Respuestas
Era el tercer día de entrenamiento de Jadiet y habíamos logrado avanzar un poco. Los movimientos básicos acudían a ella con mayor fluidez y era capaz de confiar en su armadura para protegerse de mis ataques. Se trataba de un avance digno de celebrar, así que di por terminado el entrenamiento temprano y nos permití descansar a la sombra de uno de los árboles.
—La armadura sigue pesando como una roca y siento que mi cuerpo se desarmará en algún momento, pero creo que confío más en esta cosa. —Levantó su espada y su mano y brazo entero tembló—. Uf.
—Mejorará con el tiempo. —Deslicé mis dedos en su cabello. Jadiet descansaba su cabeza en mi regazo y aunque a ojos curiosos era ella quien parecía estar muy cómoda, era yo quien disfrutaba de aquel remanso de paz y quietud en nuestras ajetreadas vidas.
—Como mi lectura —confesó mientras cerraba los ojos—. Conozco y escribo todas las letras, ya puedo reconocer algunas sílabas —sonrió—. Hace que sea más sencillo reconocer las palabras en ese libro de cubierta negra que tanto parece avergonzarte.
—Lo que me faltaba —susurré—. Que tu único interés para aprender a leer sea ese libro.
—Las ilustraciones son interesantes, pero es en el texto donde se esconde la magia. —Levantó una de sus manos y acarició mi rostro—. Quiero ser capaz de lanzarme a tus brazos sin ningún tabú.
En sus ojos había algo que llevó a mi corazón a dar un brinco y empezar a latir desesperado. Era ternura y entrega en su estado más puro, había deseo en ellos, pero no uno primal o salvaje, sino natural, uno que deseaba entregarse y tomar. Uno que quería enseñar y aprender.
—Hay mucho tiempo para eso, Jadiet —dije con lo que esperaba fuera una voz firme. Supe que fallé cuando Jadiet solo sonrió y abandonó su lugar en mi regazo. No tuve tiempo de lamentar la pérdida, porque solo en segundos tomó asiento a horcajadas sobre él.
—Lo sé, pero no soy ciega. He visto como el deseo crece en ti cada día, como pareces derretirte cada vez que dormimos juntas —deslizó sus manos desde mi estómago hasta mi pecho, sonrió al sentir mi corazón desbocado y continuó—, como los besos que compartimos cada día parecen más descontrolados y a la vez, menos libres. Siento como te contienes, Inava y no quiero que lo hagas. No soy de cristal.
Llevé una de mis manos a su cuello y con emoción la acerqué a mí. Sus labios sabían a gloria. Era como beber después de haber cruzado un desierto. Mordí su labio inferior y un suspiro me hizo dueña de su boca. Mis dedos se enterraron en su cabello húmedo y por un momento deseé que aquellos mechones estuvieran así a causa de la pasión y no por usar una espada durante horas bajo el sol de la primavera. Jadiet no se quedó atrás, sus manos reclamaron mi cuello y mi mejilla en un intento de controlar el ritmo de un beso que cada vez se tornaba más desenfrenado.
Cedí a su silenciosa petición, mis manos dejaron su cuello y como si no tuvieran control alguno recorrieron sus muslos, mis pulgares rozaron con insistencia y lentitud la piel interna, subiendo más y más hacia aquel punto en el que se concentraba todo el calor. Un gemido ahogado fue toda la aprobación que necesité. Clavé mis dedos en sus nalgas y tiré de ella para acercarla más a mí. Nuestras armaduras chocaron y sus dientes reclamaron mis labios. Lejos de doler, aquella punzante sensación me animó a seguir. Mis manos regresaron a sus muslos, esta vez más cerca de su cadera y su vientre.
Mis dedos dibujaron caminos en aquella zona, subiendo, bajando. Quería desgarrar aquel pantalón y a la vez, agradecía a la Gran Madre que Jadiet decidiera llevar los más delgados que había podido encontrar. Podía sentir las líneas de las vendas con cada nueva caricia y a Jadiet perder poco a poco el control, sus caderas se movían casi a la par con su respiración y el ritmo desenfrenado de sus besos.
