel suave, ventanillas cubiertas con cortinas de piel y madera resistente, soportes para velas y una pequeña mesa plegable entre dos asientos.
Habíamos acordado salir a pasear por los terrenos cercanos y aprovechar la sombra de un pequeño bosque para descansar y almorzar.
Jadiet tardó lo suyo, pero cuando por fin subió al carruaje, lo hizo con una sonrisa, una que al menos lucía sincera, aunque algo avergonzada.
Martha no nos quitaba los ojos de encima, durante el viaje solo pudimos compartir miradas. Jadiet continuaba tímida, nerviosa, como si temiera algún movimiento de mi parte ¿esperaba rechazo o insistencia de mi parte? Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, ella bajaba la suya y jugaba con sus dedos.
—Es tan lindo el amor —dijo Martha con un suspiro ahogado—. Tienen mucha suerte, no siempre es fácil encontrar como compañero de vida a quien amas de verdad.
—No es fácil, pero nada que merezca la pena lo es —sentencié con firmeza.
El cochero nos dejó en un claro del bosque, regresaría en un par de horas, suficientes como para permitirnos disfrutar de un buen almuerzo a la sombra de los árboles. El clima estaba precioso, los pajaritos cantaban con alegría y las nubes surcaban el cielo regalándonos diferentes formas y sombras.
Martha organizó los alimentos sobre un enorme mantel. Con prudencia organizó su propia ración en una esquina. Quería dejarnos nuestro espacio, sin dejar de vigilarnos, era insoportable, quería hablar con Jadiet, aclarar el malentendido y disfrutar de una oportunidad a su lado, pero Martha hacía de esta labor una tarea casi imposible.
Caminé por los alrededores del claro, vigilar estaba en mi sangre, no quería que nada nos sorprendiera, además, esto me permitía controlar las acciones de Martha, no quería llegar a aplicar mi plan, pero no me estaba dejando otra opción. Por fin, noté con agrado que solo se sirvió una copa de vino. Con algo de suerte, podría invitarla a una segunda y con ella, a una agradable siesta.
Cuando todo estuvo listo, tomé asiento junto a Jadiet. Mi plato estaba vacío, pero en el centro se encontraban hogazas de pan, un gran jamón, queso y frutas para compartir. Me incliné para servirme, pero Jadiet me detuvo con un gesto.
—Permíteme —pidió.
Una ola de calor invadió mi rostro. No sabía dónde mirar o qué hacer mientras ella se inclinaba sobre el mantel para llenar mi plato con una porción de cada alimento disponible. Fijé mi mirada en Martha, sus ojos estaban anegados en lágrimas y no dejaba de mirar las acciones de Jadiet con orgullo maternal.
—Gracias —dije en cuanto tuve el plato en mis manos. Los dedos de Jadiet rozaron los míos y pese a los guantes de cuero, pude sentir un grato cosquilleo sobre mi piel. Me apresuré a tirar mis guantes y a comer para ocultar mi turbación y mis nervios, sin dejar de vigilar las acciones de Martha. Necesitaba que se distrajera solo unos segundos.
La oportunidad se presentó cuando terminó su plato y se dispuso a servirse más pan y mermelada. Su copa de vino estaba vacía, por lo que me apresuré a tomarla y a servirle una generosa ración.
—¡Mi señor! No es necesario, eso es impropio de un caballero —dijo a toda prisa, agobiada y nerviosa, cubrió su rostro con sus manos para ocultar su sonrojo. Aproveché su emoción para deslizar un par de gotas de extracto de amapola en su bebida.
—Has trabajado mucho, solo te sirvo un poco de vino.
—Brindo en su nombre, señor Ialnar. Había escuchado de su nobleza, pero ser testigo de ella es todo un sueño hecho realidad. —Levantó su copa en un brindis silencioso y la vació a grandes tragos.
El extracto actuó con rapidez. Martha empezó a bostezar y a frotarse los ojos. Pronto, achacó su cansancio al arduo trabajo en la mansión.
—Dejo en tus manos el cuidado de esta jovencita. —balbuceó—. Creo que tomaré una siesta ¡te advierto que tengo muy buen oído! —amenazó antes de desplomarse contra el tronco de un árbol cercano y deslizarse hasta caer sobre la hierba.
—Pobre Martha —dijo Jadiet—. Debe estar muy agotada si se atreve a dormirse en medio del deber.
—No tiene nada que temer de mí, al igual que tú, Jadiet. —Dejé a un lado mi plato y giré para quedar frente a frente con ella—. No tienes nada que temer de mi parte.
—Eso no tengo forma de saberlo —susurró ella con cierto temor en su voz—. Quiero decir, estamos en medio del bosque, solos, podría pasar cualquier cosa. —Mordió su labio y apartó la mirada. No pude contenerme y tomé su mano.
—¿Y no quieres que hagamos algo? —Miré sus ojos con intensidad. Mi cuerpo se acercó al suyo casi por cuenta propia.
—¡No! ¿por quién me tomas? —exclamó alarmada, se deslizó por el suelo para alejarse de mí hasta que su espalda topó contra un árbol.
—¿Por quién me tomas tú? —dejé de acercarme y descansé mi peso en mis manos con desenfado—. Solo quiero hablar, no podemos hacerlo con Martha escuchando.
Jadiet suspiró y sonrió con alivio, parecía dispuesta a hablar, ahora que solo estábamos las dos se sentía mucho más libre, o al menos, esperaba que así fuera, solo quería lo mejor para ella. Que sintiera la libertad de hablar conmigo, de contarme sus temores, sus sueños y sus penas, que me dijera qué la hacía feliz, para así hacerlo realidad y si tenía que gastar una fortuna en extracto de amapola, lo haría de buen grado, porque ella se merecía eso y mucho más.
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