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Prólogo

Calixtho, un reino de libertades y felicidad para quienes se ven perseguidos por la intolerancia, las religiones y la cultura de sus propios reinos, tribus, ciudades y pueblos. Un bastión del amor, la paz y la seguridad cuyas murallas se habían erigido sobre de ríos de sangre y toneladas de huesos.

Esa es la definición que todo perseguido escucha y es lo que le motiva a buscar refugio entre sus muros. Solo cuando se encuentra a salvo entre ellos descubre que la realidad no es tan feliz y hermosa como la cuentan los trovadores y viajeros.

En Calixtho eres libre de amar, eres libre de vivir como lo desees y de ser quien en verdad eres, pero su cultura puede ser tan oscura y opresora como la de sus enemigos. No puedes culparlos, años de guerra, de traiciones, conflictos internos y atentados llenos de violencia moldearon a la sociedad, a la monarquía, al Consejo de Comandantes y al Senado.

Luchar contra el ego de sus enemigos, contra la sed de poder y su fanatismo, puede dejar severas y profundas cicatrices en un pueblo. Mismas que los más inocentes pagarán en nombre de los culpables. En especial si la amadísima heredera al trono fue secuestrada por su propio niñero hace más de diez años y la nueva heredera, su hermana gemela, parece más interesada en conocer todos los placeres de la vida que en aprender a gobernar.

Calixtho, el reino gobernado por las mujeres más poderosas del mundo, el lugar donde todo es posible si tienes el valor de portar una espada y luchar por tu futuro. Un lugar donde todo te es permitido, pero también muchas cosas te son prohibidas.

Nunca fui una mujer hermosa. No tuve un cuerpo de infarto, con curvas pronunciadas o grandes pechos para presumir. Uno pensaría que en un reino como Calixtho, eso nos tendría sin cuidado y en parte era así. Cuando entrenas sin descanso para convertirte en una hábil guerrera, los músculos reemplazan las suaves líneas asociadas con lo femenino, y nadie lo critica, en su lugar lo aprecian y valoran. Cuando enfrentas en batalla a tus enemigos o practicas con tus compañeras, las heridas y sus cicatrices reemplazan la suavidad de la piel, de nuevo, es algo muy bien visto. Las cicatrices son señales, historias, pruebas de tu valor.

Lo que no es muy aceptado en Calixtho es tener un aspecto como el mío, casi andrógino. Si a este sumabas los músculos ganados durante mi instrucción militar en la Palestra, mi altura y la forma angular de mi rostro, no era de sorprender que en la oscuridad de la noche las vigilantes tendieran a confundirme con un hombre. Muchas de mis noches de fiesta solitaria, terminaron en un calabozo, junto a Cambiantes que olvidaban llevar sus papeles encima para confirmar su identidad y hombres cuyos novios no estaban con ellos en ese momento.

La gota que derramó el cántaro llegó a mí una noche en especial, aquella que precedía mi graduación de la Palestra y mi destino. La mayoría de mis compañeras habían elegido ya a que cuerpos del ejército pertenecer y como siempre, yo me había retrasado, no sabía que elegir. No quería dejar las tierras de mi familia, pero administrarlas no era lo mío. Nada me ataba a Ka, la famosa Ciudad Central del reino, pero sentía un fuerte apego a las calles que me vieron crecer y huir de las burlas y persecuciones de decenas de idiotas. Quizás era un poco masoquista.

Fui a beber a un bar poco concurrido, un lugar donde nadie se sorprendía al verme. Lúgubre, lleno de sombras, miradas furtivas y engaños. Al entrar todos se giraban a mirarte, si juzgaban que eras tan paria como ellos, podías continuar tu visita y beber, regresarían a sus asuntos y te dejarían en paz.

Tomé de más aquella noche, estaba feliz por haber superado todas las pruebas necesarias para convertirme en una guerrera, pero la soledad dejaba un regusto amargo en mi garganta que no desaparecía con nada. Vaso tras vaso de vino, nada reemplazaba un abrazo, una broma, las risas y complicidad de una amistad sincera. Todas las demás la tenían, todas celebraban juntas y compartían anécdotas. Yo no.

Por fin, fui consciente de lo patético de mis pensamientos. No siempre caía en la autocompasión, pero era una batalla difícil, casi imposible. En especial, cuando el grupo del cual deseas formar parte te divisa en la calle y decide divertirse contigo, haciéndote el centro de sus bromas y desaciertos.

Mareada y dibujando eses al andar me dispuse a regresar a casa. Fue así como me topé con un pequeño grupo de vigilantes del ejército interno que hacían sus rondas. La noche estaba por terminar y de seguro querían quedar bien con alguna superior porque se lanzaron sobre mi sin mediar palabra ni dar la voz de alto.