Colé mis dedos bajo una de las vendas y el calor que encontré allí me arrancó un gruñido gutural. Jadiet resopló y tomó mi mano con firmeza. Desconcertada detuve de inmediato toda acción, pero ella solo clavó sus oscuros ojos en los míos y con decisión llevó mi mano dentro de su pantalón. Nunca supe como hizo para deshacer los nudos o soltar el cinturón que limitaban el acceso a tal lugar y no me importaba saberlo. Todo pensamiento coherente desapareció de mi mente en cuanto mis dedos recibieron aquel primer roce son su calidez y humedad.
Con mi mano libre acuné su rostro, apoyé mi frente en la de ella y busqué sus ojos. Solo había deseo y decisión en ellos. Un fuego que se negaba a ser consumido o apagado con un simple soplido. Con lentitud deslicé uno de mis dedos bajo las vendas ¿era eso lo que deseaba? Esto era territorio inexplorado tanto para ella como para mí. De nuevo su mano se cerró como una garra en mi muñeca, me detuve, era ella quien debía decidir, por mi parte, la habría cargado sobre mi hombro y llevado de regreso al castillo.
Un firme tirón llevó mi dedo a rozar su intimidad. Humedad, calidez y deseo abrumaron mis sentidos, Jadiet enterró sus dientes y labios en mi cuello ahogando un gemido. Apliqué una ligera presión y me sorprendió con un gritito de placer.
—No te atrevas a detenerte —jadeó—. Por favor.
—Jadiet, ¿de verdad...
—Como no hagas algo... —Tomó su espada y la clavó en la tierra, a centímetros de mi pierna, era una amenaza clara que lejos de indignarme solo me motivó a deslizar un segundo dedo bajo las vendas. No tenía experiencia alguna con algo como esto, pero podía dejarme llevar, tal y como había ocurrido en mi despacho. Los nervios no eran mis mejores aliados en este momento.
Me concentré en aquella suave piel que descubrían mis dedos. Dos labios resbaladizos y suaves que protegían una entrada que apenas rocé, mi objetivo era otro, uno más acorde a un instante de pasión en el bosque. Su clítoris esperaba por mí, palpitante, sediento de caricias que no dudé en regalarle.
Ya no había besos, solo suspiros y resoplidos entre nuestros labios. Ya no había miradas, solo ojos cerrados perdidos en las sensaciones que nos regalábamos. La cabeza de Jadiet descansaba en mi hombro, derrotada ante el intoxicante poder del que ahora yo disfrutaba. Pequeños temblores recorrían su cuerpo, nuestros pechos se rozaban con cada respiración y su espalda y caderas se movían y arqueaban al ritmo que imponían mis caricias.
Me sentía perdida en ella, completamente entregada a darle todo el placer posible, a verla perderse en un mar de sensaciones y que estas fueran producidas por mí solo lo hacía mil veces mejor.
Con mi mano libre liberé los broches de su peto. Los sinuosos movimientos de sus caderas contribuyeron a hacerlo a un lado, di gracias a la fuerza de mis brazos por la facilidad con la que logré quitarle la cota de malla, el gambesón corrió una suerte similar. Necesitaba tocarla, acercarme mucho más a su piel. Mis dedos se deslizaron desde su garganta hasta sus clavículas, dibujando poco a poco la forma de su cuerpo, la suavidad de su piel era adictiva, pero cuando me encontré con sus pechos todo desapareció. Perfectos, suaves y cabían en mi mano. No me atreví a quitarle las vendas, rocé sus pezones por encima de la tela y para mi sorpresa le escuché pronunciar mi nombre. Repetí mis acciones y juntas caímos en un torbellino del que no había salida.
—Inava —susurró con la voz entrecortada.
—Shhh, te tengo, déjate ir. Te juro que no vas a morir —aseguré. No quería detenerme. Algo en mi había tomado por completo el control, un ser que solo deseaba ver a Jadiet deshacerse en placer y perderse por completo en oleada tras oleada de tensión y pasión. Aceleré el movimiento de mis dedos e incrementé solo un poco la presión. Jadiet clavó sus dedos en mis hombros y arqueó su espalda. Sus ojos se cerraron y fui testigo de cómo su garganta temblaba y emitía los sonidos más deliciosos. Temblor a temblor, su piel enrojeció, sus jadeos se convirtieron en gemidos y gritos y el tiempo se detuvo a nuestro alrededor.
Jadiet se desplomó contra mi cuerpo, sus piernas, su torso, hasta sus brazos temblaban ocasionalmente. Su pecho se encontraba tan rojo como sus mejillas y su respiración entrecortada hacía cosquillas en mi cuello, eran detalles que, aunque pequeños, me llenaban de satisfacción, yo le había dado algo maravilloso, le había abierto la puerta a un mundo nuevo, yo y solo yo. Rodeé su cuerpo con mis brazos y besé sus fríos labios compartiéndoles mi calor. Acaricié su cuello y su nuca, provocando pequeños temblores que recorrían su cuerpo y sonidos deliciosos que me invitaban a más.
—¿Estás bien? —quise saber luego de un rato. Jadiet estaba demasiado callada y parecía sumida en sus pensamientos. Traté de mirarla a los ojos, pero sus brazos se tensaron a mi alrededor y me impidieron separarme demasiado—. No iré a ninguna parte, mi amor.
—Después de eso, no te dejaré marchar a ningún lado —admitió con la voz ligera y llena de alegría—. Fue... oh. —Cubrió su rostro con mi cuello. Sus mejillas hervían.
—Sí, fue algo increíble —admití—. Gracias por compartirlo conmigo, Jadiet. Ha sido lo más especial que he hecho en mi vida.
—Para mí también. Compartirlo contigo fue... fue hermoso —confesó— ¡Vaya! Siento que puedo comerme al mundo, que puedo... —Luchó por levantarse, pero sus piernas no respondieron como ella esperaba. No pude evitar reír quizás algo llevada por el ego. Jadiet resopló.
—No te pongas así. Podrás conquistar el mundo luego, mi pequeña fierecita.
—¡No soy una fierecita! —protestó ella entre risas. Para mi sorpresa obedeció y permaneció en la seguridad de mis brazos. Suspiré, podía quedarme así para siempre, con su cuerpo contra el mío, su aroma llenando mi nariz y su calor en mi piel.
Me sentía más unida a ella de lo que alguna vez experimenté. Allí, en medio de un claro abandonado y secreto solo éramos ella y yo, envueltas en una nube casi palpable de sentimientos, descubrimiento y aceptación. Incliné mi cuerpo hacia un lado y Jadiet tensó sus brazos a mi alrededor en respuesta.
—Está bien, deja que me ponga cómoda —dije en un murmullo suave. Jadiet se relajó y en un instante quedó debajo de mí, sobre la suave hierba del claro. Era un fondo maravilloso para sus ojos, verde claro lleno de vida contra un verde oscuro veteado con rebeldes líneas oscuras. Sus piernas continuaban alrededor de mi cadera, se negaban a soltarme por alguna razón y no me molestaba, al contrario, solo me invitaban a continuar. Apoyé mis brazos a ambos lados de su cuerpo y busqué sus labios.
Se sentía completamente natural, como si estuviéramos hechas para compartir un momento así. Si encajábamos a la perfección vistiendo nuestras armaduras ¿cómo sería cuando por fin pudiéramos compartir un momento más íntimo? Aquella idea arrancó de mi pecho un gemido. Me sentía hervir, quería más de Jadiet y a la vez, que ella respondiera a mis necesidades.
—Eres hermosa —dije perdida en sus ojos. No podía apartar la mirada, allí sobre la hierba y bajo mi cuerpo descansaba toda una diosa, si apartaba mis ojos de ella, moriría sin remedio.