—Armado ¡Va armado! —gritó una en cuanto me tuvo contra el suelo.

—Estas en problemas, maldito —rugió una antes de patearme.

No me dieron tiempo a explicarme, no quisieron escucharme. Solo me lanzaron de cabeza a un calabozo y me rodearon, furiosas.

—Sabes que es un delito que se paga con la muerte —empezaron—. Podríamos matarte ahora y a nadie le importaría.

—Solo responde lo que queremos sabes y saldrás de aquí con vida.

—¿Estaban planeando algún ataque contra nuestra reina? ¿Un atentado contra el templo? Los de tu clase no saben aceptar el orden natural en este reino —dijo la que parecía ser la capitana entre todas.

—Nada de eso. Soy una de ustedes —expliqué. Al parecer no era lo que esperaban escuchar. Gruñeron y se lanzaron sobre mí. Diversos golpes cayeron sobre mi cuerpo y apenas fueron amortiguados por la gran cantidad de abrigos que llevaba sobre mí.

—De todas las mentiras que hemos tenido que aguantar, esa es la más despreciable de todas ¡No te atrevas a compararte con nosotras!

—¡Digo la verdad! —gemí de rodillas en el suelo. Mi estómago ardía y protestaba ante el maltrato y el alcohol que contenía. Vomité sobre sus botas. Una de ellas gritó y pateó mi rostro.

—¡Asqueroso animal!

—Soy una de ustedes —mascullé.

—Si eres una de nosotras. —La capitana propinó una fuerte patada a mi hombro y me tumbó sobre mi propio vómito—. Tendrás un par de cosas muy interesantes debajo de todos esos abrigos.

Cerré los ojos con fuerza. De nuevo manos extrañas arrancarían mi ropa sin la más mínima compasión. Por lo general, se detenían antes de llegar más allá de mi ropa interior. Quienes eran decentes se disculpaban, me entregaban mi ropa y me dejaban ir sin más. Otras, más intolerantes, me llamaban Cambiante, como si fuera un insulto, y exigían ver más allá. Esas eran las peores y esa noche me las había arreglado para toparme con un grupo de guerreras así.

Después de comprobar mi género se alejaron un par de pasos. Me observaron divididas entre la sorpresa y el asco. No les regresé la mirada, solo quería que se marcharan, que me dejaran en paz para poder vestirme y marchar a casa.

—¿Qué haremos?

—Nada, solo es una recluta de la Palestra, no dirá nada porque sabe lo que le conviene —dijo la capitana en un tono lo suficientemente alto como para que yo la escuchara. Después de aquellas palabras me dejaron sola y con la puerta del calabozo abierta.

Cojeé de regreso a casa con una única idea en mente. Tenía que dejar atrás la pomposa Ciudad Central, hasta el nombre era egocéntrico, rara vez mencionaban su nombre real: Ka. Las ciudades fronterizas eran mejores. Durante mi primera redada en sus tierras había experimentado un trato muy diferente en Lerei, incluso en Erasti a nadie le importaba mi aspecto, eran ciudades más permisivas, liberales.

Sostuve mi peso contra una pared y una risa rota brotó de mi garganta. No. Tenía que ir más lejos, incluso en Erasti las miradas me perseguían. Solo podría dejar atrás todo eso sirviendo al ejército de la frontera, estaría mucho mejor. Sería aceptada. Lerei, ciudad fronteriza con nuestros enemigos, era mi única salida.

No me importaban las historias de terror que llegaban hasta Ka sobre quienes servían en ese lugar, sobre las muertes, el entrenamiento inhumano y cruel y las pestes que asolaban el pueblo a placer. No me importaba. No podía ser peor que la falta de libertad y dignidad a la que me sometían día y noche en la que llamaban la ciudad de la libertad y los derechos.

Tenía semanas para pensarlo. Lerei rara vez se salvaba del infortunio y esta vez no había sido diferente. El entrenamiento empezaría en primavera y no en invierno para asegurarse de que todo rastro de la epidemia de peste que meses atrás les había atacado hubiera desaparecido. Si, tenía tiempo para decidirme, pero ya lo había hecho. Estaba sola en el mundo, sin madres a las cuales responder y con mis tierras en buenas manos. Tenía vía libre para buscar una mejor vida.

Esa era mi idea, mi sueño, hasta que conocí a la comandante del ejército de la frontera, la mítica y casi todopoderosa Eneth. Comandante que había salvado a Lerei de la invasión de los salvajes de Luthier, que había rescatado el pueblo después de que la Gran Peste lo asolara y que gobernaba con mano de hierro aquellas tierras.

Las apariencias y las historias engañan. Yo mejor que nadie debía saberlo, pero era una ilusa y pagaría por mi inocencia y egoísmo.

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