—Que enternecedor —dijo una voz conocida, una que creí no volver a escuchar. El recuerdo de su amenaza activó en mí el entrenamiento que llevaba fundido a fuego en los huesos y músculos de mi cuerpo. Rodé a un lado de Jadiet, me puse en pie frente a ella y desenvainé mi espada.
—¿Qué quieres Enael? —siseé. Mi corazón dio un vuelvo al encontrarme con su rostro curtido por el sol y ensombrecido por la pena. Una minúscula chispa de atracción despertó en alguna parte de mí, pero fue sofocada por el instinto de supervivencia.
—Te dije que averiguaría la verdad detrás de Ialnar y tú y que cuando lo hiciera, te mataría —siseó.
—¡No! —Jadiet se puso en pie y levantó su espada. Enael soltó una carcajada amarga y la señaló con su espada.
—Así como vas no puedes defender a nadie.
Aquello enfureció a Jadiet, quien ni corta ni perezosa se lanzó sobre Enael con la espada en alto. Mi corazón se detuvo, una de las primeras lecciones, una que le había hecho repetir hasta el cansancio, olvidada en un par de segundos a causa de una amenaza hacia mi vida. La frustración y la desesperación lucharon por un lugar en mi mente, hasta que ganó el sentido común, alcancé a intervenir en el momento en el que Enael desviaba el mandoble de Jadiet y la empujaba con un golpe de su brazo. Jadiet cayó al suelo, su cuerpo deslizó un par de metros hasta impactar con el tronco de un árbol. Para mi horror, y quizás alivio, no se movió ni hizo algún esfuerzo por levantarse.
Regresé mi atención a Enael, me miraba burlón y con cierto aire de superioridad.
—El mío por la tuya, me parece lo justo. —Levantó su espada y la dejó ir sobre mí. Bloqueé el golpe y deslicé su espada a un lado, contraataqué y su brazal evitó un impacto mortal contra su cuello.
—Deja a Jadiet fuera de todo esto, es inocente —gruñí.
—Igual que mi dulce Ialnar, era inocente hasta que tú lo mataste. —Esta vez una estocada directa a mi pecho, desvié el golpe y propiné un codazo a su nariz.
—Yo no lo maté, lo decapitó Eneth, mi comandante, antes de enviarme a esta misión. Yo no quería que él muriera —confesé. Pude haberlo matado en ese momento, con la nariz rota y cegado por las lágrimas era un blanco fácil, pero algo en mí quería dejar en evidencia a Eneth, quería llevarla a la justicia, aun si solo era por la muerte de un hombre inocente y no por Gaseli—. Le pedí que le perdonara la vida, que era un buen hombre y nunca me escuchó.
—Una mujer de Calixtho rogando por la vida de un hombre, no lo puedo creer —escupió él antes de volver al ataque.
—Lo hice y lo haría de nuevo si tuviera la oportunidad. Su muerte será una carga en mi consciencia —afirmé.
Enael detuvo su espada, envainó y me dio la espada. Pude ver sus hombros temblar y un sollozo ahogado llegó a mis oídos.
—También lo estará en la mía. Debí luchar más por detenerlo —lloró—. Supongo que nada lograremos lamentándonos ni luchando entre nosotros, menos ahora que conozco la verdad. —Apartó furioso algunas lágrimas de su rostro—. El verdadero culpable debe pagar.
—¿De qué verdad hablas? —Bajé mi espada. El cambio de humor de Enael me había desconcertado.
—Es tan injusta para ti como lo es para mí. No puedo vengarme de su propia sangre —negó con la cabeza.
—¿A qué te refieres? —Envainé mi espada y me acerqué a él. No era el más sabio movimiento, pero algo en su postura y en el conflicto en sus ojos me dijo que todo estaría bien.
—Ya lo verás —dijo antes de gritar hacia la espesura del bosque— ¡Puedes salir! ¡Keira! La hemos encontrado.
Una mujer rozando el final de sus treinta años o quizás, el inicio de los cuarenta apareció detrás de un árbol. Su cabello era tan negro como el mío, con pequeños rizos suaves en la parte superior. Sus ojos eran de un marrón muy claro, justo como los míos. Era como ver una versión mucho más femenina de mí. Sentí como si alguien arrancara mis pulmones. No podía ser.
—Esa mujer que ves aquí es tu madre biológica, la tuya y la de Ialnar —replicó Enael—. Cuéntale —exigió a la mujer—. Cuéntale lo que me has contado, explícale como dejaste a Ialnar en este basurero y a ella la salvaste llevándola a Calixtho.
La mujer se encogió sobre sí misma. Sus huesudos dedos se entrelazaron entre sí y sus labios empezaron a temblar sin control. Sentí pena por ella, Enael la trataba con furia y era injusto con ella. Quienquiera que fuese, no tenía la culpa de nada. Porque no podía ser mi madre biológica, yo tenía dos madres en Calixtho, como la mayoría de las chicas.
—Es... es verdad —admitió luego de un rato—. Es una historia larga y creo que esta chica necesita ayuda. —Señaló a Jadiet, quien en ese momento empezaba a despertar. Corrí a su lado entre maldiciones y sostuve su cabeza contra mi pecho.
—No te muevas, recibiste un duro golpe —expliqué a toda prisa.
—Entonces por eso veo doble —dijo aún perdida—. Porque estoy viendo dos Inavas.
—Es suficiente, regresemos a mi castillo. Allí me contarás tu historia —dije a Keira—. Enael, toma uno de los caballos y llévala contigo. Yo llevaré a Jadiet.
—Puedo cabalgar. No quiero prestarle mi caballo a ese idiota ¡Quiere matarte! —intervino Jadiet con desesperación. Lanzó una mirada furiosa a Enael para luego cerrar los ojos y frotar su cabeza.
—No puedes cabalgar. Necesitas descansar —indiqué para luego rodear su cuerpo con uno de mis brazos y ayudarla a montar a lomos de Galeón. Mientras ella se esforzaba por no resbalar de la silla, me apresuré a recoger todo lo que nos pertenecía y a dejarlo a buen recaudo en las alforjas. Subí detrás de ella y tomé las riendas—. Cabalgaremos juntas. ¿A que no es tan malo? —Besé su sien y luego sus labios. Parecía que años atrás habíamos compartido un hermoso momento juntas, ¿es que tendríamos tiempo alguno para disfrutar de nuestra compañía?
—No finjas, he escuchado lo que ha dicho esa mujer. Yo que tu estaría muy desconcertada —masculló Jadiet con los ojos cerrados.
—Lo estoy, por eso nos dirigimos al castillo. Quiero saber la verdad.
—Se parece mucho a ti, solo que con el cabello largo. Es muy bonita —balbuceó al límite de la inconsciencia, entré en pánico ¿tan fuerte había sido el golpe?
—No la golpeé tan fuerte —murmuró Enael a mi lado. Miró con el ceño fruncido a Jadiet—¿Le exiges demasiado al entrenar?
—No, bueno, lo usual. —Me encogí de hombros y abracé a Jadiet contra mi pecho.
—Necesita comer mejor y descansar. Su cuerpo se acostumbrará a los rigores de la vida junto a una espada —intervino la mujer. No pude evitar que mi mirada reflejara mi sorpresa—. Estos no son temas para hablar en el palacio —dijo—. Prefiero contarte la verdad mientras cabalgamos.
—Como quieras —espeté, dividida entre la preocupación y la confusión. Frente a mi todo parecía desmoronarse y dos fuerzas opuestas tiraban de mi cuerpo en direcciones diferentes.
—Ocurrió hace diecinueve años, casi veinte. Me encontraba casada con tu padre, el señor de Eddand —empezó Keira. Contuve un gruñido ante aquella revelación. Siempre había pensado que mi padre era algún hombre anónimo de Calixtho, tal y como dictaban nuestras costumbres—. Fue un matrimonio concertado entre nuestras familias. Cincuenta monedas de oro, eso valía mi vida. Contrario a muchas de mis amigas, tuve suerte. Tu padre no era un hombre tan terrible, concentrado en sus luchas, en el campo, rara vez paraba en el castillo, solo lo hacía para llevar la administración y para buscar un heredero.
Las arcadas no tardaron en hacerse presentes en mi garganta, ¿cómo podía considerar aquello suerte? Miré a Jadiet, quien descansaba contra mi pecho y miraba a Keira con los ojos nublados. Si, en definitiva, la definición de suerte en Luthier era muy diferente a la de Calixtho.
—Poco sabía que tendría dos —continuó aquella mujer. Me esforcé para regresar a la conversación. Dos, ¿dos hijos? Fruncí mis labios, no me gustaba la dirección que estaba tomando esta historia.
—¿Dos? —inquirí— ¿Gemelos? —Una sensación muy desagradable se extendió en mi pecho sin control alguno.
—Si. Algunos hombres en Luthier lo consideran una bendición, pero es una creencia extendida que se trata de un caso de infidelidad. La ignorancia es un asunto terrible. —Negó con la cabeza—. Mi esposo era uno de ellos, la noche que di a luz la partera salió corriendo de la habitación para expresarle la noticia. Tenía segundos para decidir. Sabía que a Ialnar no le tocaría un pelo por ser varón, pero a ti... tú eras solo una bebita. —Sus ojos se inundaron en lágrimas—. Así que hice lo que cualquier madre, te tomé en brazos y escapé.
—Eso no es posible, yo... yo tenía dos madres, en Calixtho... —Por mucho que trataba de convencerme, la historia de aquella mujer llenaba los vacíos que nunca supe explicar en mi vida. Era normal que una niña se pareciera a una de sus madres, pero yo no me parecía a ninguna. Un motivo más para que las niñas empezaran a burlarse al canto de "huérfana" y "adoptada".
—Por supuesto. Alcancé Calixtho cuando cumpliste los dos meses. Fue un viaje terrible, casi fallecemos en la travesía. El bosque y el invierno no son buenos compañeros de viaje. Conocí a tu madre en la frontera, era una terrateniente de Lerei, Aoda —suspiró y no pude evitar tragar el nudo que se formó en mi garganta, hacía mucho que no escuchaba el nombre de mi madre y menos siendo mencionado con tanta adoración—. Robó mi corazón con una mirada y no dudó en aceptarte como su hija.
Un nuevo y terrible nudo se formó en mi garganta. Aoda era quien juraba ser mi madre biológica. Fuerte, toda una guerrera y muy inteligente para los negocios. Jamás me había hablado de Keira. Tal vez, la vida no le dio el tiempo suficiente. Una batalla la arrebató de mi lado cuando yo apenas había cumplido la mayoría de edad. Mi otra madre, Eoldra, había estado a mi lado desde que tenía uso de razón y hasta los trece años, suyas eran las tierras de Ka, mis tierras. Miré a Keira y forcé mi memoria, pero era como luchar contra un muro inamovible.
—Lo nuestro no duró demasiado. La felicidad rara vez lo hace. Durante uno de los ataques de Luthier, perpetrado por quien era mi esposo, me entregué a él a cambio de tu vida y la de Aoda. En aquellos años no estaba tan avanzado el muro y el ejército de la frontera no se daba abasto. Fue la única manera de salvarte a ti y a la mujer a la que amaba.
—Ialnar me contó que sus padres habían muerto con la peste —mascullé, demasiado abrumada ya para pensar en otras maneras de desmentir su historia.
—Durante mi ausencia volvió a casarse. Solo me quería de regreso para sanar su orgullo herido. Me mantuvo cautiva en su castillo durante años. —Frotó sus muñecas y sacudió la cabeza. Enael la abrazó contra si para sujetarla y evitar que cayera del cabello—. Cuando llegó la peste, logré escapar, pero jamás me atreví a regresar a Calixtho.
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